Al oír las palabras pronunciadas por el lobo negro, Rosalía se encontró totalmente sin habla. Rápidamente, abrió los ojos y se encontró con el rostro imponente de la criatura, su cabeza colgando sobre ella como un ominoso presagio. Su aliento, caliente y acre, parecía quemar su piel como vapor mientras la intensidad de sus ojos rojos brillantes, irradiando un brillo carmesí, oscurecía su visión.
La perplejidad se arremolinaba en ella mientras luchaba por comprender por qué el lobo no le había infligido daño alguno, optando en cambio por comunicarse. Aún más asombrosa era su capacidad de entender su mensaje.
De repente, una intensa oleada de dolor envolvió su cráneo, acompañada de un leve ruido blanco casi incomprensible que atenuaba su sentido del oído. Luego, una sensación húmeda trazaba su rostro, deslizándose sobre sus labios. Actuando por instinto, su mano se alzó para investigar la fuente de esta extraña sensación, solo para que Rosalía descubriera que su nariz sangraba.