Había un río frente a él.
Era de noche —o al menos eso creía. No podía decirlo; cuando miraba hacia arriba, todo lo que veía era una oscuridad infinita, un abismo bostezante que se expandía hacia la inimaginable distancia y, sin embargo, se cernía en la cúspide de su cabeza como si amenazara con colapsar sobre él en cualquier momento.
El suelo era también del mismo tono de negro, pero no en el mismo gradiente interminable que el cielo de arriba. En cambio, hojas de hierba sombrías susurraban en un viento fantasma y creciendo justo en la orilla del río había exuberantes racimos de flores arácnidas, cuyos pétalos carmesíes eran tan brillantes que le quemaban los ojos.
No podía recordar cómo se llamaban.
Lirios rojos araña. Florecen mil años, marchitan mil años. Las flores y las hojas están destinadas a no encontrarse nunca.
No podía recordar cómo se llamaba. ¿Por qué estaba aquí y dónde era este lugar?