Al recibir un paraguas de una de las atentas sirvientas que todavía permanecía despierta, Rosalía finalmente salió a la noche. Casi inmediatamente, una refrescante ráfaga de aire frío la envolvió, haciendo que su largo cabello ondulado danzara como una cascada de serpientes de seda.
Con su muy necesitado paseo reanudado, emprendió su viaje, caminando por el húmedo pero impecablemente limpio camino empedrado con piedras beige cuadradas y confiando su andar errante a la algo desolada guía del camino. A pesar de la avanzada hora, la extensión que rodeaba la majestuosa mansión del duque permanecía bañada en una iluminación tenue. La cálida radiación sostenida por el encantamiento dentro de las lámparas esféricas perseveraba, aunque disminuyendo bajo el peso del aguacero de octubre.