Lyla
Fuego. Eso es lo que sentían mis párpados—ardiente, abrasador fuego.
Mi cuerpo era una colección de dolores. Era como si cada músculo estuviera tejido con dolor, protestando mientras volvía lentamente a la consciencia. Incluso respirar dolía; mis pulmones estaban en carne viva, como si hubiera inhalado humo durante horas.
A pesar del dolor, finalmente obligué a mis ojos a abrirse. La luz penetró como agujas, y parpadeé rápidamente, tratando de entender mi entorno. Un techo desconocido apareció ante mis ojos—vigas de madera con extraños grabados que no reconocía. Las paredes eran de un cálido color ámbar, decoradas con tapices hechos a mano que mostraban mujeres vestidas de blanco, coronas de flores en sus cabezas, corriendo por bosques iluminados por la luna.
¿Dónde estaba?