Un pacto con el diablo

—Si crees que no va a sobrevivir en la prisión, entonces más vale que empieces a preparar su funeral, porque no voy a cambiar de opinión».

Stephen Bennet apoyó sus manos en el suelo, inclinando la cabeza hacia abajo. Su boca temblaba, abriéndose y cerrándose. Cuando levantó la cabeza, miró en la dirección por la que Atlas se había ido.

—Atlas... —susurró, queriendo arrastrarse y rogarle más. Sin embargo, conocía a Atlas. Si Atlas decía que no cambiaría de opinión, lo decía en serio.

—Ese mocoso... —siseó entre dientes apretados, solo para darse cuenta de que todos en la comisaría lo estaban mirando. Stephen sintió su corazón contraerse de vergüenza mientras se levantaba, intentando mantener el último pedazo de dignidad que le quedaba.

—¿Puedo hablar con mi hijo? —preguntó a uno de los oficiales—. Por favor, necesito ver a mi hijo.

El oficial suspiró, mirando a los demás. —Lo siento, pero no podemos permitir visitas en este momento.