Desde la oscuridad de lo que antes no existía, en un lugar donde ni la luz ni el tiempo tenían presencia, se alzaba un trono invisible a los ojos mortales.
En él, un ser humanoide de piel negra como la noche sin estrellas, con ojos blancos que penetraban el abismo, y dientes que brillaban con la fría luz de la luna.
Entre sus manos, una esfera de energía pulsaba, una chispa de poder nacida del propio vacío. A su lado, un plebeyo oscuro custodiaba su majestad, una sombra fiel, silenciosa, invisible para cualquiera menos para su amo.
Con un simple movimiento de su mano, el ser borró a su peón de la existencia sin dejar rastro. No era esclavo ni temeroso; era una pieza más en el juego de aquel ser, quien, aunque solitario, poseía capacidades que desafiaban toda comprensión.
Y mientras charlaba consigo mismo, sus palabras resonaban en la nada, como un eco eterno que el universo aún no estaba listo para escuchar.
El ser, sentado en su trono invisible, alzó lentamente la mano y sostuvo la esfera de energía que vibraba en su palma. Sus ojos blancos destellaron con una luz fría y calculadora. El silencio absoluto se rompió con su voz, profunda y resonante, como un trueno que despierta las raíces del universo.
—Yo soy la Nada Absoluta. —dijo, y sus palabras parecían fragmentar el vacío—. Antes de que la luz existiera, antes de que el tiempo marcara su paso, yo era el latido oculto en la sombra. No soy creación ni destrucción, ni siquiera principio o fin. Soy el caos que desafía el orden, la grieta invisible en el muro de la existencia.
Sus dedos se cerraron lentamente sobre la esfera, comprimiéndola hasta que la energía se tornó en un brillo oscuro.
—Los dioses temen mi nombre porque saben que sin mí, su orden es mentira. Sin caos, no hay cambio, no hay evolución, no hay vida que pueda llamarse libre. El equilibrio es una jaula dorada, y yo soy la llave que la abre.
Se levantó del trono con una presencia que hacía vibrar la nada misma. Cada palabra era una llama que podía quemar universos o hacerlos nacer.
—He esperado eones, silencioso, observando las líneas temporales, las marchas de los poderosos, y las máquinas del tiempo. Pero ha llegado el momento. La chispa mortal surgirá en la brecha del tiempo. Un ser, frágil y poderoso, cuyo destino romperá las cadenas del destino mismo.
Pausó, dejando que el vacío tragara sus palabras, haciendo que cada una resonara con peso.
—Y cuando esa chispa despierte, cuando el mortal camine entre divinos y demonios, yo estaré allí. No para destruir… sino para liberar.
Extendió sus brazos al vacío, abriendo las palmas como si tejiera un tapiz invisible.
—Porque sin caos, no hay historia. Sin caos, no hay futuro. Sin caos… no hay vida.
Y con un movimiento suave, la esfera estalló en mil fragmentos oscuros que se disolvieron en la nada, dejando atrás un susurro que parecía prometer tormenta y renacimiento.
Una luz blanca cortó la vasta inmensidad de la nada. Al principio era solo un punto lejano, insignificante… pero creció con rapidez, expandiéndose como una verdad que no podía ser ignorada. La oscuridad, que parecía eterna, comenzó a ceder. No se desvaneció, pero se replegó, como si respetara la presencia de aquel fulgor.
Desde la luminiscencia surgieron tres figuras. La primera, portadora de una presencia que parecía contener toda la existencia en sí misma. A su lado, caminaba un guerrero imponente, de mirada firme y voluntad inquebrantable. El tercero era distinto: su cuerpo era una estructura perfectamente simétrica, pulida, hecha de líneas, engranajes y energía, como si la lógica hubiera cobrado forma divina.
Avanzaron juntos por la nada.
—Este lugar… no tiene forma, ni propósito —dijo el de rostro sereno, observando el vacío que los rodeaba—. Aquí no hay ni tiempo, ni ciclo, ni sentido.
El guerrero a su lado asintió con solemnidad.
—No hay orden. Todo está sujeto a la voluntad de algo sin estructura. Eso no puede prevalecer.
Fue entonces cuando habló el tercero, su voz era perfecta, sin emociones pero cargada de sentido.
—La existencia debe tener parámetros. Incluso el caos necesita límites para no volverse contradicción pura. Si este lugar permanece así… todo lo que nazca aquí será incoherente, errático, inestable.
El ser central levantó una mano y observó cómo su luz empujaba suavemente las sombras a su alrededor. No para destruirlas, sino para entenderlas.
—Entonces la respuesta es clara —dijo—. Debemos crear vida aquí. No como imposición… sino como equilibrio.
Sus palabras no eran una orden. Eran una ley.
—Una chispa. Un ciclo. Una conciencia que pueda sostener ambos extremos… caos y orden. Alguien que nazca desde la oscuridad… pero camine con la luz.No una herramienta. No un esclavo. Sino un ser con voluntad, razón… y alma.
El guerrero cruzó los brazos, firme.
—Y cuando ese ser despierte, necesitará elegir. Entender. Fallar. Aprender.
—Y evolucionar —añadió el de metal—. La creación sin lógica es ruina. La lógica sin emoción… es vacío. Solo un equilibrio puede resistir el peso del todo.
Los tres contemplaron la nada nuevamente.
Silencio. Reflexión. Preparación. Porque la historia aún no comenzaba. Pero la chispa... Estaba por nacer. La luz seguía extendiéndose, ocupando con firmeza el espacio que antes pertenecía solo a la oscuridad. El equilibrio parecía inclinarse. Frente a la inmensidad vacía, los tres seres se detuvieron.
—¿Mi señor Yahvé? —dijo el arcángel con respeto, dando un paso hacia adelante—. ¿Será este el momento de dar inicio a la vida?
El que fue nombrado como Yahvé observó en silencio por unos segundos. Su mirada no era arrogante, sino paciente. Entendía el peso de cada palabra, el valor de cada decisión. Asintió lentamente.
—Miguel… Metatron… ustedes han caminado a mi lado desde los orígenes. Sabéis tan bien como yo que esta nada no puede sostenerse sola. Su esencia debe ser desafiada… dirigida. Y para ello… es necesaria la creación.
Las palabras eran suaves pero firmes, como un tejido divino.
—Aquí, en este rincón de la existencia aún no nacida… forjaremos al primer ser consciente. Uno que lleve en sí la duda, la lógica, la pasión, y la voluntad. Y para equilibrar esa voluntad, debemos nombrar también aquello que no obedece ni forma ni estructura. — Entonces su voz se tornó solemne.
—Karla'k.
La oscuridad se agitó. No como una reacción previsible… sino como si esa palabra hubiera activado algo que siempre estuvo allí, esperando a ser llamado.
Una presencia emergió sin aviso. No caminó, no voló, no llegó. Simplemente ya estaba allí. La sombra se comprimió en forma, y el trono invisible volvió a ser palpable.
El ser de ojos blancos y cuerpo ennegrecido abrió lentamente la boca, mostrando su sonrisa blanca como los ecos del abismo.
—Interesante… —dijo con una voz que no sonaba, sino que ocurría— Así que ese… es tu nombre, Yahvé.
Sus palabras no llevaban burla, sino una curiosidad antigua. Por primera vez, alguien más había pronunciado el nombre que definía su caos. Y por primera vez, Karla’k oía el suyo en labios de otro dios.
—No pensé que lo recordarías —añadió Karla'k, con un brillo de orgullo en los ojos— Es raro encontrar uno de los tuyos que reconozca aquello que está más allá de la creación.
Yahvé lo miró sin temor.
—El caos no debe ser negado… solo entendido. Nombrarte es también aceptar tu existencia. Y sin ti, la creación sería una mentira incompleta.
Karla’k inclinó la cabeza apenas.
—Hmph… digno de mí. Que un dios de luz pronuncie mi nombre por voluntad propia… casi me conmueve. Pero dime, Yahvé... ¿Estás preparado para crear algo que jamás podrás controlar del todo?
La tensión llenó el espacio entre ambos. Yahvé no parpadeó. Miguel se mantuvo firme. Metatron calculaba cada posibilidad sin emitir juicio.
Entonces Yahvé habló, con voz clara.
—No deseo control… deseo propósito. Y para que la vida tenga propósito… debe aprender a caminar entre tú y yo.
Karla'k sonrió. Y por primera vez… no pareció una amenaza, sino una aceptación. La historia estaba por comenzar. Y los nombres ya habían sido pronunciados.
La sonrisa de Karla'k se desvaneció lentamente, como una sombra que se retira ante la luz creciente. Sus ojos, antes llenos de orgullo, ahora reflejaban una chispa fría, casi desafiante.
—No… —dijo con voz firme, profunda, resonante—. No acepto que la creación deba existir. No quiero ser limitado por reglas, por orden, ni por propósito impuesto. El caos es libre porque es sin forma, sin límite, sin condición.
Su cuerpo oscuro pareció expandirse, ocupando más espacio, como si quisiera devorar la luz que les rodeaba.
—¿Por qué habría yo de tolerar que se dé vida a algo que deba rendirme cuentas. ¿Que deba equilibrar mis dominios? ¿Que cargue con la responsabilidad de ser “conciencia” cuando todo lo que soy es la esencia misma de lo impredecible?
La tensión en el aire se volvió casi tangible. Yahvé, con calma, respondió.
—No se trata de rendirte cuentas. Se trata de coexistir. Sin orden ni caos, sin creación ni destrucción… la existencia se derrumba en el vacío.
Karla'k replicó, ahora con un filo que cortaba más que palabras.
—Entonces que se derrumbe. Prefiero la nada absoluta antes que ser encadenado por el peso de un ciclo que no deseo.
Miguel intervino, su voz firme y llena de autoridad:
—El equilibrio no es una cadena. Es el latido que mantiene vivo el cosmos. Sin ese latido, todo se fragmenta. Todo se pierde.
Metatron añadió, con una voz mecánica pero cargada de certeza:
—La creación es lógica. Caos sin límite es entropía pura, destrucción sin fin.
Pero Karla'k ya no escuchaba. Su mirada estaba fija en la oscuridad detrás de ellos, en las sombras que aún dominaban la nada.
—Entonces que la luz avance sola. Yo permaneceré en mi reino. Pero no me esperen allí cuando la creación intente controlar lo que no puede comprender.
Un silencio profundo siguió a sus palabras, como si el universo mismo contuviera el aliento.
Yahvé asintió, sin enfado, sin desesperación. —Entonces que así sea. La creación nacerá… y el caos observará. Ambos necesarios. Ambos eternos. Y de ese choque… surgirá la historia.
Karla’k alzó su mano derecha con lentitud, como si invocara algo que ni siquiera los antiguos dioses deseaban recordar.
Sus dedos largos, oscuros como un abismo sin fondo, se entrelazaron en un gesto complejo. Una energía oscura y cambiante empezó a brotar desde su palma, retorciéndose como un universo que colapsa.
—Si la creación es lo que defienden... —murmuró con voz grave, cargada de desprecio— ...entonces enfrentarán la verdadera forma del caos.
Frente a él, un cubo comenzó a formarse. No era un simple objeto: cada una de sus caras parecía contener galaxias enteras deformadas, principios de la lógica que se quebraban y se reconstruían al mismo tiempo.
Era un cubo de diez dimensiones, una prisión más allá de la comprensión mortal, donde el tiempo no avanzaba de forma lineal, donde los conceptos de arriba, abajo, dentro y fuera no tenían sentido.
—¡Suficiente! —rugió el arcángel Miguel, extendiendo sus alas de luz—. ¡Esto es una ofensa directa!
Pero fue demasiado tarde. El cubo se cerró alrededor de Miguel y Metatron en un parpadeo. Ambos fueron arrastrados en espirales infinitas, sus formas distorsionadas momentáneamente por la lógica fracturada del espacio multidimensional.
Karla'k bajó lentamente su brazo, su rostro tranquilo… pero sus ojos, hambrientos.
—Ustedes hablan de equilibrio, de lógica, de propósito. Pero yo les mostraré que el caos… es superior.
Yahvé dio un paso al frente, su silueta aún bañada en la luz de mil soles.
—Has cometido un error, Karla'k —declaró con una voz que hizo estremecer las capas de la realidad—. No se desafía la creación con violencia sin pagar un precio.
Karla’k no retrocedió. De hecho, su risa resonó como un eco en la oscuridad primordial.
—¿Violencia? No… esto es expresión pura. Esto es libertad.
—Miguel… Metatron… —pronunció Yahvé con solemnidad, mirando al cubo flotante—. Esperen mi señal.
El cubo tembló levemente, como si incluso dentro de su prisión, la fe de los atrapados ardiera como una llama eterna.
La batalla ideológica estaba lejos de terminar. Caos y creación… pronto, no solo hablarían. Lucharían.
Por un instante, todo quedó inmóvil. La nada, rota por la confrontación de ideales, pareció contener el aliento. Y sin embargo, sin un solo aviso, sin gesto previo ni señal perceptible… Ambos desaparecieron.
Karla’k y Yahvé salieron disparados desde sus posiciones como fragmentos de voluntad pura. No fue un movimiento físico. Fue la colisión inevitable de dos principios que no podían coexistir.
Y entonces, en el centro del vacío, se encontraron. Allí estaban. Suspendidos en lo incognoscible. Dos figuras diametralmente opuestas. El dios de la creación y el dios del caos. Sus brazos ya no eran extremidades; eran la encarnación de leyes y contradicciones.
Yahvé, envuelto en un resplandor absoluto, portaba en su puño la fuerza que da inicio a las cosas: la intención de que algo exista, de que algo viva.
Karla’k, recubierto por la sombra de lo inconcebible, albergaba en el suyo el poder de la disolución, la esencia de lo indómito, lo impredecible.
Sus puños colisionaron. No hubo sonido. No hubo luz inmediata. Solo una reacción que desató lo que hasta entonces era imposible.
Desde el punto exacto de impacto, una expansión comenzó a gestarse. Primero, una vibración en la estructura de la nada. Luego, un destello. Una partícula que no existía en ninguna lógica conocida… y luego otra. Y otra.
En segundos que no podían contarse, la energía surgió, danzando como pensamientos recién nacidos. El choque no solo había sido físico. Fue conceptual. Creación y caos mezclándose, arrojando al abismo de lo inexistente una chispa que no podría apagarse jamás. Así nació el principio. Así nació el universo.
Una expansión súbita, incontenible, se desató en todas direcciones. Materia, tiempo, espacio… conceptos que antes no tenían forma comenzaron a moldearse. Desde esa colisión absoluta, el vacío empezó a ceder.
Había ocurrido el Big Bang. Y, en medio de esa expansión furiosa, Yahvé y Karla’k aún flotaban, inmóviles por un segundo eterno, evaluando lo que acababan de liberar. No con sorpresa. No con temor. Sino con la comprensión profunda de que, después de aquello… nada volvería a ser lo mismo.
El vacío absoluto se convirtió en un campo de batalla sin forma ni límite. Allí, en el corazón de lo que apenas comenzaba a existir, Yahvé y Karla’k danzaban en una lucha que ninguna criatura mortal podría entender.
El primero en moverse fue Karla’k. Su brazo derecho, envuelto en oscuridad líquida, trazó un arco vertical descendente hacia el rostro de Yahvé, como si deseara partir su existencia en dos. Pero Yahvé inclinó apenas la cabeza hacia un lado. El golpe pasó de largo, cortando la misma sombra, rasgando leyes que aún no se habían escrito.
Yahvé respondió con una embestida directa. Su puño izquierdo avanzó como una estrella naciente, dirigido al centro del pecho de Karla’k. Este último se deslizó hacia un costado sin mover los pies, como si la realidad misma se inclinara para sacarlo del camino.
Ambos se alejaron al instante, solo para reaparecer de inmediato, intercambiando más de diez golpes en un parpadeo. Puños, codos, filos formados de energía conceptual, cortes con los dedos que separaban existencia de vacío. Ninguno impactaba. Cada ataque, aunque absoluto, encontraba su respuesta. Una esquiva mínima, una rotación del torso, un giro del cuello en el instante exacto.
Uno dominaba la creación con su tacto, el otro descomponía todo lo sólido al tocarlo. Y cada movimiento llevaba siglos de sabiduría y poder contenido.
En medio de ese combate que desafiaba la lógica, muy lejos, dentro del cubo de diez dimensiones, el arcángel Miguel y el dios de las máquinas, Metatron, luchaban contra la prisión que los sujetaba.
—Aun en las dimensiones donde el tiempo no avanza… la voluntad puede hacerlo. —Murmuró Miguel, sus ojos ardiendo con fe y resolución.
La prisión no era solo materia. Era un concepto encerrado: el "confinamiento eterno". Pero el choque de Karla’k y Yahvé estaba afectando todo. El caos y la creación generaban ondas. Fracturas. Y en una de esas grietas, algo surgió. La energía nuclear, que hasta entonces dormía sin nombre, comenzó a girar junto a la energía divina que emanaba del alma de Miguel.
Ambas corrientes se unieron. La energía atómica, precisa y devastadora, y la energía sagrada, infinita y pura. Y donde se unieron, una espada tomó forma. Una hoja blanca y dorada, vibrando con el poder de las leyes aún no escritas.
Miguel la tomó sin temor. —Que la prisión colapse ante el derecho divino de existir —dijo con solemnidad. Y entonces, con una sola estocada, Miguel cortó la prisión de diez dimensiones. El cubo no explotó. Simplemente… dejó de ser.
Miguel y Metatron emergieron de la fractura de realidades. Los ojos del arcángel brillaban como soles nuevos, mientras Metatron, desde su cuerpo de engranajes vivos, comenzaba a analizar las rutas del cosmos naciente.
Frente a ellos, la batalla entre Yahvé y Karla’k aún ardía. Y el universo apenas comenzaba su primer latido. El flujo del combate cesó de repente. Como si el tiempo mismo hubiera contenido la respiración, Yahvé y Karla'k se separaron, flotando a una distancia prudente dentro del vacío recién desgarrado por sus movimientos.
No había viento. No había gravedad. Solo la densidad de dos voluntades absolutas colisionando sin palabras. Sus ojos se cruzaron. Dos miradas que llevaban eras enteras de poder, propósito… y contradicción.
Karla'k fue el primero en hablar. Su voz no se proyectó con sonido, sino con autoridad conceptual:
—Yahvé… un nombre revelado por un siervo. Interesante que permitas eso.
El otro ser, rodeado de una luz que parecía calmar incluso al caos, esbozó una mueca apenas visible. No era burla. Era comprensión.
—Ese… es uno de mis tantos nombres —respondió con calma—. Pero si vas a dirigirte a mí con sinceridad, hazlo como me llamó la primera existencia consciente que me reconoció…
Hizo una breve pausa. Y con una voz profunda, reverberante dentro de las leyes aún no fijadas del cosmos, añadió:
—Llámame Jehová.
Karla'k ladeó ligeramente la cabeza.
Su silueta negra parecía hacerse más densa, como si digiriera la información con lentitud.
—Jehová… —repitió, con un dejo de desprecio y respeto al mismo tiempo—. Extraño que un dios de creación quiera ser recordado.
Jehová asintió con solemnidad.
—Ser recordado no es debilidad. Es el primer paso para la existencia. Y tú lo sabes, Karla’k. Naciste de la misma necesidad que niegas.
Una chispa recorrió la frente del dios del caos. Sus dientes blancos brillaron como cuchillas.
—Yo nací del rechazo. De lo que ni siquiera debió nacer —replicó con firmeza—. Lo eterno no necesita ser comprendido. Solo temido.
Ambos se observaron durante largos segundos. No había palabras vacías. No había odio irracional. Solo determinación.
La de crear. Y la de impedirlo. Jehová flexionó una mano, y detrás de él, la luz empezó a curvarse, generando los primeros indicios de una forma. Karla'k respondió tensando sus dedos, y a su alrededor, la oscuridad comenzó a vibrar con una intención destructiva.
Aquel enfrentamiento no era por dominio. Era por esencia.Quién merecía escribir la existencia. Quién era el verdadero pilar: ¿el orden y la vida, o el caos que siempre ha estado allí?
La batalla no había terminado. Solo estaba comenzando.
Continuará.