Damián avanzaba con paso decidido a través del bien iluminado espacio de su gran mansión, su rostro exhibía una urgencia y determinación. Era como si un ominoso manto hubiera descendido sobre él, envolviendo todo su ser en un aura de intensidad taciturna. Sus pasos, aunque pesados, resonaban como la marcha atronadora de un gigante furioso, y su mera presencia parecía drenar la vitalidad del espacio a su alrededor.
Dentro del impecable pasillo, un grupo de sirvientas atendía diligentemente a sus tareas de limpieza, sus movimientos ahora semejaban insectos asustados escabulléndose en respuesta a una perturbación inesperada. Había pasado algún tiempo desde que habían presenciado a su señor en un humor tan agrio, y entendían demasiado bien el decreto no pronunciado: evitar cualquier interacción que pudiese provocar su ira.