La Sombra del Pasado y la Llama de la Traición

Capítulo 48: La Sombra del Pasado y la Llama de la Traición

Pov: Lucas

Cada mañana, antes de que el bullicio de las misiones infantiles y los gritos de los pequeños en formación se apoderaran del recinto, salía a dar un paseo solitario alrededor de la capilla. Hoy, como en los días previos, el cielo se encontraba encapotado y gris; nubes densas que parecían querer engullir la luz del alba. El clima, frío y melancólico, se fundió con mis pensamientos, y mientras caminaba despacio por los adoquines gastados, recordé que no hay calma en este mundo, ni siquiera en las horas más tempranas del día.

Los jardines que rodeaban la capilla estaban marchitos, con algunas flores que, aún forzadas a florecer, mostraban la lucha constante contra la adversidad. Es en esos instantes, cuando la ciudad aún dormía y el silencio se hacía cómplice de mis dudas, que encontraba un respiro para mis inquietudes. La soledad, aunque a veces amarga, me brindaba la claridad necesaria para enfrentar otro día en este infierno disfrazado de santuario.

Mientras recorría el camino, mi mente se llenaba de pensamientos punzantes.

—Estúpido Vitae.

La palabra resonó en mi interior con la misma amargura con la que mi alma se consumía. Hace tiempo que le pedí a Ignis que se encargara de entrenar a los niños, que les impartiera las habilidades necesarias para sobrevivir en este mundo lleno de sombras y maldiciones. Un favor sencillo, o al menos eso parecía. Sin embargo, el chico, o más bien, ese ser desorientado al que alguna vez llamé mi protegido, apareció apenas una vez y luego se esfumó, dejando tras de sí un rastro de promesas rotas y deudas morales impagables.

No era solo la irresponsabilidad de Ignis lo que me enfurecía; era también mi propia ceguera al confiar en un vitae. Adoptados o de sangre, esos malditos burocráticos se infiltraban en cada rincón del sistema, esparciendo su ideología enferma y corrupta, destruyendo la esencia misma de lo que debería ser la fe. Con el paso de los años, me había convertido en el ejecutor de un destino que no elegí: un sacerdote que, para conservar su lugar en la Iglesia, había tenido que aceptar hacer el trabajo sucio que nadie más se atrevía a realizar.

Mientras mi mente divagaba en un torbellino de recuerdos y reproches, evocaba aquel fatídico día de lluvia. Recuerdo con nitidez cómo un joven Ignis, apenas un adolescente, se presentó en la capilla con el rostro bañado en lágrimas y la determinación ardiendo en sus ojos. El agua corría por sus mejillas, mezclándose con la desesperación de un alma que ansiaba escapar del yugo del Vaticano y, sobre todo, de una familia que lo condenaba al ostracismo. Al principio, descarté sus súplicas como el típico berrinche adolescente; creí que aquel clamor era fruto de la rebeldía, nada más. Pero algo en su mirada me detuvo.

En ese día gris, mientras el viento silbaba entre las viejas columnas de la capilla, nos sentamos a conversar. Recuerdo el temblor en su voz al decirme que quería huir, que necesitaba un respiro de un ambiente que, según él, estaba corrompido desde sus cimientos. La candidez de su ruego, sumada a una especie de osadía que rociaba peligro, me hizo inclinarme hacia él. Moví cielo y tierra, hablé con viejos amigos de confianza, negocié en los rincones más oscuros del poder eclesiástico para conseguirle el puesto de guardián de la nueva santa que la Iglesia acababa de proclamar. El ambiente estaba impregnado de una mezcla de esperanza y oportunismo; en mi mente, ayudar a ese chico significaba redimirme de mis propias faltas y, quizás, renovar la fe perdida en este lugar.

Pero la gratitud, esa virtud tan escasa en estos tiempos, se evaporó en cuanto Ignis obtuvo lo que pedía. Se marchó sin un adiós, sin un "gracias" siquiera. Su partida fue como un puñal en el corazón: un recordatorio constante de que, a veces, los lazos que crees formar se deshacen en un abrir y cerrar de ojos. Y sin embargo, pese a todo, no pude evitar sentirme algo complacido. ¿Acaso no era la ley de este mundo que los débiles huyeran cuando se les ofrecía una mano para salvarles?

La ironía del destino se hizo más evidente años después, cuando, sin previo aviso, Ignis regresó. No con palabras de gratitud ni de arrepentimiento, sino con una mirada helada y una petición que resonó como una condena: encontrar a la directora desaparecida de su antiguo orfanato. No pidió disculpas ni ofreció explicaciones. Simplemente, reclamó mi ayuda como si fuese un simple empleado a quien se le debía un favor. Y yo, a pesar de la rabia que aún anidaba en mi interior, no pude negarme. La determinación en sus ojos, esa misma que me había cautivado en aquel día lluvioso, volvió a imponerse sobre mi juicio. Con reluctancia, acepté otro trato, uno que sabía que estaría marcado por la ambigüedad y el incumplimiento parcial, como tantas veces antes.

Ya en este instante, me encontraba sentado en un banco que miraba de frente a una vieja fuente, justo afuera de la capilla. El murmullo del agua y el crujir del hielo que se formaba en su superficie acompañaban mi soliloquio. El frío caló mis huesos, pero preferí el rigor de la intemperie a la claustrofobia de mi oficina, ese santuario decadente donde se escondía mi botella de alcohol. Por suerte, los niños, en una mezcla de inocencia y picardía, habían escondido ya todo el aguardiente que quedaba en mi despacho. Son buenos niños, pensé, aunque a veces su torpeza me hiciera temer las consecuencias de una inminente abstinencia.

Con una risa amarga, murmuré para mí mismo:

—No soy mejor, ¿verdad? ¿Quién en este infierno de fe y traición puede jactarse de no haberse vendido al diablo?

La respuesta se perdió en el eco de mis propias palabras. Con cada trago que compartí en secreto, con cada misión sucia que acepté en nombre de un bien común distorsionado, mis ideales se diluyeron un poco más. Me había ganado mi lugar en este infierno terrenal, pero a costa de mi alma, y lo que peor de todo es que tuve que entrenar a niños para convertirse en asesinos. Una ironía cruel: formar a los inocentes para ejecutar a los impíos.

El sonido de pasos apresurados me sacó de mis pensamientos. Una voz infantil, tímida pero segura, se abrió paso entre el murmullo del ambiente y me llamó:

—¡Padre!

Levanté la vista y contemplé el rostro de uno de los niños, un muchacho de mirada vivaz y rostro pálido, que sostenía con firmeza un pequeño cuaderno de anotaciones. Me di cuenta de que había llegado con noticias, y al instante mi cuerpo se tensó, consciente de que algo importante se cernía sobre nosotros.

—¿Cómo les fue? —pregunté con voz áspera, tratando de ocultar la intranquilidad que me embargaba.

El muchacho se aclaró la garganta, y sus palabras, elegantes a pesar de la crudeza del ambiente, contrastaron con mi ánimo:

—Logramos descubrir el paradero de Myrna.

Un silencio se extendió entre nosotros. Myrna… El nombre retumbó en mi memoria como un eco persistente de viejas heridas. La joven, que siempre se había mostrado interesada por fuerzas que no podía comprender, había jugado finalmente con un fuego que no podía controlar.

—¿Y? —inquirí, impaciente.

El muchacho continuó, con una mezcla de orgullo y temor en la voz:

—Está gravemente herida. La trasladamos a la casa de un doctor retirado en la ciudad, para que la cuide en absoluta discreción, dada la naturaleza de la misión.

Me invadió una extraña sensación de alivio y pesar a la vez. La discreción, en estos tiempos, era un arma de doble filo. Antes de que pudiera formular alguna pregunta, el niño añadió, casi en un susurro:

—Pero eso no es todo, padre.

Inhalé bruscamente, anticipando lo peor.

—¿Qué es lo que encontraron?

El muchacho bajó la voz, mirando a su alrededor como si temiera ser escuchado:

—En las catacumbas, mientras seguíamos el rastro de la suma sacerdotisa, descubrimos algo… inusual. Una especie de reunión. No fue la típica congregación de herejes o fanáticos desesperados por redimirse. Fue algo mucho más organizado, casi ritualístico.

El ambiente se volvió denso. Sentí cómo mi pulso se aceleraba, y el recuerdo de viejos casos que rozaron lo inexplicable se apoderó de mi mente.

—¿Una reunión de culto? —pregunté, casi incrédulo.

El niño asintió con solemnidad y prosiguió:

—Sí, padre. No era algo que se viera a diario. Había figuras encapuchadas, símbolos tallados en la piedra y cánticos que helaban la sangre. Pero, lo que me dejó sin aliento… —hizo una pausa dramática—, el maestro Ignis estaba allí.

La mención de su nombre me golpeó con la fuerza de un trueno inesperado. Durante años, Ignis había sido una figura enigmática en mi vida; a veces un protegido, a veces un traidor. Verlo involucrado en algo tan oscuro y clandestino iba en contra de todo lo que habíamos creído, de todo lo que, quizás, intentamos reconstruir en este retorcido orden.

Me levanté lentamente del banco, sintiendo el peso de la revelación como una losa sobre mi alma. Las gotas de lluvia comenzaron a caer, disipando por momentos el humo de mis pensamientos, mientras mi mente retrocedía a aquellos días de antaño. Recordé la imagen de un Ignis que, a pesar de su rebeldía, brillaba con una luz casi divina. ¿Qué había pasado con aquel muchacho? ¿Cómo pudo transformarse en algo tan oscuro, tan... perdido?

Mientras caminaba de regreso hacia la capilla, cada paso resonaba con el eco de viejas traiciones y promesas incumplidas. La lluvia, ahora más intensa, parecía purgar los pecados de la noche, aunque dudaba que algo tan sencillo pudiera limpiar mi conciencia. El sonido de mis botas golpeando el empedrado se mezclaba con el murmullo lejano de cánticos, quizá producto del viento, quizá algo más siniestro.

Al llegar a la entrada, encontré a otro de mis aprendices esperando con impaciencia. Se trataba de Elena, una niña de mirada aguda y una valentía inusitada para alguien tan joven. Sus ojos reflejaban una mezcla de inocencia y determinación, como si el peso del mundo ya se posara sobre sus hombros.

—Padre Lucas, tenemos más informes —dijo en voz baja, casi temerosa—. Otros niños han confirmado lo que me dijo el muchacho. Hay murmullos de que el culto se reúne en secreto en las profundidades de las catacumbas, en una cripta olvidada desde hace siglos.

Su tono me dejó helado. El culto… Esas prácticas que siempre parecían pertenecer a leyendas olvidadas, ahora se manifestaban en pleno siglo XXI. Me invadió un torrente de preguntas sin respuesta: ¿Qué buscaban esos fanáticos? ¿Qué conexión tendría con la nueva agenda que la Iglesia había adoptado? ¿Y qué papel jugaba Ignis en todo esto?

Con voz grave y serena, traté de imponer calma, aunque en mi interior se fraguaba una tormenta:

—Dile a los niños que se mantengan alerta. Que registren cada detalle, cada símbolo, cada palabra. Esto podría ser más grande de lo que imaginamos, y necesitamos pruebas irrefutables antes de actuar.

Mientras Elena se retiraba para coordinar con los demás, me quedé unos minutos en la penumbra del vestíbulo, observando las sombras danzantes que la luz trémula de unas velas proyectaba en las paredes. En ese instante, me inundó la sensación de que, pese a mi amarga experiencia, debía actuar. No podía permitir que el pasado se repitiera, ni que Ignis, con quien compartí tanta historia, se hundiera aún más en la oscuridad.

Me arrastré hasta mi vieja oficina, ese refugio desolado donde el alcohol y las memorias se fundían en un torbellino sin fin. Saqué de un cajón un viejo cuaderno; las páginas amarillentas atestiguaban la cantidad de secretos y confesiones que había registrado a lo largo de los años. Repasé, casi sin querer, la crónica de mi relación con Ignis. Cada trazo me recordaba la ingenuidad de aquel joven que, hace tantos años, se presentó ante mí con la mirada suplicante y el alma en vilo. Esa imagen, que en un inicio me llenó de esperanza, ahora era una daga clavada en el pecho.

—Ignis… ¿en qué demonios te has metido? —murmuré mientras deslizaba mis dedos sobre una página que relataba aquel día lluvioso, cuando el destino nos unió en un pacto tácito de redención y traición. La tinta, aún húmeda por el paso del tiempo, parecía gritar con cada palabra: "Esperanza", "desesperación", "falta de fe". Y en ese grito silencioso, percibí una ironía amarga: mientras yo caía en las sombras del alcohol y la resignación, él había optado por un camino que, aunque incierto, le prometía un atisbo de poder y libertad.

La mente se llenó de preguntas. ¿Fue su decisión un acto de rebeldía o una rendición ante las fuerzas oscuras que acechan en los rincones olvidados de la Iglesia? ¿Acaso se había dejado seducir por promesas de un poder prohibido? Las respuestas se me escapaban como humo entre los dedos, y solo me quedó la certeza de que algo muy grave se cernía sobre nosotros.

Decidí que no podía quedarme de brazos cruzados. Con determinación, me puse mi gabardina raída, esa que había usado en tantas noches de vigilia y desesperación. Salí de la oficina y me adentré de nuevo en el pasillo principal de la capilla, donde los ecos de oraciones pasadas y gritos de penitencia se mezclaban en el aire frío. Cada paso me acercaba a la verdad, aunque no estaba seguro de querer conocerla por completo.

Antes de dirigirme a las catacumbas, me encontré con el reverendo Claudio, un hombre de semblante severo y voz ronca, que había sido mi mano derecha en innumerables ocasiones. Su presencia me reconfortaba, aunque también me recordaba que dentro de este sagrado recinto aún había quienes creían en un orden inquebrantable, a pesar de los horrores que nos rodeaban.

—Padre Lucas, he oído rumores —dijo Claudio con cautela, apartándonos a un lado de la capilla para hablar en voz baja—. Dicen que en las profundidades se escucha un cántico, un murmullo de voces que invoca antiguos dioses. Algunos creen que el culto ha despertado fuerzas que deberían permanecer dormidas.

Sus palabras me golpearon con la fuerza de una advertencia ancestral. Asentí lentamente, consciente de que cada indicio confirmaba mis peores sospechas.

—Debemos investigar, Claudio. No se trata solo de un grupo de fanáticos; hay algo más en juego. Y si el sujeto equivocado está involucrado, la traición será mayor de lo que jamás imaginé.

Claudio asintió, y en sus ojos percibí tanto preocupación como resolución. Sabíamos que la Iglesia, con todas sus luces y sombras, ya había atravesado demasiados escándalos; esta nueva revelación podría desatar un caos irreparable. Con un suspiro, me despedí de él y me dirigí hacia la entrada de las catacumbas, un pasaje olvidado que conectaba la capilla con el inframundo de la ciudad.

La entrada era oscura, custodiada por viejas estatuas de mármol que parecían observar con juicio eterno a quienes se atrevían a cruzar el umbral. El aire se volvía más denso a cada paso, y el eco de mis pisadas resonaba como un himno fúnebre. Sentí el peso de siglos de secretos y pecados acumulados en ese lugar, y me pregunté si en algún rincón de aquella penumbra se escondiera la clave para detener este derrumbe moral.

Mientras avanzaba por un corredor estrecho, mi mente divagaba en la noción de la redención. ¿Podría un hombre como yo, condenado a vagar entre las sombras por sus propios errores, encontrar alguna forma de expiación? La respuesta, quizás, estaba en enfrentar al mismo diablo que ayudé a forjar. La imagen de Ignis, aquel muchacho rebelde que se había transformado en el protector de una santa, saltaba en mi memoria con fuerza.

Cada paso me recordaba la ineludible dualidad de la fe: la luz y la oscuridad conviven en un mismo ser, y en ocasiones, es la oscuridad la que prevalece. ¿Qué esperanzas quedaban en un mundo donde incluso la santidad se corrompía, donde los ideales se vendían al mejor postor? Pensaba en la ironía de haber entrenado a niños para ser instrumentos de venganza y, a la vez, haber confiado en un Ignis que prometía romper cadenas para liberarse de su pasado.

Finalmente, llegué a una gran cámara en el corazón de las catacumbas. La penumbra era casi total, rota solo por la luz temblorosa de unas antorchas dispuestas en un círculo ritual. El aire olía a humedad, a muerte y a secretos inconfesables. Con cada latido, mi corazón se aceleraba, presintiendo que estaba a punto de desvelar una verdad que cambiaría mi destino.

Me acerqué sigilosamente, deteniéndome tras una columna carcomida por el tiempo. Desde allí, distinguí siluetas que se movían con lentitud y precisión, como si ensayaran una coreografía ancestral. Los cánticos, suaves al principio, iban creciendo en intensidad hasta convertirse en un clamor colectivo que retumbaba en lo más profundo de mi ser.

En ese instante, mis ojos se posaron en una figura inconfundible. Entre las sombras, casi oculta por el movimiento de la multitud, estaba él: Ignis. Su presencia, tan inusual como perturbadora, desafiaba la realidad. Vestido con ropajes que mezclaban lo sagrado y lo profano, su semblante parecía una máscara de ambivalencia. La luz de las antorchas revelaba en su mirada destellos de la determinación de antaño, pero también la frialdad de quien había transitado por la oscuridad sin remedio.

Mi mente se inundó de recuerdos contradictorios. ¿Era éste el mismo Ignis que un día suplicó por una oportunidad, o la sombra de un hombre perdido en el abismo del poder prohibido? La pregunta resonaba en mi interior, mezclándose con el retumbar de los cánticos. Cada nota de aquella antigua canción parecía dictar una sentencia de traición y redención.

Una voz detrás de mí me sacó de mi ensoñación.

—Padre Lucas, ¿está todo en orden? —preguntó Claudio, que me había seguido en silencio, con la mirada fija en la escena que se desplegaba ante nosotros.

Le asentí con gravedad.

—Hemos encontrado algo que supera todas mis sospechas, Claudio. Ignis… el guardián Ignis está implicado en esto. Y no se trata solo de un culto cualquiera. Hay una fuerza, un propósito oscuro detrás de estos rituales que amenaza con desestabilizar la frágil paz de la Iglesia.

Claudio frunció el ceño, y sus ojos se tornaron en una mezcla de pesar y determinación.

—Debemos actuar, Lucas. No podemos permitir que se siga extendiendo esta herejía. Sin embargo, cuidado… enfrentar a alguien como Ignis, a quien creímos salvar, podría costarnos más de lo que estamos dispuestos a pagar.

Mientras sus palabras se desvanecían en el eco del lugar, supe que la única opción era confrontar la situación de frente. Mi mente se llenó de recuerdos de viejas lecciones, de advertencias que ignoré por orgullo y desesperación. La traición de Ignis, su fugaz gratitud y su retorno sin remordimientos eran cicatrices que ya habían marcado mi alma. Y hoy, al verlo inmerso en un ritual que desafiaba la esencia misma de la fe, entendí que mi deber era actuar, aunque ello implicara enfrentar mis propios demonios internos.

Reunido con Claudio, retrocedimos silenciosamente, alejándonos del epicentro del ritual para trazar un plan. En un susurro, le confesé:

—Esto es más grande de lo que imaginábamos. No es solo un culto; es un movimiento que, de expandirse, podría sumir a la Iglesia en un caos irreparable. Ignis ha tomado un camino del que quizá ya no haya retorno.

La tensión se hizo palpable en el aire, y en cada rincón de mi ser se intensificó la urgencia de actuar. Decidí entonces contactar a unos aliados, viejos compañeros de lucha que aún conservaban la fe y el coraje necesarios para enfrentarse a lo inexplicable. No podía hacerlo solo. La traición, la desilusión y el peso de mis propios pecados me obligaban a buscar apoyo en aquellos que, como yo, habían pagado un precio por creer en un ideal que se desvanecía.

Con el teléfono en mano, llamé a Miriam, una exmonja que se había convertido en mi informante dentro del círculo interno de la Iglesia. Su voz, siempre serena y cargada de un conocimiento profundo de lo oculto, me brindaba la seguridad que tanto necesitaba en momentos de incertidumbre.

—Lucas, ¿me llamas en medio de la noche otra vez? —dijo ella, sin sorpresa en la voz, como si supiera que la oscuridad era mi aliada y mi condena.

—Miriam, necesito que vengas al capellón de las catacumbas. Hay algo que no cuadra, y creo que Ignis stá involucrado en un ritual que podría desatar fuerzas peligrosas —le confesé, sintiendo cómo el peso de mis palabras llenaba el aire.

—Entendido. Estaré allí en breve —respondió, y en su tono percibí una mezcla de preocupación y resolución.

Mientras esperaba su llegada, me recosté en un rincón oscuro, dejando que mis pensamientos se desbordaran en un monólogo interno. Recordé cada palabra, cada gesto del joven Ignis, y la amarga sensación de haber sido testigo de su transformación. La fe, ese pilar que una vez sostuvo mis convicciones, se veía ahora erosionada por la traición y el poder. Me pregunté, en un susurro para mí mismo:

—¿Acaso, en el fondo, todos estamos condenados a caer, a ser víctimas de nuestras propias ambiciones y miedos?

El murmullo del agua y el lejano eco de los cánticos parecían responder con un silencio ominoso. Las sombras se cernían sobre mí, y cada latido recordaba que la redención es un camino incierto, lleno de desvíos y trampas mortales.

Cuando finalmente Miriam llegó, la encontré rodeada de una aura de determinación. Sus ojos, profundos y serenos, se cruzaron con los míos, y sin necesidad de palabras, entendimos que estábamos al borde de un abismo del que no habría retorno. Juntos trazamos un plan para recopilar pruebas, desmantelar la operación y, de ser posible, rescatar al Ignis que una vez conocí. Sin embargo, en lo más profundo de mi ser sabía que la línea entre la redención y la condena era muy fina.

Antes de abandonar las catacumbas, me detuve un momento para observar una última vez el lugar donde Ignis había sido visto. La imagen de su figura, envuelta en sombras y rituales, se grababa en mi mente. ¿Sería este el destino final de un hombre que en otro tiempo prometió cambiar el mundo? ¿O aún quedaría un atisbo de luz en el fondo de aquella oscuridad? La incertidumbre me consumía, pero la obligación de actuar era más fuerte.

Con el plan en mente y el corazón endurecido por las cicatrices del pasado, salí de las catacumbas junto a mis aliados. La noche, ya avanzada, se cernía sobre la ciudad y traía consigo la promesa de una lucha inminente. No había marcha atrás; la traición de Ignis había abierto una herida que se cerraría a sangre y fuego.

Con la determinación de un hombre que ya había visto demasiado para arrepentirse, me sumergí en la noche, dejando atrás la capilla y adentrándome en el laberinto de catacumbas y secretos. Porque en este mundo de engaños y oscuridad, solo la verdad, por dolorosa que sea, puede liberarnos de la condena que hemos forjado.