El Pacto de las Sombras

 Capítulo 40: El Pacto de las Sombras

Pov Ignis:

El aire en Roma era denso, cargado con el olor a incienso y la tensión de secretos no dichos. Las calles estaban repletas de fieles que se arremolinaban alrededor de los cardenales enmascarados, sus túnicas plateadas brillando bajo el sol como armaduras celestiales. Pero yo sabía mejor que nadie que detrás de esas máscaras no había santidad, solo un juego de poder y manipulación. Y ahora, yo era una pieza más en ese tablero.

Odiaba meterme en los juegos políticos de la Iglesia. No eran más que un laberinto de espejos donde la imagen reflejada nunca era real. Nada era lo que parecía. Ni los niños monaguillos con sus túnicas impecables, ni los ancianos que se arrastraban como penitentes, ni los vagabundos que parecían ignorar el mundo a su alrededor. Todos eran piezas en un tablero que no había elegido jugar.

Pero ya estaba aquí. Y ellos lo sabían.

Myrna me observaba desde el otro lado de la multitud, o al menos, eso quería hacerme creer la impostora que usaba su rostro. Sus ojos verdes tenían la misma intensidad, pero faltaba algo. Algo que solo se reconoce después de haber sido criado y entrenado por ella. Esto era solo un truco.

El desfile religioso que recorría las calles hacía imposible moverse sin ser detectado. Cardales enmascarados avanzaban en una coreografía perfecta, con rostros plateados e inexpresivos que ocultaban cualquier rastro de humanidad. No podía seguir a la falsa Myrna sin arriesgarme a perderme en el tumulto, así que me desvié hacia una de las capillas menores. Un refugio temporal.

El interior de la capilla era inquietante. A pesar de ser un sitio menor en la jerarquía eclesiástica, su pulcritud era impecable. Cada banco estaba alineado con precisión milimétrica, y los monaguillos trabajaban en silencio, encendiendo velas y limpiando con devoción mecánica. Sus movimientos eran sincronizados, calculados, como si supieran exactamente dónde iba a posar la mirada.

Los niños sabían quién era. Y no les gustaba mi presencia.

Me dirigí al confesionario. A la derecha, una silueta oscura aguardaba dentro.

—Padre Lucas, tanto tiempo —dije al sentarme, cerrando la puerta tras de mí—. Perdóneme, padre, porque he pecado.

El sacerdote dejó escapar un suspiro antes de responder.

—¿Qué hace un pequeño malagradecido como tú aquí? ¿No estabas cuidando a una santa?

Su voz era áspera, con un dejo de desprecio que no se molestaba en ocultar.

—Todavía te molesta que los Vitae no te apoyaran.

—Solo pensé que al no compartir su sangre, estarías libre de sus genes blasfemos.

Me recliné en el asiento, sintiendo la rigidez de la madera contra mi espalda.

—¿Y qué hay de tus pequeños sicarios ahí afuera? No es muy ético de tu parte entrenar asesinos con sotana.

Lucas rió entre dientes, un sonido hueco que no alcanzaba sus ojos.

—Ambos sabemos que esos niños han evitado más tragedias que tú jugando a ser vigilante en las calles. Ahora dime, ¿qué haces aquí?

—He venido por Myrna.

El silencio se prolongó un segundo más de lo necesario.

—Vaya, sí que eres idiota al pronunciar su nombre en voz alta. Tienes suerte de que prefiera la discreción… y de que mis niños sean leales.

—Creí que no temías a las otras facciones.

—La Iglesia ha cambiado. Ya no es tan inactiva como antes.

—¿Vas a ayudarme o no?

Lucas inclinó la cabeza, como si evaluara el peso de mi petición.

—Sabes cómo funcionan las cosas aquí.

—¿Qué quieres?

El sacerdote tamborileó los dedos sobre la madera.

—No sé dónde está la vieja gruñona, pero puedo averiguarlo. Siempre y cuando te mantengas al margen.

—Eso será difícil. Ellos ya saben que estoy aquí.

—Sí, pero no saben por qué. Hay que distraerlos.

—¿Cómo?

Lucas sonrió.

—Entrena a los monaguillos. Vuélvete su profesor, al menos por un tiempo. Usa tu pretencioso apellido, presume que has vuelto a la senda de la virtud.

No pude evitar reír.

—¿Me estás pidiendo que sea maestro?

—Solo por un tiempo. En lo que recabo información.

—Maldita sea, odio tratar con huérfanos.

—No todos lo son. Algunos son hijos de familias importantes.

—Con más razón no quiero involucrarme.

Lucas se inclinó hacia adelante, con una mirada afilada.

—Siempre tan tibio, Ignis. Te metiste en la boca del lobo sin un plan y ahora rechazas el que te doy.

Apreté los dientes.

—Bien. Si te hago este favor, ¿me darás información sobre Myrna?

—Oh, no. Ser maestro es parte de mi favor hacia ti. Yo tengo pensado pedirte otra cosa.

—¿Qué?

Lucas sonrió.

—Mata al Papa.

El silencio se volvió insoportable.

—¿Estás bromeando?

—Jamás bromearía con algo tan serio.

—¿Por qué quieres que lo mate?

—Porque su muerte es el único modo de evitar lo que viene.

—¿Y qué es lo que viene?

Lucas exhaló con cansancio.

—El Apocalipsis, Ignis. Uno que ni siquiera la Iglesia puede controlar.

Me levanté del confesionario con la sensación de que el suelo se había vuelto inestable.

—Lo pensaré.

Lucas sonrió con ironía.

—No tienes mucho tiempo para pensarlo.

Al salir de la capilla, los monaguillos seguían observándome, con esa inquietante expresión de niños que sabían demasiado.

El desfile de los cardenales plateados continuaba afuera, y la falsa Myrna se había esfumado.

Pero algo me decía que no sería la última vez que la vería.

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### II. El Juego de las Máscaras

La noche cayó sobre Roma como un manto pesado, y con ella llegó el silencio inquietante de una ciudad que sabía demasiado pero decía muy poco. Me encontraba en una de las aulas del seminario, rodeado de monaguillos cuyos ojos brillaban con una mezcla de curiosidad y desconfianza. No eran niños comunes; sus movimientos eran demasiado precisos, sus miradas demasiado agudas. Eran pequeños soldados entrenados en el arte de la guerra santa, y yo era su nuevo instructor.

—Bien, pequeños demonios —dije, apoyándome en el borde de un escritorio—. Hoy les enseñaré cómo matar a alguien sin que se den cuenta.

Los niños intercambiaron miradas, pero ninguno habló. Sabían que este no era un juego.

—El primer paso es la observación —continué, caminando entre las filas de bancos—. Un asesino que no sabe observar es como un ciego en un campo de batalla. ¿Qué ven en mí?

Uno de los niños, un chico de no más de diez años con ojos azules como el hielo, levantó la mano.

—Usted tiene una cicatriz en la mano derecha, probablemente de un cuchillo. Y camina con el peso en el talón izquierdo, como si tuviera una lesión antigua.

Sonreí, impresionado.

—Bien visto. ¿Y qué más?

Una niña con cabello oscuro y una expresión seria respondió sin levantar la mano.

—Usted lleva un colgante debajo de la camisa. Es un fénix. Y huele a azufre, como si hubiera estado cerca de fuego infernal.

—Excelente —dije, deteniéndome frente a ella—. Ahora, ¿qué harían si tuvieran que matarme?

El silencio que siguió fue denso, cargado de tensiones no dichas. Finalmente, el niño de los ojos azules habló.

—Lo envenenaría. Algo lento, para que no se diera cuenta hasta que fuera demasiado tarde.

—Interesante —respondí—. Pero yo no comería nada que me ofrecieran. ¿Qué más?

La niña de cabello oscuro sonrió ligeramente.

—Lo distraería. Le haría creer que hay algo más importante que hacer, y cuando bajara la guardia, lo apuñalaría por la espalda.

—Mejor —dije—. Pero aún no es suficiente. ¿Alguien más?

Un niño pequeño, que hasta ahora había permanecido en silencio, levantó la mano con timidez.

—Yo… yo usaría a alguien más. Alguien en quien usted confía. Lo haría parecer un accidente.

Me quedé mirándolo por un momento, sorprendido por la frialdad de su respuesta.

—Eso —dije finalmente— es lo que hace un verdadero asesino.

Los niños asintieron, sus rostros serios. No eran monaguillos; eran armas, y yo estaba afilándolas.

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### III. El Encuentro en las Catacumbas

Después de la clase, me dirigí a las catacumbas bajo el Vaticano. Lucas me había dado un mapa, pero las líneas parecían moverse bajo la luz de mi linterna, como si las paredes mismas estuvieran vivas. El aire era frío y húmedo, y el olor a tierra mojada y muerte antigua llenaba mis pulmones.

Finalmente, llegué a una cámara iluminada por velas. En el centro, una figura esperaba, envuelta en una capa oscura. No era la falsa Myrna, pero tampoco era un extraño.

—Ignis Vitae —dijo la figura, su voz resonando en las paredes de piedra—. Has llegado más lejos de lo que esperábamos.

—¿Quién eres? —pregunté, manteniendo la distancia.

La figura se volvió, revelando su rostro, era uno de los múltiples cardenales con máscara de plata que observaban mis movimientos al seguir a la falsa Myrna Pero ahora, sin la máscara, su rostro era el de un hombre mayor, con ojos cansados y una cicatriz que le cruzaba la mejilla.

—Soy alguien que quiere lo mismo que tú —dijo—. Detener lo que viene.

—¿El Apocalipsis? —pregunté, cruzando los brazos.

—Sí —respondió—. Pero para hacerlo, necesitamos tu ayuda.

—¿Y por qué confiaría en ti?

El cardenal sonrió, un gesto lleno de tristeza.

—Porque no tienes otra opción.

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### IV. El Pacto

El cardenal me explicó todo. El Papa no era quien parecía; era un títere, controlado por fuerzas que ni siquiera la Iglesia podía comprender. Su muerte no sería un acto de traición, sino de salvación. Pero para lograrlo, necesitaba infiltrarme en el corazón del Vaticano, donde las sombras eran más densas y los secretos más oscuros.

—¿Y qué obtengo a cambio? —pregunté, mirándolo fijamente.

—Información sobre Myrna —dijo—. Y la oportunidad de salvar a todos incluyendo a la santa Aria 

El nombre de Aria resonó en mi mente como un campanazo. No podía fallarle, no otra vez.

—Acepto —dije finalmente—. Pero si me traicionas, te aseguro que no vivirás para ver el amanecer.

El cardenal asintió, extendiendo una mano. La tomé, sellando el pacto con un apretón firme.

—Bienvenido al juego, Ignis —dijo—. Ahora, comienza la verdadera batalla.

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### **IV. La Sombra del Vaticano** 

Esa noche, Roma era un cementerio vivo. Al salir de las catacumbas, sentí las miradas: los cardenales plateados me acechaban, sus pasos sigilosos resonando en los callejones. 

—¿En verdad crees que ganarás? —susurró una voz desde la oscuridad. La falsa Myrna emergió, su sonrisa torcida. 

—No eres ella —espeté, desenvainando una daga—. Y no serás la última impostora que mate. 

Ella rió, desvaneciéndose entre sombras. 

Mientras corría, el eco de los cazadores del Vaticano persiguiéndome susurraba una verd

ad aterradora: esta guerra no era entre el cielo y el infierno, sino entre las mentiras que creamos y las verdades que enterramos. 

Y yo, atrapado en el medio, solo tenía una bala para disparar: la que llevaba el nombre del Papa.