Capítulo 51: El Banquete de los Pecados
Pov. Vorax
Todo me sale como yo quiero.
El pensamiento se fundió con la calidez de mi bebida. Durante semanas había sentido crecer mi impaciencia, y por fin algunos de mis esbirros se pusieron en contacto con Laplace. Al parecer, el pequeño Ignis no logró mantener la correa de su demonio, y su fracaso resultó tan dulce como amargo. Yo deseaba verlo venir a mí, suplicando que aligerara la carga de arrastrar a un demonio, pero mis planes eran mucho más ambiciosos: mi meta era capturar a Laplace para mis propios fines. Mientras pueda manipularlo y aprovechar su caótica energía, no me importan los medios.
El ambiente en el prostíbulo era un festín de desenfreno. Los sucios pecadores celebraban a mi antojo: billetes volaban a las bailarinas, las copas se alzaban en brindis inmundos y la algarabía se mezclaba con el hedor de la transgresión. Era precisamente esa clase de fiesta la que quería para el mundo: que los pequeños payasos se diviertan sin medida, pues cada pecado que devoro me hace más fuerte. Y, francamente, ¿quién soy yo para negarles sus deseos primitivos?
Sin embargo, para mantener esa celebración perpetua, debía seguir trabajando. Me retiré a mi refugio privado, un santuario alejado del ruido vulgar del mundo, donde podía revisar los expedientes de los inútiles que sirven bajo mi mando. Al abrir la puerta de mi despacho, la estancia se mostró bañada en la tenue luz de una fogata. Los muebles, escogidos con mi inigualable gusto, y los tapices oscuros decoraban el lugar de forma impecable; en mi escritorio, los papeles ya me esperaban, dispuestos con meticulosa precisión para revelar el destino de quienes se atrevieran a desafiar mi reinado.
Con una lectura rápida, varios detalles se hicieron claros: en primer lugar, Ignis se encontraba en el Vaticano, un destino irónico para alguien tan empedernidamente hereje. En segundo, Laplace ya estaba iniciando los preparativos para desatar el caos en la Santa Sede. No podía creer que un demonio, capaz de razonar con sorprendente agudeza, se atreviera a tramar planes tan audaces; sin embargo, esa misma audacia me resultaba enormemente atractiva, pues significaba poder manipularlo para mis fines. Y lo más importante: el informe no mencionaba la presencia de la "santa santurrona" que siempre acompañaba a Ignis. La posibilidad de que Laplace la hubiera eliminado me llenaba de una satisfacción oscura, pues su ausencia abría paso a que el caos se impusiera sin interferencias morales.
Mientras repasaba los informes, mi mente se inundó de una mezcla de deleite y ambición. ¿Acaso el mundo merecía seguir encadenado por dogmas obsoletos y normas que impiden la verdadera libertad? Yo, Vorax, devorador de pecados y arquitecto del desorden, sabía que cada error humano era una ofrenda destinada a alimentar mi poder. Recordé, con una sonrisa cruel, la última vez que Ignis se mostró incapaz de controlar a su demonio, suplicando cambiar sus dulces pecados a cambio de conocimiento.
Me levanté de mi sillón de cuero y me dirigí hacia la ventana. Desde allí, pude observar el mundo exterior: el prostíbulo continuaba sumido en su desenfreno, ajeno a la magnitud del plan que se gestaba en las sombras. Los pecadores, inmersos en su frenético deleite, se entregaban a sus vicios sin medida. Cada billete lanzado y cada copa alzada eran declaraciones de intemperancia que alimentaban mi sed de destrucción y renovación. La decadencia reinante era mi aliada, y yo era el artífice que transformaría esa debilidad en un imperio de caos.
El Vaticano, según los informes, se convertía en el escenario perfecto para mi plan. Laplace, ese demonio rebelde, ejecutaba un plan tan complejo que parecía fusionar rituales ancestrales con una brutalidad inusitada. Los preparativos incluían la manipulación de energías prohibidas y la ejecución de rituales que recordaban a una danza macabra, donde cada movimiento era un preludio del apocalipsis. La precisión de sus acciones era tal que hasta los servidores del mal temblaban ante su audacia, mientras yo, en medio de esa tormenta de oscuridad, me posicionaba como el estratega supremo.
Aun así, mi mente no podía dejar de divagar en torno a la figura de la santa santurrona, ese fantasma del pasado que, con su rígida moral, intentaba redimir a Ignis. Su ausencia ahora se presentaba como una oportunidad perfecta para que el caos se impusiera sin ataduras. La posibilidad de que hubiera sido eliminada —o simplemente irrelevante en el informe— me deleitaba, pues significaba que la interferencia de fuerzas puramente "santas" había desaparecido, permitiendo que el desorden se instaurase con total libertad.
La noche avanzaba, y con ella, mi determinación se consolidaba. Me recosté en mi sillón, rodeado de sombras que danzaban al compás del crepitar de la fogata, y cerré los ojos para dejarme llevar por visiones de un futuro inevitable. En ese sueño despierto, el Vaticano se transformaba en un escenario de fuego y cenizas, donde los gritos de desesperación se mezclaban con el rugido triunfal del caos. Laplace se erguía, no como un mero instrumento, sino como el artífice de una anarquía sublime, y yo, su manipulador invisible, era el benefactor que canalizaba la destrucción hacia un nuevo orden.
Entre mis meditaciones surgieron dudas fugaces: ¿será posible dominar a Laplace sin sucumbir a su naturaleza indómita? ¿Podré, a través de mi influencia, moldear su furia para derribar a mis verdaderos enemigos sin que el caos se desborde? La incertidumbre formaba parte del precio del poder absoluto, pero cada obstáculo era, a mi juicio, una oportunidad para afinar mi estrategia y consolidar mi dominio en este tablero infernal.
No podía esperar más. Con mano firme, ordené a uno de mis mensajeros que estableciera contacto directo con los cabecillas del Vaticano. Ignis había demostrado ser lento y torpe, y el poder clerical debía sentir, de inmediato, la ineludible presencia del desorden. Las órdenes se emitieron con la frialdad de un decreto divino, y en cuestión de minutos, mensajes cifrados confirmaron la inquietud que se extendía en los oscuros recovecos de la institución.
De nuevo, me sumergí en la lectura de documentos. Cada fecha, cada nombre, cada ubicación apuntaba a una convergencia inminente. Laplace se movía como una fuerza letal, y yo me regocijaba ante la idea de ver al mundo arder. La caída de un sistema corrupto, la disolución de mitos y estructuras que habían gobernado a la humanidad durante siglos, se vislumbraba como la victoria definitiva. Mi risa baja y sibilante se perdió entre las sombras del despacho mientras trazaba, con mis dedos ansiosos, el contorno de una carta secreta destinada a sellar un pacto oscuro.
Cada palabra impresa era un fragmento del futuro que yo deseaba construir. Me imaginé en la cúspide del poder, gobernando un reino donde la sumisión se transformara en lealtad forzada y el caos se convirtiera en ley sagrada. Los pecados de los hombres serían mi combustible, y su desesperación, el eco incesante de mi supremacía. ¿No era ese el sueño largamente acariciado? La utopía del desorden se abría ante mí, tan tangible como los informes y tan inevitable como el destino.
Pov. Aria
Tras nuestros agotadores entrenamientos, Luna me pidió que preparara mis cosas para poder emprender el viaje a donde se encontraba Ignis. La gitana, a pesar de ser buena persona, tenía la costumbre de hablar en acertijos y misterios, algo sumamente irritante para mí; pero sus métodos —aunque crípticos— siempre nos habían sido útiles. Nos había ayudado a Ignis y a mí, y a pesar de que la masacre de su pueblo fue, en parte, nuestra culpa, jamás mostró un atisbo de furia. Su estoicismo era, en verdad, memorable.
Luna se encontraba meditando en las ruinas de un antiguo santuario, mientras yo acataba sus indicaciones y me dirigía a los restos de la caravana de gitanos, en busca de cualquier objeto que nos fuera útil. El viento frío me recorría la piel, obligando a que mi energía se mantuviera en constante circulación para contrarrestar el escalofrío; no había señales de animales ni de seres cercanos, como si el mismo mundo intentara ignorar la masacre que habíamos presenciado.
Al llegar, los restos aparecieron en mi visión: cadáveres podridos, cenizas de las tiendas, la tierra agrietada y chamuscada… Todo se mezclaba en mi mente y, casi sin darme cuenta, recordé aquel día. Arkhan suplicaba que restableciera el sello de Azazel para salvar a Luna. Volteé al lugar de su muerte, pero su cuerpo ya había desaparecido; solo quedó la silueta de su forma proyectada contra un árbol, como un espectro.
Me arrodillé y recé para que las almas de aquellos gitanos pudieran descansar en paz. Mi energía se extendió por el claro, y poco a poco, los cadáveres se iluminaron tenuemente con mi poder. La magia corrupta de Azazel aún se aferraba a los restos, pero mi concentración fue suficiente para purificarlos. Sin embargo, durante el ritual, mi conciencia se iluminó con la presencia de una fuente corrupta de poder masivo. Me dirigí al lugar del antiguo sello donde Azazel había estado contenido. Aunque el círculo con runas ya no brillaba con la misma intensidad tétrica, la energía persistente hacía que mi piel se erizara y que mis dedos chisparan al tocar sus límites.
Entonces, lo vi.
El grimorio de Lira.
Luna había dicho que lo había destruido, pero mis ojos me revelaron la verdad: el grimorio, aunque apagado en comparación con antiguas ocasiones, aún resplandecía de forma siniestra. Algo en mi interior me impulsó a tomarlo, como si supiera que aquello era lo que Luna quería que tomara para prepararnos en la inminente ayuda a Ignis.