Lejos del caos del Monte Meru, en las profundidades de la sombría Ciudadela Abismal, el Rey Demonio Ravan se sentaba en su trono de obsidiana. Su figura era colosal, una monstruosa encarnación del poder, velada en un torbellino de oscuridad que parecía viva, susurrando secretos de terror. Sus cuatro cuernos se curvaban amenazadoramente hacia atrás, enmarcando un rostro tan cruel como aterrador. Ojos como lava fundida ardían con malicia implacable, y el mismo aire a su alrededor crepitaba con su furia contenida.
El salón era vasto, iluminado por el resplandor fantasmal de las antorchas infernales alineando las ennegrecidas paredes de piedra. Ancianos y generales de la corte demoníaca se inclinaban en sumisión, sus rostros pálidos de pavor. Ante el trono, el mayor de los reyes demonios temblaba mientras entregaba las noticias.
—Su Majestad... —la voz del demonio vacilaba, cada palabra sentida como una piedra arrastrada sobre el vidrio—. El príncipe… su hijo… él… él está muerto.