POV Luna
El silencio después de la tormenta siempre huele a mentira.
El aire, aún caliente por el fuego infernal, arrastraba partículas de ceniza que se posaban en mis pestañas como nieve sucia. Aria yacía en el suelo, sus dedos entrelazados con los de Ignis en un gesto tan tierno que dolía mirarlo. La energía divina de la joven seguía brillando en sus venas, pero ahora era un resplandor tenue, como la última chispa de una fogata agonizante. Había usado su esencia como combustible para el ritual, convirtiendo su propio cuerpo en un puente entre lo sagrado y lo profano. ¿Cuánto tiempo le queda?, me pregunté, aunque ya sabía la respuesta: los Santos siempre arden rápido.
—Luna, ¿el sello es seguro? —La voz de Ignis me sacó de mis pensamientos.
Al mirarlo, vi más que al hombre: vi al niño que había sido, al guerrero que se creía mártir, al títere que bailó para un demonio. Sus ojos, dos brasas en un rostro surcado de sangre seca, buscaban una verdad que yo misma dudaba.
—Tan seguro como una granada —respondí, limpiándome las manos en lo que quedaba de mi falda—. Pero tranquilo, no explotará hoy.
Él tragó saliva, su mirada desplazándose hacia Aria. La joven respiraba entrecortadamente, sus labios morados por el esfuerzo del ritual.
—¿Qué hicieron? —preguntó, y esta vez la pregunta era un cuchillo dirigido a ambos corazones.
Abrí el grimorio en la página manchada de sangre de Arkhan. Los símbolos danzaban bajo la luz del amanecer, recordándome noches enteras discutiendo con él sobre la ética de los sellos vitalicios. "No es magia, Luna", solía decir. "Es cirugía cósmica".
—La última vez que los gitanos enfrentamos a Azazel —comencé, trazando un círculo en el aire con el dedo—, tuvimos que aliarnos con la Iglesia. Usamos el corazón de una santa para crear el sello original. —Mis ojos se posaron en Aria—. Ella ofreció lo mismo.
Ignis palideció. Sus nudillos blanquearon al aferrar el brazo de Aria con fuerza suficiente para dejar marcas.
—Tranquilo —murmuró la joven, colocando una mano sobre la suya—. Luna tenía otra alternativa… pero igual siento que voy a morir.
La sonrisa que dibujó fue un fantasma de su habitual determinación. Ignis la miró como si pudiera soldar sus grietas con la fuerza de la voluntad.
—No morirás —dije antes de que él hablara, y por primera vez en décadas, creí mis propias palabras—. Los Santos son como crisantemos: florecen más vibrantes justo antes de marchitarse.
Ignis no respondió. En su lugar, se inclinó para recoger a Aria en sus brazos, moviéndose con la delicadeza de quien carga un vaso de cristal lleno hasta el borde. La joven se aferró a su cuello, enterrando el rostro en su hombro.
Observé cómo él ajustaba su postura para evitar presionar las quemaduras en su espalda. ¿Cuánto dolor está ignorando?, pensé. Su cuerpo era un mapa de heridas: cortes profundos en los brazos, moretones violáceos en el cuello, una pierna que cedía levemente al caminar. Pero sus ojos—siempre sus ojos—delataban que el peor daño no era físico.
—Vamos —dije, señalando los restos humeantes de la caravana—. Quizá quede algún elixir intacto.
Ignis asintió, siguiéndome con Aria a cuestas. Cada paso que dábamos resonaba en el silencio sepulcral del bosque. Las cenizas de mis hermanos se mezclaban con la tierra, creando un mosaico gris que crujía bajo nuestros pies.
Flashback (integrados en la narrativa):
"¡Corre, Luna!" La voz de Marek, mi primer amor, retumbó en mis oídos mientras avanzábamos. Él había muerto así: empujándome lejos de las garras de un demonio menor, sus últimas palabras una orden en lugar de un adiós. Ahora, caminando entre los restos de mi nueva familia, entendí que el universo era un círculo vicioso de pérdidas.
Los carromatos yacían destrozados, sus ruedas pintadas de flores ahora negras por el hollín. Encontré un frasco de vidrio verde semi-entero bajo los escombros de mi tienda. El elixir dentro—un líquido dorado hecho de raíz de dragón y lágrimas de sirena—aún burbujeaba.
—Bébelo —ordené, entregándoselo a Aria—. Te estabilizará hasta que lleguemos a un templo.
Ella dudó, mirando a Ignis.
—Yo estoy bien —mintió él, limpiándole una gota de sangre seca de la barbilla.
—Mentiroso —refunfuñé, arrojándole otro frasco—. Ese es para ti. Huele a podrido, pero te evitará una infección.
Mientras bebían, estudié a Ignis. Su aura, antes manchada de rojo oscuro por Laplace, ahora era un azul turbulento. Culpa. Vergüenza. Arrepentimiento. Lo reconocía porque llevaba décadas viéndolo en mi espejo.
—Perdón —susurró él de repente, rompiendo el silencio—. Intenté alejarme con el grimorio para evitar esto… pero solo traje más muerte.
Sus palabras eran cuchillas. Yo había coreografiado este baile desde el principio: dejé que robara el libro, que siguiera al espíritu de la gitana, que creyera tener el control. ¿Quién era más culpable?
—No te odio —dije, y fue media verdad—. El destino es un tejedor caprichoso. Hoy nos dio a ellos —señalé un collar roto entre las cenizas, perteneciente a Mira, nuestra mejor bailarina—, mañana nos quitará a nosotros.
Ignis siguió mi mirada. Sus labios temblaron al ver el cuerpo carbonizado de un niño bajo los restos de un carromato.
—Ellos no merecían…
—Nadie merece —interrumpí—. Pero ocurre igual. —Tomé su rostro entre mis manos, obligándolo a mirarme—. Ahora tienes una deuda, Ignis. Con ellos. Con ella —asentí hacia Aria, que dormitaba recostada en una roca—. ¿Estás listo para pagarla?
Él cerró los ojos. Cuando los abrió, había una determinación que no vi ni siquiera cuando luchaba contra Azazel.
—Sí.
Escena Ampliada (Simbolismo y Tensión):
Mientras recogíamos suministros, encontré el laúd de Arkhan. Las cuerdas estaban rotas, la madera agrietada, pero guardé el medallón en forma de luna que colgaba del mástil. "Para que no olvides que la música sobrevive a todo", me había dicho el día que me uní a la caravana.
Aria despertó brevemente cuando Ignis la cargó para partir.
—¿A dónde…? —murmuró.
—A donde el destino quiera —respondí, colocando el medallón en su mano—. Pero esta vez, iremos preparados.
Ignis ajustó su agarre sobre ella, sus ojos encontrando los míos. En ese momento, supe que nuestra historia no terminaba aquí—solo mutaba, como las cenizas que alimentan nuevas raíces.
El bosque parecía respirar a nuestro alrededor, como si las cenizas fueran parte de un ciclo mayor. Los árboles, negros y retorcidos, se alzaban como espectros silenciosos. Cada paso que dábamos parecía despertar algo antiguo, algo que observaba desde las sombras.
—¿Crees que Azazel volverá? —preguntó Ignis, rompiendo el silencio.
—Azazel no es el tipo de demonio que se da por vencido —respondí, ajustando el grimorio bajo mi brazo—. Pero el sello lo mantendrá a raya… por ahora.
—¿Y si no es suficiente?
—Entonces encontraremos otra manera —dije, aunque no estaba segura de creerlo.
Aria murmuró algo ininteligible, su cuerpo temblando en los brazos de Ignis. Él la sostuvo con más fuerza, como si pudiera transferirle parte de su propia vitalidad.
—Ella no puede seguir así —dijo, su voz cargada de angustia.
—Lo sé —respondí—. Pero necesitamos llegar a un lugar seguro antes de hacer algo más.
El camino que seguíamos era familiar, aunque todo a nuestro alrededor parecía haber cambiado. Las marcas en los árboles, las piedras dispuestas en patrones específicos… eran señales dejadas por los gitanos para guiar a los nuestros en tiempos de crisis.
—¿Adónde nos llevan estas marcas? —preguntó Ignis, notando mi atención a los detalles.
—A un santuario —expliqué—. Un lugar donde la magia es más fuerte, donde podremos ayudar a Aria.
—¿Y si ya es demasiado tarde?
—No lo es —dije con más firmeza de la que sentía—. No puede serlo.
Caminar entre las cenizas de mi gente me recordó lo frágil que es todo. Los gitanos siempre hemos vivido al borde del abismo, bailando con la muerte como si fuera un viejo amigo. Pero esta vez… esta vez sentí que el abismo nos había alcanzado.
Ignis cargaba a Aria como si fuera lo único que le quedaba en el mundo, y tal vez lo era. Su determinación era palpable, pero también su miedo. El miedo a perderla, a fallar de nuevo. Yo lo entendía demasiado bien.
—¿Crees que podemos vencerlo? —preguntó de repente, como si hubiera estado leyendo mis pensamientos.
—Azazel no es invencible —respondí—. Pero no podemos hacerlo solos.
—¿Y quién nos ayudará?
—El mundo está lleno de aliados inesperados —dije, recordando las palabras de Arkhan—. Solo tenemos que encontrarlos.
Aria abrió los ojos brevemente, mirándonos a ambos con una mezcla de dolor y esperanza.
—No os rindáis —susurró antes de volver a caer en la inconsciencia.
Ignis apretó los dientes, sus ojos brillando con lágrimas que se negaba a derramar.
—No lo haremos —prometió, aunque no estaba claro si hablaba con ella o consigo mismo.
El santuario apareció en la distancia, una estructura antigua cubierta de enredaderas y runas desgastadas. Era un lugar de poder, pero también de sacrificio. Sabía que lo que encontraríamos allí cambiaría todo, pero no teníamos otra opción.
—Prepárate —le dije a Ignis mientras nos acercábamos—. Esto no será fácil.
Él asintió, ajustando su agarre sobre Aria.
—Nada lo es —respondió, y por primera vez, vi una chispa de esperanza en sus ojos.
El santuario nos recibió con un silencio solemne, como si supiera que éramos los últimos vestigios de un mundo que se desmoronaba. Pero también sentí algo más: una presencia antigua, observándonos desde las sombras.
—Bienvenidos, hijos de las cenizas —susurró una voz en el viento—. El verdadero viaje apenas comienza.
Y así, cruzamos el umbral, listos para enfrentar lo que viniera. Porque en un mundo de espejismos, las cenizas son lo único real.