—Los gritos de terror de Taria llenaban sus oídos, junto con los gruñidos de los esqueletos que la tenían clavada al suelo.
Eran rápidos en su ataque y, mientras Belladonna trataba de alejarla de esos huesos vivientes, también recibió su propia dosis de ataque.
Manos huesudas la tiraban de todos lados, desgarrando su vestido y clavándose en su piel, la fuerza detrás de su ataque, derribándola a sus pies mientras ella tiraba de la bolsa que contenía la piedra de dragón, más cerca de ella en una lucha desesperada por no perderla, apretada como si su vida dependiera de ello, porque en ese momento, así era.
El grito de Taria se fusionó con el gruñido del esqueleto y, en una defensa instintiva, Belladonna se encogió en el suelo, protegiéndose tanto como podía, ambas manos dobladas sobre su cabeza y su cuerpo girado hacia adentro, como si los monstruos fueran su madre y ella estuviera una vez más protegiéndose de una paliza que seguramente dejaría cicatrices con el paso del tiempo.