La Sala del Trono yacía envuelta en un inquietante silencio, una quietud que parecía llevar consigo un aire de presagio. En medio de esta calma, el Emperador ocupaba su resplandeciente trono dorado, sus manos curtidas encontrando un elegante apoyo en sus anchos reposabrazos.
Con una muestra de compostura segura de sí mismo, Damián entró en la cámara, sus pisadas suaves pero deliberadas. Avanzó con determinación inquebrantable, su camino lo llevó a situarse al lado del Emperador, una posición de lealtad inquebrantable, similar a la de un guardia devoto.
Sus figuras se alinearon, y mientras el Gran Duque se acomodaba en su lugar designado, un sutil pero deliberado carraspeo del Emperador rompió el opresivo silencio. De sus labios emergió una voz que llevaba el filo rugoso de la edad, rompiendo el hechizo del silencio,