Capítulo 41: Hijas de la Traición
— Pov Ignis—
I. Juego de Sombras en la Ciudad Eterna
La noche en Roma era una criatura viva, un depredador que respiraba a través de los adoquines desgastados y las fachadas de mármol agrietadas. Las luces de los faroles bailaban como espectros sobre los muros, proyectando sombras que se retorcían como serpientes envenenadas. Corría, no como un fugitivo, sino como un animal acorralado que olía la sangre de su propia trampa. Las botas de los cazadores del Vaticano resonaban a mis espaldas, un tambor de guerra que marcaba el ritmo de mi condena.
—¡Corten todas las salidas! —gritó una voz desde algún lugar entre los tejados—. ¡No dejen que llegue al río!
Esquivé un montón de cajas podridas en un callejón estrecho, mi respiración entrecortada quemándome la garganta. El olor a pescado en descomposición y orina vieja me recordó a los callejones de mi infancia, donde aprendí a robar pan antes que a rezar. ¿Cuántas veces tendré que huir de los mismos demonios con sotana?, pensé, amargo.
Una ráfaga de viento helado me azotó el rostro cuando giré hacia una plaza abandonada. Estatuas de santos decapitados observaban desde sus pedestales, sus ojos de piedra vacíos acusándome. En el centro, una fuente seca acumulaba hojas muertas y botellas rotas. Me detuve, escaneando las salidas: tres callejones, todos igual de oscuros.
—No hay escapatoria, Sujeto 1 —la voz de la falsa Myrna emergió desde las sombras, seguida por el crujir de una capa de lana fina rozando el suelo—. Roma es una telaraña, y tú solo una mosca.
Me giré, enfrentándola. Su rostro, tan parecido al de Myrna, me desconcertaba. Pero no era ella. No podía serlo.
—Calmado, Sujeto 1. No venimos a pelear —dijo, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
—Oh, claro. Porque seguirme en medio de la noche con una banda de mercenarios es una señal de paz universal. Dime, ¿así es como el Vaticano trata a sus viejos conocidos? Pensé que después de la última vez al menos me enviarían una carta de advertencia.
Dos cazadores del Vaticano me interceptaron mientras me deslizaba hacia un callejón a la derecha. Salté sobre uno, impulsándome de la pared, y al otro le pisé la cara mientras me esforzaba por no perder el impulso. La falsa Myrna y otro grupo de cazadores me perseguían por los techos de las casas y edificios. Sabía que ellos tenían la ventaja, pero yo tenía experiencia. Esta no era la primera ni última vez que huía de una figura de autoridad.
Seguí corriendo, sintiendo el ardor en mis piernas mientras el eco de mis pasos se mezclaba con las órdenes gritadas a mis espaldas. Las sombras de los edificios se alargaban como garras amenazantes, envolviéndome en un velo de penumbra. El sonido de botas impactando el pavimento se hacía más cercano, y cada respiro parecía una cuenta regresiva. Mis ojos recorrían el laberinto de callejones y techos en busca de una salida, cualquier distracción que me permitiera desvanecerme en la oscuridad.
Puum
Una granada explotó a mis espaldas, obligándome a rodar por el suelo. No perdí el impulso. Me incorporé rápidamente y aproveché el humo para deslizarme debajo de un contenedor de basura cercano. Como un niño asustado de los monstruos en la oscuridad, controlé mi respiración y recé para que no se dieran cuenta de dónde estaba.
Los cazadores, junto con la falsa Myrna, bajaron finalmente de las azoteas. Se escucharon murmullos, probablemente sorprendidos de mi desaparición.
—No pudo haber ido muy lejos. Hagan un perímetro de dos cuadras, llamen a más cazadores. Lo último que quiero es que encuentre a la Gran Sacerdotisa.
La falsa Myrna daba órdenes con autoridad y organización. Por un momento, noté que el parecido físico no era lo único inquietante. Lo que realmente me desconcertó fue que llamara a Myrna "Gran Sacerdotisa". No era una sorpresa que ella tuviera un puesto de autoridad, pero esto me confirmaba que encontrarla y sacarle respuestas iba a ser más complicado de lo que pensaba. Por suerte, Lucas es capaz.
Los cazadores se dispersaron y la falsa Myrna se quedó justo donde estaba. Soltó un gran suspiro, llevándose una mano a la sien como si intentara contener una punzada de dolor o frustración. Sus ojos recorrieron la calle con un brillo de fastidio antes de fijarse exactamente donde yo estaba.
—Sal del contenedor, Sujeto 1.
Mierda.
—Y yo que creí que los del Vaticano eran tan esnobs que no se fijarían en la basura.
—¿Qué haces aquí?
—¿En medio de un callejón en la noche o...?
—En el Vaticano. Buscando a Myrna.
—¿Quién te dijo que la estoy buscando? —Intenté hacerme el loco.
—Por favor. Prácticamente saltaste a atacarme cuando viste mi cara.
—No sé de qué hablas. Yo solo vine a ver a un viejo amigo y a enseñarle a sus niños unos cuantos rezos.
—Lo que me faltaba. Estás con el borracho de Lucas.
—La verdadera pregunta aquí es, ¿por qué me estabas persiguiendo?
—La Iglesia tiene una lista de sujetos peligrosos. El Contenedor de Laplace está en ella.
—¿Cómo?
—Mi madre me ha contado todo sobre el niño que arruinó su experimento.
—¿Madre?
—De ahí el parecido, genio.
—Oh, claro.
Esta vez me sentía como un idiota. La sorpresa golpeó mi pecho como una roca cayendo en un estanque. ¿Cómo no me di cuenta antes? Sus rasgos, su porte... todo encajaba de manera inquietante. Mi mente corría en círculos, tratando de encontrar una explicación lógica. ¿Magia, ilusión, algo más siniestro? Tragué saliva, intentando recomponerme.
—Y eso que se presume que eres una clase de genio exorcista.
—¿Por qué no me entregaste a los cazadores?
—Porque te encerrarían. Y necesito que salves a Myrna.
—¿Sabes que vine aquí a patearle el trasero y buscar respuestas, no? ¿Por qué la salvaría y, más importante, de qué?
—Del Papa.
II. La Hija de Myrna
El nombre del Papa resonó en el aire como un trueno distante. No era una sorpresa que él estuviera involucrado, pero la idea de que Myrna necesitara ser salvada de él me dejó helado.
—¿Qué le ha hecho? —pregunté, saliendo lentamente del contenedor, manteniendo una distancia prudente.
La falsa Myrna—o más bien, la hija de Myrna—me miró con una mezcla de desprecio y desesperación.
—No es lo que ha hecho, sino lo que planea hacer. Mi madre... Myrna... ha estado trabajando en algo que el Papa considera una amenaza. Algo que podría cambiar el equilibrio de poder en la Iglesia.
—¿Y qué tengo que ver yo con eso?
—Eres el único que puede detenerlo. Tienes acceso a lugares y personas que ni siquiera los cazadores más entrenados pueden alcanzar.
—¿Y por qué confiarías en mí?
—Porque no tengo ni tienes otra opción. Si el Papa logra lo que quiere, no solo Myrna estará en peligro, sino todo el mundo.
III. El Pacto de Sangre
La idea de trabajar con la hija de Myrna me revolvía el estómago, pero sabía que no podía ignorar la amenaza. Si el Papa estaba detrás de algo lo suficientemente grande como para poner en peligro a Myrna, entonces no podía permitirme el lujo de ser selectivo con mis aliados.
—Está bien —dije finalmente—. Te ayudaré. Pero a cambio, quiero respuestas.
—¿Qué tipo de respuestas?
—Todo. Sobre el Proyecto Mártir, sobre Laplace, sobre lo que realmente sucedió con Nox.
La hija de Myrna asintió, su rostro serio.
—Te lo contaré todo. Pero primero, tenemos que llegar a Myrna antes de que el Papa lo haga.
IV. La Caza Comienza
Juntos, nos adentramos en las sombras de Roma, dos extraños unidos por un propósito común. La noche nos cubría como un manto, pero sabía que la oscuridad no sería suficiente para protegernos de lo que venía.
El Vaticano era un laberinto de secretos y traiciones, y yo estaba a punto de adentrarme en su corazón. Pero esta vez, no estaba solo.
Y eso, tal vez, era lo más peligroso de todo.
V. El Precio de la Verdad
Mientras caminábamos por los callejones oscuros, la hija de Myrna comenzó a hablar.
—Mi madre siempre fue una mujer de principios —dijo, su voz baja pero firme—. Pero el poder corrompe, incluso a los más fuertes. El Papa la ha manipulado, la ha usado para sus propios fines.
—¿Y qué hay de ti? —pregunté, observándola de reojo—. ¿Por qué no estás de su lado?
—Porque vi lo que le hizo a Nox —respondió, su voz temblando ligeramente—. Y no quiero que eso le pase a nadie más.
Sus palabras me golpearon como un puñetazo. Nox. Su nombre siempre me traía una mezcla de dolor y culpa.
—¿Qué sabes de Nox? —pregunté, tratando de mantener la calma.
—Sé que fue un sacrificio. Un experimento fallido. Y sé que tú fuiste parte de eso.
—No tuve elección —murmuré, sintiendo el peso de la culpa aplastándome.
—Nadie la tiene —dijo ella, su voz llena de amargura—. Pero ahora tenemos la oportunidad de hacer las cosas bien.
VI. El Encuentro en las Catacumbas
Finalmente, llegamos a las catacumbas bajo el Vaticano. El aire era frío y húmedo, y el olor a tierra mojada y muerte antigua llenaba mis pulmones.
—Aquí es donde la tienen —dijo la hija de Myrna, señalando una puerta de hierro oxidada—. Pero ten cuidado. No están solos.
Abrí la puerta lentamente, preparándome para lo que viniera. Dentro, Myrna estaba sentada en una silla, sus manos atadas y su rostro pálido pero sereno.
—Ignis —dijo, mirándome con esos ojos verdes que siempre parecían saber más de lo que decían—. Sabía que vendrías.
VII. La Decisión Final
En ese momento, supe que no había vuelta atrás. El Vaticano, el Papa, Laplace... todo estaba conectado. Y yo, sin quererlo, me había convertido en el centro de todo.
—Vamos —dije, desatando a Myrna—. Tenemos trabajo que hacer.