—¿Vas a matarme? —Salvatore habló quedamente, su voz ronca mientras miraba sus manos lánguidas en su regazo. Su aspecto era más propio de una habitación de hospital que del dormitorio de invitados que le habíamos dado. El exterior brillante no coincidía con su sombrío semblante.
—Eso depende —dije con indiferencia—, de qué información tengas sobre la operación de Lorenz.
—Hablado como un verdadero jefe —suspiró Salvatore con una sonrisa irónica en sus labios—. Todos vosotros, bastardos de la mafia, sois iguales, solo os importa destruir uno al otro y no a quién se lastima en el proceso, todas las vidas que arruináis por la gloria.
—Dice el hombre que vendió a su propia hija y nieto por dinero —le respondí fríamente, cruzándome de brazos mientras me reclinaba en la silla.
Salvatore se encogió de hombros, pero no se molestó en ocultar la vergüenza que cruzó sus facciones, la culpa que lo consumía en lo más profundo.