—¿Qué necesitas, Alessandro? —pregunté con distancia mientras él dirigía una vez más su enojo mal colocado hacia mí. Realmente necesitaba controlar su temperamento.
—¿Qué diablos pasó aquí? Cuéntamelo todo sin dejarte nada —exigió con toda la sutileza de un toro en una tienda de textiles rojos.
—Está bien, ¿qué quieres saber? —suspiré, tomando asiento.
—Empieza desde el principio —exigió.
—Vale, Dios creó al hombre... —comencé en broma.
—Ya sabes a qué me refiero, cabrón —Alessandro frunció el ceño en respuesta, enviándome una mirada sucia.
Me encogí de hombros y pensé hacia atrás. —Ha habido una actividad inusual alrededor de la ciudad... rusos. No esperábamos que volvieran, pero nos estaban dando todo tipo de problemas. No tuve ninguna inteligencia que señalara su llegada hasta aproximadamente en el mismo momento en que Olivia y Dahlia se mudaron a Florencia.
—Deberíamos haber sabido que la estaban apuntando desde el principio —bufó Gabriele.