Jehová y Karla’k se miraron, sonriendo con firmeza. Ambos sabían que ese era el momento en que todo se decidiría. La energía entre ellos era tan intensa que el aire parecía vibrar. El poder de los dos crecía rápidamente, y estaba claro que lo que venía sería el combate más grande jamás visto.
Jehová levantó sus manos y entrelazó los dedos en un gesto antiguo: el mudra de la creación. Su cuerpo brilló con una luz tan intensa que cegaba. A su alrededor, el espacio se deformó. La realidad misma reaccionaba a su poder. Mundos nacían y desaparecían en segundos, como si él pudiera rehacer todo desde cero.
Karla’k sonrió con malicia. Alzó sus manos e hizo el mudra Ksepana, un gesto que atraía la destrucción y el caos. La oscuridad lo rodeó. El aire se cortaba solo con su presencia. Todo lo que tocaba se rompía o se descomponía. Su poder no creaba... lo transformaba todo en algo peor.
Ambos estaban envueltos por sus energías. Entonces, Jehová gritó con una voz firme:
—¡Creación eterna!
Una ola de luz blanca estalló desde su cuerpo, cubriéndolo todo. En el mismo instante, Karla’k respondió:
—¡Caos eterno!
Su grito trajo consigo una oscuridad inmensa que deshizo todo a su paso. La luz y la oscuridad chocaron. De esa unión nació una esfera: mitad blanca, mitad negra, con dos puntos flotando dentro, como si fueran agujeros en la realidad.
Dentro de esa esfera, los dos liberaron sus verdaderos dominios.
El mundo de Jehová era brillante y lleno de vida. Estrellas nacían, planetas flotaban, y los paisajes cambiaban con su pensamiento. Todo estaba lleno de propósito y armonía. El mundo de Karla’k era distinto: oscuro, roto, con el suelo deshaciéndose bajo sus pies. Sombras sin forma se retorcían. En el centro, un trono hecho de huesos y ruinas lo esperaba. Desde ahí, él controlaba el caos.
En medio de la esfera, ambos dioses se enfrentaron. No era solo una batalla física. Era una lucha entre dos ideas: orden contra caos, creación contra destrucción.
Jehová miró con firmeza a su oponente.
—Este es el fin del caos.
Karla’k soltó una carcajada.
—El caos nunca termina. Es parte de todo.
Entonces, se lanzaron uno contra el otro. La velocidad era tal que solo seres fuera del tiempo podían seguirlos. Jehová se movió como una chispa de luz. Al llegar, su puño brillaba con poder puro. El impacto con Karla’k fue tan fuerte que el universo entero pareció temblar.
Karla’k respondió con su puño envuelto en oscuridad. Cada golpe suyo dejaba cortes invisibles en el aire, como si rajara la misma existencia. Las explosiones sacudían galaxias, y las leyes de la física colapsaban por momentos.
Jehová, sin frenar, creó un planeta gigante y lo lanzó. Karla’k cortó el planeta con un solo movimiento. Los pedazos quedaron flotando un segundo, antes de desaparecer. Jehová concentró su poder en un solo punto. Lo liberó en una explosión que podía destruir varios universos a la vez. Una luz blanca se expandió. Karla’k, rápido, levantó una barrera de oscuridad para detenerla. Parte del ataque fue absorbido. Pero Jehová se adelantó, tocó esa oscuridad y la deshizo con solo rozarla.
Karla’k respondió con su ataque más peligroso. Cientos de cortes invisibles salieron de él desde todas direcciones. Iban tan rápido que nadie podría haberlos visto. Jehová, con su poder de creación, percibió el peligro. Se movió lo más rápido que pudo, esquivando por poco. Aun así, algunos cortes pasaron cerca, rasgando el aire y el espacio.
A pesar del ataque, Jehová no se rindió. Se adaptó. Cambió el espacio a su favor y esquivó los golpes con precisión. Era un baile entre vida y caos.
Entonces, dos figuras cruzaron la esfera.
El arcángel Miguel y Metatrón entraron al campo de batalla, rompiendo la barrera entre los mundos. Se movieron con gran velocidad. Miguel fue directo al costado derecho de Karla’k y lo golpeó con su espada. Metatrón, con fuerza pura, golpeó el lado izquierdo. El sonido de los impactos retumbó por toda la dimensión. Karla’k se tambaleó. Por primera vez, mostró una grieta en su poder.
Jehová no dudó.
Concentró toda su energía en su puño derecho. Una luz blanca cubrió su brazo. No era solo energía, era la esencia de toda la creación concentrada en un solo golpe. Con un grito que hizo temblar todo lo existente, Jehová lanzó su puño directamente al corazón del caos.
El impacto fue brutal. Karla’k recibió el golpe y su cuerpo se estremeció. La grieta se abrió más, y por un momento, el dios del caos pareció desestabilizarse. Entonces, una espada descendió desde lo alto del dominio. No era cualquier espada. Era la espada de Dios, forjada en el principio de los tiempos, cargada con el poder de la verdad absoluta. Su filo cortaba más allá de lo físico, atravesaba el alma misma. La espada atravesó el pecho de Karla’k, partiendo la grieta en dos. El tiempo se detuvo. Karla’k bajó la mirada. La hoja brillaba dentro de él, inmóvil, vibrante. Luego alzó la cabeza lentamente.
Su cuerpo comenzó a regenerarse. La grieta desapareció. La espada fue expulsada por una fuerza oscura que lo envolvió por completo. Un estruendo marcó el fin del dominio. Todo comenzó a colapsar. Estrellas se apagaron. Montañas flotantes cayeron. El campo de batalla se deshizo, reducido a un vacío sin forma. Solo quedaron Jehová y Karla’k, flotando frente a frente, en un mar de silencio.
Jehová lo miró con calma, sin levantar la voz.
—¿Por qué no aceptas que la creación y el caos deben estar juntos?
Karla’k lo observó. Su sonrisa, antes arrogante, se desvaneció poco a poco hasta convertirse en un gesto serio. Bajó la mirada por un segundo, como si pensara en algo que no quería aceptar. Luego volvió a mirar a Jehová a los ojos.
—Porque si lo acepto... entonces dejo de ser quien soy.
Jehová asintió lentamente, sin juicio, solo con comprensión.
—Tal vez ese sea el primer paso para cambiar lo que eres... sin dejar de existir.
El silencio volvió a envolverlos. Ya no se sentía odio, ni gritos, ni explosiones. Solo el peso de dos ideas enfrentadas, compartiendo el mismo espacio. Por primera vez en eras, no eran enemigos. Eran partes de algo más grande.
Jehová y Karla’k se miraron fijamente, sus ojos ardiendo con la certeza de un destino que no podía evitarse. El momento que habían esperado el choque final había llegado.
Sin dudarlo, ambos levantaron sus puños y, con una velocidad que desafiaba toda lógica, lanzaron un golpe directo al rostro del otro.
Para cualquier ser común, esta maniobra sería casi imposible: la probabilidad de que ambos ataques se conectaran al mismo tiempo era prácticamente nula, una de esas chances tan bajas que podrías contar con los dedos de todas tus vidas y aún así sobrarían.
Pero Jehová y Karla’k no eran seres comunes. Su nivel de existencia estaba tan por encima de las reglas normales que, para ellos, la probabilidad no era un número fijo, sino un infinito positivo: un espacio ilimitado de posibilidades donde lo improbable se volvía inevitable.
Sus puños se encontraron en una explosión de energía pura, un choque que hizo temblar no solo el espacio a su alrededor, sino también las leyes que gobernaban la realidad.
El impacto no fue solo físico, fue un choque entre voluntades, entre las fuerzas primordiales que ellos mismos representaban. Era como si el tiempo mismo se detuviera para observar ese instante eterno donde luz y oscuridad se enfrentaban sin ceder ni un ápice.
El sonido del choque reverberó a través de los universos, una vibración que rompía silencios milenarios y despertaba cosas más allá del entendimiento.
Ambos sintieron la fuerza del otro como un fuego que quemaba, pero ni Jehová ni Karla’k retrocedieron. En ese preciso momento, entendieron que no solo peleaban por la victoria, sino por la misma dualidad de la existencia.
Jehová desapareció de la vista de Karla’k en un instante, como si se hubiera vuelto parte del aire mismo. Luego, un sonido inesperado rompió el silencio: un aplauso. Y otro. Y otro más. Tres aplausos resonaron en el vacío.
Era la técnica conocida como Divinos Aplausos, un movimiento tan antiguo y poderoso que nadie, ni siquiera Karla’k, pudo preverlo. Con cada aplauso, Jehová podía teletransportarse a sí mismo o traer a quien él quisiera hacia su lado en un abrir y cerrar de ojos.
De repente, frente a ellos aparecieron el arcángel Miguel y Metatrón, el dios de las máquinas. Sin mediar palabra, ambos atacaron al unísono, lanzando un golpe directo y bajo al pecho de Karla’k. El impacto fue tan fuerte que un eco vibró en la dimensión misma.
Jehová aplaudió una vez más y esta vez su puño comenzó a brillar, pero no con la luz habitual. Era un rojo profundo y vivo, como el latido de un sol en plena explosión. En ese instante, dos energías invisibles e intangibles, la energía atómica el poder fundamental de la materia y la energía divina la fuerza espiritual de los dioses, se entrelazaron en un baile silencioso y perfecto.
Nadie podía verlo, ni siquiera Karla’k, pero esa fusión liberó un potencial que estaba más allá de las reglas conocidas.
En el mundo de los seres divinos, la energía tradicional no funcionaba como en los mortales. Sus leyes se anulaban a sí mismas, y en su lugar se desplegaba un poder puro, el potencial máximo latente que solo ellos podían canalizar sin saberlo conscientemente.
Fue entonces cuando Jehová, también conocido como Yahvé para algunos, lanzó un destello rojo desde su puño y gritó con voz firme pero tranquila:
—¡Ahora!
El puño rojo de Jehová chocó directamente contra el pecho de Karla’k, que no se dejó vencer tan fácil. Con una fuerza oscura, el dios del caos atrapó el brazo de Jehová y lanzó su propio destello rojo en respuesta.
Ambos pulsos de energía, el divino y el caótico, se encontraron con tal intensidad que el espacio entre ellos comenzó a distorsionarse. De ese choque nació algo nuevo: la Lógica dimensional una ley que trascendía el tiempo, el espacio y las dimensiones conocidas.
Lo más desconcertante era que ninguno de los dos combatientes sabía exactamente cómo usaban esas energías tan especiales. Eran como instrumentos tocados por manos expertas sin que ellos mismos fueran conscientes de cada nota que sonaba.
Era un poder antiguo, misterioso, oculto incluso para sus propias mentes divinas. Y en medio de ese choque imposible, la batalla continuaba sin que ninguno cediera, mientras el universo mismo se expande sin fin.
Aquella Lógica dimensional, nacida del choque entre Jehová y Karla’k, no se detuvo tras su creación. Algo había despertado. Esa colisión de fuerzas no solo desató una nueva ley cósmica… sino que le dio vida. La Lógica dimensional, ahora consciente, comenzó a extenderse, como una red invisible que tejía reglas imposibles en cada rincón del vacío. Su mera existencia comenzó a alterar el flujo natural del todo. Las realidades comenzaron a reescribirse sin permiso, y los ecos de sus pensamientos distorsionaban hasta el tiempo.
Jehová y Karla’k lo sintieron al instante. Lo que habían creado no podía seguir libre. Sin decir palabra, se miraron. Ambos sabían lo que debían hacer.
Fusionaron su energía una vez más: la luz divina que regía la armonía y el caos ancestral que desafiaba el orden. Esa mezcla perfecta dio forma a una estructura imposible: un Cubo Divino, una prisión sellada por conceptos en vez de materia, capaz de encerrar hasta una ley viviente.
Con un gesto unificado, encerraron a la Lógica dimensional en el cubo, y sin dudarlo, lo lanzaron lejos del campo de batalla, hacia una región tan lejana del ser que ni siquiera las entidades supremas podrían hallarlo con facilidad.
Pero mientras la prisión desaparecía en el infinito, seis ojos azules lo observaron todo desde las sombras de lo eterno. No pertenecían a una criatura común. Eran antiguos, inhumanos, e inmóviles. Estaban analizando. Esperando.
Lejos, en otro rincón de la creación, Visnu, el preservador, sintió una alteración tan profunda que abrió sus propios ojos cósmicos. No necesitaba verlos para saber: Jehová y Karla’k estaban peleando.
Y estaban creando. Fue entonces cuando, como si el universo respondiera a su voluntad, Jehová y Karla’k lanzaron un nuevo ataque combinado. Esta vez no era solo un golpe: era una acción conceptual, una intención ejecutada a través de todo lo que eran.
La explosión que surgió de sus manos no generó destrucción, sino una expansión. El vacío se llenó con una red de luces y caminos… una nueva estructura. Habían creado lo que ningún otro dios o entidad había siquiera imaginado:
La Laniakea dimensional.
Una red infinita de existencia pura, una constelación más allá del multiverso, más allá de lo narrativo, más allá de las dimensiones. Por primera vez, la dimensión se volvió observable. Podía recorrerse, explorarse, incluso mapearse… aunque sus límites seguían siendo inalcanzables.
Jehová lo observó en silencio. Solo asintió. No necesitaba palabras. Sabía que, desde ahora, todo existiría. Y todo lo que existiera… tendría testigos e espectadores.
Jehová y Karla'k se detuvieron por un breve instante. Ambos sintieron lo mismo: una visión repentina, profunda, atravesando el tejido del tiempo. Fue solo una fracción, un destello… pero suficiente. Vieron la imagen de un joven de cabello castaño, de mirada firme, un héroe destinado a derrocar al mal y al caos. Un símbolo de equilibrio naciente. Jehová sonrió con solemnidad, como si comprendiera que, incluso en medio del combate más alto, la esperanza aún tenía un lugar. Karla’k también lo vio, lo supo, pero no dijo nada. Ninguno lo hizo. Porque sabían que algunos futuros no debían ser hablados.
Sin demora, Jehová blandió su espada celestial, una hoja formada de conceptos puros, y se lanzó con velocidad inconcebible hacia Karla’k. La intención era clara: cortar su cabeza de un solo tajo. Pero el dios del caos actuó en sincronía con la amenaza. Abrió una pequeña herida en su propia mano, de la cual brotó una sangre espesa y verde, como si hirviera con una vida ajena al cosmos.
En el instante exacto en que la espada descendía, Karla’k se movió con precisión caótica, esquivando el filo y colocando su palma directamente sobre el brazo de Jehová. La sangre verde tocó su piel divina. Y allí ocurrió lo impensable.
La zona de contacto se ennegreció al instante, como si un fuego conceptual la hubiera devorado por dentro. Una quemadura negra, profunda e irreversible, quedó marcada en el brazo de Jehová, no por calor, sino por una corrupción antigua: el veneno del caos absoluto.
Ni la espada, ni el poder de los cielos, ni la pureza de la creación pudieron evitarlo. Karla’k había dejado su huella. El combate apenas había comenzado. Y el equilibrio del todo ya temblaba.
Jehová miró fijamente a Karla'k, y Karla'k le devolvió la mirada con igual intensidad. Eran reflejos opuestos: vida y muerte, orden y caos, creación y destrucción. Dos fuerzas absolutas que, con solo verse, hacían temblar todo lo que existía. En ese instante, sus energías fueron tan puras y directas que ambos destruyeron el concepto mismo de la casualidad. Nada volvió a ocurrir por azar. Pero antes de que el equilibrio se perdiera por completo, Jehová estiró su mano y, con su voluntad, volvió a crear la casualidad, restaurando ese elemento del universo como si tejiera hilos invisibles en el aire.
Fue entonces cuando el arcángel Miguel y Metatron, el dios de los robots, descendieron como dos rayos. Su presencia dividió el aire, y juntos lanzaron un ataque directo contra Karla'k. La energía combinada de ambos impactó en el pecho del dios del caos, que se vio obligado a recibir el golpe, distraído por la explosión de poder. Era la oportunidad perfecta.
Jehová salió disparado como un relámpago de luz, su espada divina brillando con una intensidad abrumadora. El corte iba dirigido al cuello. Karla'k reaccionó lanzando un golpe con su puño, pero Jehová dio un salto hacia arriba, quedando justo por encima de él, giró su espada entre sus manos con precisión total y descendió con un tajo certero. La espada cortó el cuello de Karla'k con fuerza suficiente para separar su cabeza del cuerpo.
Pero no terminó ahí. Karla'k, incluso decapitado, sostuvo su propia cabeza con una mano, impidiendo que cayera. Entonces, Jehová activó una técnica antigua y poderosa: la serie de cortes divinos. En un segundo, su espada se movió con tal velocidad que los ojos mortales jamás podrían seguirla. Cada corte era una línea perfecta de energía pura. Uno tras otro, cortó a Karla'k en pedazos: brazos, piernas, torso, hasta que su cuerpo fue completamente dividido.
Sin embargo, entre los restos mutilados, el único ojo de Karla’k seguía abierto… y brillaba.
A través de ese único ojo, Karla’k activó un portal extraño. No era un portal normal, era un agujero de gusano comprimido en el tamaño de una pupila. A través de él, Karla’k envió su conciencia al futuro, en busca de un ser que pudiera poseer, alguien fuerte, alguien útil. Su plan era claro: regresar con un nuevo cuerpo, más preparado, y destruir la vida desde sus cimientos.
Jehová, viendo esto, no lo permitió. Sabía que Karla'k aún podía regenerarse si su esencia no era destruida por completo. Así que cargó una enorme cantidad de energía divina, mezclada con partículas que desintegraban no solo materia, sino también ideas y conceptos. Lanzó el ataque con un rugido silencioso, y toda la zona fue envuelta por una explosión de luz blanca y dorada que lo consumió todo. Cuerpo, energía, conexión… todo fue desintegrado hasta el último rastro. O al menos, eso creyó. Porque en el rincón más profundo del futuro, algo aún se movía.
Jehová hizo desaparecer su espada con solo un pensamiento. La hoja divina se desvaneció como polvo de luz entre sus dedos. Él se quedó flotando en el aire, suspendido en ese silencio cósmico, mientras a su lado lo acompañaban Metatron, el dios de los robots, con su cuerpo metálico repleto de símbolos vivientes, y el fiel arcángel Miguel, aún con su espada en alto, cubierto por un brillo dorado. El combate había terminado… por ahora. Los tres observaban el horizonte, como si sintieran que algo aún no estaba del todo sellado.
Entre las sombras más profundas de ese plano donde incluso la luz tenía miedo de entrar, unos ojos celestes se abrieron, fríos como el vacío estelar. Una figura femenina se deslizó entre los restos de energía desbordada, sin emitir sonido alguno. Su cabello amarillo resplandecía débilmente, en contraste con la túnica oscura que la cubría por completo. Su presencia no rompía el equilibrio... lo tensaba.
Se mantuvo inmóvil, observando desde lejos. No fue vista. No hizo ruido. Pero su mirada era tan aguda que parecía atravesar los pensamientos de los tres seres frente a ella.
En su mente, su voz sonó como un eco suave, contenido, pero peligroso.
—Así que este… es el Dios que rehace conceptos… —pensó, entrecerrando los ojos al mirar a Jehová—. Y ese otro… el guardián de las máquinas... curioso, pensaba que solo eran cuentos.
Hizo una pequeña pausa, sin moverse. Sus dedos rozaron una joya colgando de su cuello, una gema azul que latía como si tuviera corazón propio.
—Y él... el general de alas doradas. El que corta sin dudar, sin preguntar… Miguel. Qué interesante formación.
La brisa divina que flotaba tras la batalla hizo temblar los bordes de su túnica, pero ella no se inmutó. Observaba como si midiera. Como si pesara el valor de esos tres titanes frente a ella. Como si su presencia no fuera casual, sino inevitable.
—Ahora entiendo por qué todos los ojos se giraron hacia este plano… No es solo una guerra, es la antesala de algo más grande. Mucho más grande…
Entonces sonrió, apenas. Una curva diminuta, apenas perceptible.
—No es tiempo aún. No todavía. Pero me pregunto… ¿cuánto durará su equilibrio antes de que alguien lo rompa?
Dio un paso hacia atrás, fundiéndose de nuevo con las sombras que parecían obedecerle. Y se desvaneció. Pero el aire, aunque en calma… ya no era el mismo.
Fin.