La última traición

Eve

No podía moverme.

No podía gritar.

Su peso me inmovilizó, rodillas encerrando mis caderas, manos como bandas de hierro en mis muñecas sobre mi cabeza.

Y esos ojos.

No eran los ojos de Hades.

Eran pozos: escleróticas negras tragando iris sangrientos, ardiendo con algo antiguo, algo cruel. No solo mirándome, sino a través de mí. Piel. Hueso. Pensamiento. Memoria. Como si estuvieran catalogando las piezas de mí, exponiéndolas y desnudándolas.

Un gemido raspó mi garganta, pero nunca llegó a mis labios. Su mano se deslizó a mi mejilla, el pulgar rozando suavemente—demasiado suavemente—la curva de mi rostro.

—No puedes esconderte de mí, Rojo —susurró. La voz era suya. Pero no lo era.

No completamente.

No más.

No con la manera en que se enrollaba en los bordes como pergamino en llamas.

—Incluso en sueños, te encuentro. Especialmente allí.

Su agarre se tensó. Mis huesos lloraron bajo él. Mis muñecas entumecieron.

Y aún su mirada sostuvo la mía, obligándome a mirar.