El rostro de Damien era sombrío cuando había salido del salón. Sus ojos hundidos y oscuros y nubes negras se cernían sobre su cabeza. Cualquier hombre sabio sabría que estaba fuera de los límites para una conversación.
Incluso los caballeros que custodiaban el pasaje contuvieron la respiración cuando él pasó junto a ellos. Pero había un grupo de hombres completamente intrépidos cuando se trataba de Damien.
El representante de la iglesia, el obispo Abraham, se puso frente a él con una sonrisa en el rostro.
—Su gracia, ¿tiene un minuto para escucharme? —El rostro de Damien se endureció y sus ojos brillaron con una luz oscura y siniestra. Pero Abraham se mantuvo firme. Sus ojos lucían fríos aunque nunca perdió aquella sonrisa en su cara.