POV Ignis
El templo se alzaba ante nosotros como un cadáver petrificado por los siglos. Sus muros, otrora imponentes, sucumbían ante el abrazo asfixiante de las raíces. Estas serpientes leñosas se enroscaban en las columnas, estrangulando a las gárgolas cuyos rostros grotescos habían sido desgastados por la lluvia y el resentimiento. El musgo devoraba los vitrales rotos, filtrando una luz verdosa que teñía el aire de un brillo venenoso. Cada paso que daba resonaba en el silencio, como si las losas del piso susurraran los nombres de aquellos que habían perecido allí.
Aria yacía en mis brazos, su cuerpo liviano como el de un pájaro herido. Su respiración era un hilillo frágil, entrecortado por espasmos que hacían vibrar mis propios huesos. Sentía el frío de su piel a través de la tela de mi túnica, una frialdad que no pertenecía a los vivos. Las venas de sus muñecas brillaban con un resplandor tenue, último vestigio de la energía divina que alguna vez la había inundado. Cada cicatriz en su cuerpo era un monumento a mis fracasos: la marca en su costado, donde me había protegido de las garras de un demonio menor; la quemadura en su hombro, consecuencia de contener una explosión arcana que yo provocé; incluso su cabello, antes morado vibrante como producto de una fantasía, ahora opaco y quebradizo, hablaba de cuánto había sacrificado por seguirme.
—Nunca debiste confiar en mí—murmuré, acariciando su mejilla con el dorso de los dedos. Su piel, antes cálida como el sol de mediodía, ahora estaba pálida, casi translúcida, como papel de seda sobre venas azules—. Te arrastré a este infierno por mi egoísmo.
Luna caminaba adelante, su figura esbelta deslizándose entre las sombras como un espectro complaciente. Sus pasos no hacían eco, como si el templo la reconociera y se abstuviera de perturbar su avance. Yo, en cambio, sentía cada crujido de mis botas sobre las losas como un martillazo en el cráneo. El aire olía a tierra húmeda y metal oxidado, con un dejo dulzón que me recordaba a la sangre seca.
—Déjala aquí—ordenó Luna, señalando un altar de mármol negro en el centro del recinto.
La estructura era una losa imponente, tallada con espirales que se entrelazaban como serpientes en éxtasis. Sobre ella, partículas de ceniza flotaban en remolinos lentos, iluminadas por un haz de luna que se filtraba a través de un óculo en el techo derruido. Dudé, preguntándome cuántas almas habían sido ofrendadas en ese lugar. Las manchas oscuras en el mármol parecían susurrar historias de sacrificios olvidados, de gritos ahogados por rituales arcanos.
—¿Es seguro?—pregunté, sin disimular la desconfianza que me carcomía.
Luna no respondió. En su lugar, trazó un símbolo en el aire con el dedo índice. Las espirales del altar se encendieron en un azul pálido, y la ceniza danzó más rápido, formando constelaciones que reconocí vagamente. Era la misma configuración estelar que Aria me había enseñado una noche, bajo los sauces del río a las afueras de la ciudad, cuando el mundo aún parecía sencillo.
—El santuario amplificará su energía residual—explicó Luna, colocando las palmas sobre el mármol. Las runas bajo sus manos pulsaron al ritmo de su voz, como un corazón latiendo en la oscuridad—. Es un lugar de fe, aunque ahora esté en ruinas.
—Pero no hay nadie rezando aquí—objeté, observando cómo la luz azul se filtraba en las venas de Aria, iluminándola desde dentro como una linterna de papel—. La fe se alimenta de devoción, y esto...—señalé las paredes cubiertas de hiedra venenosa—...es un cadáver.
Luna giró hacia mí, sus ojos dorados brillando con una intensidad que cortó mi aliento.
—El tiempo es una ilusión, Ignis—dijo, y por un momento, juré escuchar susurros en lenguas olvidadas resonando desde las paredes—. En lugares como este, las plegarias quedan atrapadas en las piedras. Siempre hay alguien rezando.
El viento silbó entre las columnas, arrastrando consigo el eco de un canto litúrgico. Recordé entonces el Gran Templo de Éxodo, donde me entrenaron: las velas perpetuas, los himnos al amanecer, las manos de Myrna posándose en mis hombros mientras me decía: "La fe no es certeza, Ignis. Es la voluntad de seguir cuando todo se desmorona". Ahora, esas palabras sonaban a burla.
—¿Culpas a tu dios?—preguntó Luna, inclinándose sobre el altar. Su voz era suave, pero había un filo oculto en sus palabras.
—Si existen, son sádicos—escupí, el rencor afilando cada sílaba—. O incompetentes. ¿Qué clase de dios permite que un niño sea devorado por las sombras?
Flashback: El Festival de las Luminarias
El aire olía a miel quemada y crisantemos. Las linternas de papel danzaban sobre el río, llevando consigo los deseos de los huérfanos. Nox corría entre las mesas, su risa tintineando como campanillas. "¡Ignis, mira!" gritó, señalando una linterna que adoptaba la forma de un dragón. Myrna nos observaba desde el pórtico, su rostro austero suavizado por una rara sonrisa.
Todo cambió cuando las llamas se tornaron verdes.
El altar central, tallado con runas de protección, se resquebrajó con un estruendo. De sus entrañas emergió una sombra líquida, serpentina, que se enroscó alrededor de Nox como una raíz venenosa. Grité, corrí, pero las manos de los acólitos me sujetaron. "Es el Elegido", dijeron. "Debe contener al Guardián".
Nox me miró, sus ojos verdes dilatados por el terror, mientras la oscuridad lo consumía. Su último susurro fue mi nombre.
—Te equivocas—dijo Luna, rompiendo el hechizo del recuerdo—. Los dioses no permiten ni impiden. Solo observan. Somos nosotros quienes tejemos el destino con nuestras elecciones.
Apreté los puños, sintiendo las cicatrices en mis palmas donde el fuego de Laplace había dejado su marca.
—¿Y qué elección tengo ahora?—pregunté, mirando a Aria, cuya respiración se hacía cada vez más superficial.
—La misma que siempre—respondió ella, señalando la entrada del templo, donde las sombras del bosque se retorcían como criaturas vivas—. Huir... o enfrentar el eco de tus actos.
Un aullido desgarró el silencio, ancestral y gutural, como si la tierra misma gritara de dolor. No era de lobo ni de viento, sino de algo que habitaba en los pliegues de la realidad. Azazel estaba sellado, eso lo sabía con certeza, pero sus siervos, esas criaturas que merodeaban en los límites de la existencia, estaban cerca.
—Ve—urgió Luna, interponiéndose entre el altar y yo—. Resuelve lo que comenzaste.
Partida
El bosque me recibió con brazos de oscuridad. Los hongos bioluminiscentes brillaban bajo mis pies, marcando un camino que serpenteaba entre árboles cuyas ramas se asemejaban a garras congeladas en el tiempo. El aire espeso olía a tierra fermentada y azufre, y cada susurro del viento llevaba fragmentos de voces perdidas: "Ignis...", "Fracasado...", "Asesino...".
Repetí las palabras de Luna como un mantra: "Ve donde todo inició". Sabía adónde me dirigía: al Orfanato de Myrna, ahora una ruina habitada por fantasmas. Era el lugar donde mi fe se había quebrado, donde Nox se convirtió en un sacrificio, y yo, en un recipiente vacío.
Antes de adentrarme en la espesura, volví la mirada hacia el templo. A través de los vitrales rotos, distinguí la silueta de Luna inclinada sobre Aria, sus manos trazando runas en el aire. Por un instante, juré ver a Myrna en su lugar, sus ojos fríos juzgándome desde el pasado.
—Vuelvo por ti, Aria—murmuré, apretando el puño hasta sangrarme las palmas con mis uñas—. Esta vez, no fallaré.
El bosque se cerró a mis espaldas, y con cada paso, las sombras se hicieron más densas. Algunas se arrastraban por el suelo como gusanos; otras colgaban de las ramas, susurrando promesas en lenguas olvidadas. Sabía que el camino estaría plagado de horrores, pero ya no tenía miedo.
En la oscuridad, el eco de mi fe resurgió, no como una luz, sino como una espada. Y estaba listo para blandirla.
Contenido añadido (Escenas expandidas):
Mientras avanzaba por el bosque, los recuerdos de Nox arañaban mi determinación. Su risa, ahora un eco fantasmal, se mezclaba con los susurros del bosque. Recordé cómo se aferraba a mi manga durante las tormentas, sus pequeñas manos temblando. "¿Me protegerás, verdad?" preguntaba, con ojos llenos de una confianza ingenua. Esa confianza había sido una soga al cuello.
La silueta del orfanato emergió entre la niebla: una estructura esquelética con ventanas tapiadas. La voz estricta de Myrna resonaba en mi mente: "El poder exige sacrificio, Ignis. Incluso cuando te destroza." Ella lo sabía, ¿no es cierto? Sabía que Nox sería ofrecido al Guardián, que mis protestas serían descartadas como debilidad.
Un gruñido bajo retumbó frente a mí. Entre los árboles, un par de ojos ámbar brillaron. La criatura emergió: una bestia delgada y musculosa, con escamas de obsidiana y un hocico goteando ichor. El sabueso de Azazel. Me rodeó, su saliva silbando al caer al suelo.
—Vamos, pues—sisé, con llamas danzando en mis dedos. La cicatriz en mi palma ardía, pero abracé el dolor. Me anclaba.
El sabueso saltó. El fuego brotó de mis manos, envolviéndolo en el aire. Aulló, retorciéndose, hasta que solo quedó ceniza. Pero más ojos brillaron en la oscuridad: docenas, acercándose. Me estaban probando, buscando duda.
Avancé, cada paso más pesado. Las puertas del orfanato colgaban torcidas, sus bisagras oxidadas chirriando al abrirse. El patio era un cementerio de recuerdos: el pozo donde sacábamos agua, el roble que Nox amaba trepar, ahora partido por un rayo.
Dentro, el aire era denso con el olor a podredumbre. Un muñeco infantil yacía en una esquina, sus ojos de botón mirándome con acusación. La cámara ritual en el sótano—donde se llevaron a Nox—abierta como una herida.
Descendí, cada crujido de las escaleras una tortura. Las paredes de la cámara estaban talladas con las mismas espirales que el altar del templo. En el centro, una cadena oxidada yacía enroscada, manchada de negro. Aquí, el velo entre mundos era delgado. Aquí, había suplicado a los dioses que lo salvaran.
Ellos respondieron con silencio.
Una sombra se acumuló a mis pies, tomando forma humana: un reflejo mío, pero con ojos vacíos y una boca torcida en una mueca. "Lo dejaste morir," susurró, con mi voz distorsionada. "También la dejarás morir a ella."
—No—gruñí, las llamas ardiendo en mis palmas—. Primero reduciré este lugar a cenizas.
El doppelgänger saltó, pero mis llamas lo consumieron, esparciendo cenizas. Sin embargo, su risa persistió. "Huye, cobarde. Huye como lo hiciste entonces."
Caí de rodillas, el calor de mi magia chamuscando el suelo. Pero el rostro de Aria apareció en mi mente: su sonrisa al entregarme una flor silvestre, su voz calmándome durante las tormentas. "Eres más fuerte que tus miedos, Ignis."
Apreté el colgante carbonizado en mi cuello—un fénix, su último regalo—y me levanté. Las paredes temblaron mientras mi fuego crecía, purgando la habitación de sombras. Esto no era solo expiación. Era una promesa.
Afuera, la primera luz del amanecer se filtraba entre los árboles. En algún lugar, Aria esperaba. Y esta vez, los dioses me escucharían.