Pov Ignis:
**I. Las Cicatrices del Amanecer**
El amanecer no llegó como un heraldo de esperanza, sino como una luz pálida y enfermiza que se arrastraba entre los pinos como un ladrón. Era un resplandor gris, sin vida, como si el sol mismo hubiera sido despojado de su vitalidad. Los sabuesos de Azazel—esas criaturas monstruosas con ojos como brasas humeantes y aliento que helaba el aire—habían desaparecido con la noche. Sin embargo, su ausencia no trajo alivio. El fuego en mi pecho aún ardía, una cosa inquieta y corrosiva que exigía liberación. Necesitaba pelear. Sentir el crujir de huesos bajo mis nudillos, el calor húmedo de la sangre en mi piel. Cualquier cosa para silenciar los recuerdos que surgían como espectros de las cenizas del orfanato.
No me atreví a mirar atrás. Detrás de mí, las llamas rugían en un lenguaje más antiguo que el tiempo, consumiendo las paredes que una vez nos habían cobijado. *Nox corriendo descalzo por los pasillos, su risa resonando como una melodía. Myrna tarareando salmos mientras limpiaba sus cuchillos, su voz un extraño consuelo en la oscuridad.* Quemarlo todo había sido un acto de cobardía, lo sabía. Pero, ¿qué más podía hacer? Cada habitación era una tumba, cada rincón un recordatorio de mi fracaso. El humo me escocía los ojos, llevando consigo el olor acre de recuerdos quemados—juguetes de madera, mantas apolilladas, el dulce aroma a cera de velas de oraciones olvidadas.
Una ráfaga de viento llevó un trozo de papel carbonizado a mis pies. Era una página de un libro de oraciones para niños, los bordes adornados con dibujos infantiles de margaritas. Lo recogí, mis dedos temblaban mientras trazaba las líneas chamuscadas. Por un momento, casi podía escuchar las voces de los niños que alguna vez lo habían sostenido, sus inocentes oraciones elevándose como humo hacia los cielos. Arrugué la página y la guardé en mi bolsillo, junto a la bolsa de monedas que Luna me había dejado. Su nota—*"Para gastos inesperados, cariño"*—aún conservaba el tenue aroma a jazmín, un cruel recordatorio de su ingenio afilado y su lengua aún más afilada.
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**II. La Ciudad Que Respira Podredumbre**
La ciudad se alzaba en el horizonte como un cadáver dejado demasiado tiempo al sol. Conocía sus calles demasiado bien—los callejones donde había dormido, las esquinas donde había peleado por migajas, las manos que había mordido cuando me ofrecían pan con sonrisas falsas. Una década había pasado, pero nada había cambiado. El aire aún apestaba a diésel y decadencia, y la gente se movía como sombras, sus ojos vacíos y sus espíritus rotos. Incluso las ratas aquí parecían resignadas, correteando con una desesperación letárgica, su pelaje enmarañado de grasa y resignación.
Crucifijos oxidados colgaban de los cables eléctricos, balanceándose suavemente en la brisa como hombres ahorcados. Un letrero de neón parpadeante sobre una iglesia convertida en casa de empeño llamó mi atención: *"Confesiones e Indulgencias: 24/7."* Entré, no por fe, sino porque el letrero escrito con tiza en la puerta—*"Se Venden Boletos de Tren"*—me recordó que incluso Dios tenía un precio en este lugar. Las tablas del piso crujían bajo mis pies, sus grietas llenas de la mugre de mil transacciones desesperadas.
El interior era un caótico desorden de bancas rotas y reliquias polvorientas. Rosarios de plástico con cuentas faltantes, estatuillas de la Virgen María con cabezas de muñeca pegadas torpemente—era un cementerio de fe, un testimonio de la desesperación de aquellos que alguna vez habían creído. Un hombre tuerto con dientes podridos y aliento a ginebra barata se acercó arrastrando los pies, un crucifijo torcido en la mano.
"¿Tienes pecados que expiar, señor?" dijo con voz áspera, como grava. "Veinte monedas por una absolución exprés."
"Necesito un tren," dije secamente, pero mi mirada se fijó en un objeto detrás del mostrador—una caja de ébano grabada con un ojo envuelto en llamas. El símbolo del Éxodo. El mismo que Myrna llevaba en su nuca.
Una mujer con un vestido violeta ajustado emergió de las sombras, su cabello color ciruela captando la tenue luz. Por un momento, me recordó a Aria, pero sus ojos—fríos y calculadores—borraron cualquier parecido.
"Esa caja no es para cualquiera, cariño," murmuró, deslizando un dedo por la tapa polvorienta. "Doscientas monedas. Y eso es un descuento por tu carita bonita."
Regateamos como depredadores rodeando a una presa. Ella bajó el precio; yo fingí desinterés, mis dedos rozando un rosario de dientes de lobo que colgaba cerca. Las cuentas se sentían como hielo contra mi piel, cada diente tallado con pequeños símbolos que no reconocía. Finalmente, le entregué cien monedas—robadas de la bolsa de Luna. La mujer escupió mientras las contaba, luego asintió hacia el noroeste.
"La estación está a dos cuadras. Y esa caja…" Su sonrisa fue un destello de malicia. "…vino del contenedor del seminario."
El nombre me golpeó como un puñetazo en el estómago. El mismo contenedor donde Myrna me había encontrado una década atrás, un niño hambriento lamiendo sobras bajo la lluvia.
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**III. Secretos en la Basura**
El "contenedor del seminario" era una montaña de suciedad—bolsas de basura rotas, agujas oxidadas y el hedor de la decadencia. Las moscas zumbaban en círculos perezosos, su zumbido mezclándose con el lejano murmullo de la ciudad. Entre los desechos, una caja de metal brilló bajo la luz del sol, su emblema del Éxodo deslustrado pero inconfundible. Mis manos temblaban mientras la abría, las bisagras chirriando como un animal herido.
Dentro había fotografías.
Niños. Docenas de ellos. Cada uno con tatuajes numerados en el cuello y ojos que miraban al vacío. En una, reconocí a Nox: atado a una camilla, su cuerpo flácido, su rostro pálido. Myrna estaba sobre él, una jeringa de líquido negro en la mano, su expresión serena como la de un santo. La fecha garabateada en la esquina me heló la sangre: tres días antes de su muerte.
Un documento se deslizó de la pila, sus palabras frías y clínicas:
**PROYECTO MÁRTIR - SUJETO 12 (NOX VITAE)**
*Compatibilidad: 97% con la entidad "Laplace."*
*Nota del Supervisor: Transferencia fallida. El Sujeto 1 (Ignis Vitae) muestra resistencia innata. Reanudar el Protocolo Lázaro en el sitio central.*
El aire escapó de mis pulmones en un suspiro. *Sujeto 1.* Yo. Myrna no me había salvado por lástima. Me había elegido como un recipiente. Y cuando yo había fallado… había usado a Nox. El papel temblaba en mi mano, la tinta se difuminaba mientras mi visión se nublaba de rabia y traición.
Un silbato de tren atravesó el aire, agudo e insistente. En la distancia, la locomotora con destino a Roma avanzaba como una serpiente de hierro, sus ruedas chirriando contra los rieles.
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**IV. El Precio de un Boleto**
La estación era una reliquia desmoronada de vigas oxidadas y vidrios rotos. Compré el boleto más barato—un lugar en el vagón de carga—a un conductor con una cicatriz en forma de ojo en el cuello. Sus dedos se demoraron demasiado en las monedas al entregarme el boleto, sus uñas ennegrecidas por la suciedad o la sangre seca.
"El próximo tren sale en una hora," dijo, escupiendo al suelo. "Si los cazadores no te encuentran primero."
Los "cazadores" llegaron con el atardecer: hombres en sotanas negras y botas de combate, sus ojos escaneando la multitud como buitres. Sus guantes crujían al agarrar porras adornadas con alambre de púas—herramientas para la penitencia, no para la protección. Me escondí en las sombras, refugiándome entre vagones abandonados donde una niña no mayor de ocho años vendía rosarios tallados en hueso. Sus manos eran pequeñas, sus dedos manchados de ceniza.
"Para mantener a los demonios fuera de tus sueños," susurró, colocando uno en mi mano. Sus ojos eran demasiado viejos para su rostro, demasiado cansados.
El rosario se sentía anormalmente pesado. Cuando lo examiné, noté que una cuenta estaba grabada con el ojo del Éxodo, su pupila un fragmento de obsidiana que parecía palpitar en la luz menguante.
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**V. El Vagón de los Condenados**
El tren era un ataúd chirriante, su vagón de carga apestando a orina y miedo. Los fugitivos se acurrucaban juntos, sus susurros elevándose como un coro de fantasmas. Una mujer que sostenía a un bebé tarareaba salmos, sus medias rotas revelando un tatuaje de Laplace en su tobillo—una serpiente enroscada alrededor de una cruz. Los llantos del niño se ahogaban contra su pecho, un sonido más animal que humano.
Encontré un rincón y me desplomé, la caja del Éxodo descansando en mi regazo. Dentro, un pequeño rollo de papel se encontraba entre las fotos:
*"Sujeto 1: El juego comienza en las catacumbas. Llega antes de que Nox sangre por segunda vez."*
Mi corazón palpitaba contra mis costillas. Nox estaba vivo. O alguien quería que lo creyera. El tren se sacudió hacia adelante, sus ruedas chirriando como en protesta, y el mundo exterior se desdibujó en una mancha de sombras y luz moribunda.
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**VI. Sueños de Tinta y Azufre**
La noche trajo pesadillas.
Nox y yo corríamos por los pasillos del orfanato, sus pies descalzos golpeando el suelo. *"¡Ignis, mira!"* se reía, señalando un espejo donde Myrna observaba, el cuchillo ritual brillando en su mano. El reflejo no mostraba nuestros rostros, sino filas de camillas vacías, sus correas colgando como venas cortadas. Las paredes lloraban sangre, y el aire sabía a cobre y azúcar quemada.
Me desperté sobresaltado, el rosario de hueso clavándose en mi palma. Afuera, la luna proyectaba su pálida luz sobre un paisaje de ruinas: iglesias abandonadas con cruces invertidas, pueblos donde los campanarios albergaban cuervos mutantes. Sus plumas brillaban iridiscentes, sus ojos resplandeciendo como brasas mientras graznaban himnos en latín distorsionado.
Una anciana con un velo negro apareció en el asiento frente a mí. Su voz era un susurro seco, su piel translúcida como pergamino:
"El Vaticano no es un santuario, Ignis. Es un espejo… y tú eres la astilla que lo romperá."
Antes de que pudiera responder, desapareció. En su lugar, quedó una cuenta de rosario partida. Dentro, un mensaje escrito en lo que parecía sangre seca:
*"Busca al cardenal con la máscara de plata. Él tiene las llaves de tu hermano."*
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**VII. Las Puertas del Infierno**
Roma se alzaba en el horizonte como un cadáver enjoyado, sus cúpulas doradas reluciendo bajo el sol. Pero el aire olía a incienso podrido y mentiras. En la Plaza de San Pedro, una procesión de cardenales con máscaras de plata entonaba himnos en latín, sus túnicas arrastrándose por charcos de agua bendita mezclada con cenizas. La multitud se arrodillaba, sus rostros pegados al suelo, pero sus manos se cerraban en puños detrás de sus espaldas.
Uno de los cardenales se separó. Bajo la máscara, los ojos verdes de Myrna me miraron, aunque su voz era más profunda, más áspera.
"Bienvenido a casa, Sujeto 1," susurró, deslizando un relicario en mi mano. "Las catacumbas te esperan."
Dentro había una nueva foto: yo, dormido en el tren, el rosario de hueso brillando en mi bolsillo como un fragmento de luz lunar.
Sonreí—no con alegría, sino con comprensión.
"¿Un juego de espejos?" murmuré, apretando el relicario hasta que sus bordes hicieron brotar sangre. "Juguemos."