Episodio 2: Los Reinos de Karla'k

Antes de la llegada de un dios, un ángel y un dios robótico… antes de que cualquier otra existencia reclamara un lugar en la realidad, él ya estaba allí. Karla'k. El caos mismo. El concepto puro del desorden. No nació, no fue hecho, simplemente era. Sin principio ni final. Ajeno a toda lógica, fuera del tiempo, sin cadenas que lo definieran.

Pero un día, por razones que ni siquiera él podía explicar, Karla'k sintió algo. No era hambre, ni ira, ni miedo. Era algo diferente. Un deseo. ¿Diversión? ¿Curiosidad? ¿Orgullo? Tal vez. Tal vez solo quería ver si podía crear algo… como una burla al orden. O tal vez, en algún rincón torcido de su existencia, quería ser adorado.

No tenía sentido. Nada de lo que hacía lo tenía. Pero eso no lo detuvo.

Karla'k alzó una de sus garras y la pasó por su propio pecho. La piel se rasgó como si el universo se abriera. Una gota de sangre, densa como la oscuridad, cayó al vacío. Un pedazo de su carne se desprendió, retorciéndose en el aire como si tuviera vida propia.

Con sus manos, el dios del caos juntó ambos fragmentos. Sangre y piel. Dos partes de él mismo. Luego cerró los ojos o lo que fuera que usaba para ver y canalizó todo lo que era: el caos, la destrucción, el desorden. Todo su poder. Intentó moldear vida.

El vacío tembló. Las grietas del no-espacio se abrieron. Las energías sin nombre se mezclaron en un torbellino brutal. Karla'k apretó su creación con fuerza, deformándola, empujándola a existir. No seguía reglas. No había un plan. Solo caos guiando caos.

La forma comenzó a tomar cuerpo. Algo parecido a un ser se formó en sus manos. No era perfecto. Ni hermoso. Era crudo, inestable, como un pensamiento incompleto.

Karla'k lo observó en silencio. No dijo nada. No sonrió. Solo lo miró. Y por un instante, el caos mismo contuvo el aliento.

Karla'k miró fijamente el cuerpo de esa pequeña criatura que había moldeado con sus propias manos. No era perfecta, pero tenía vida. Su forma era humanoide, con un cuerpo completamente negro, ojos blancos que brillaban en la oscuridad y dientes afilados, semejantes a los de un humano.

Había logrado crear vida, aunque no era una vida común. Konan, como lo llamaría Karla'k, era parte carne, parte concepto, un ser nacido del caos mismo.

Karla'k inclinó la cabeza y habló con voz grave, cargada de poder y solemnidad:

—Te llamarás Konan. Serás mi creación, mi heredero y la semilla de lo que vendrá.

Konan abrió los ojos, aún inestables, como si estuviera despertando de un sueño profundo. Pero en ellos ya brillaba la esencia del caos, la chispa de su origen.

Así nació Konan, el primero de una nueva raza, forjada por el dios del caos, listo para llevar su voluntad al universo.

Karla'k se levantó con lentitud. Observó el espacio vacío a su alrededor y extendió las manos. Bloques oscuros empezaron a flotar desde la nada, uno por uno, colocándose con orden dentro del caos. Estaba construyendo su primer Reino, su hogar, su dominio.

Todo era negro, como el abismo más profundo, pero no carecía de luz. Karla'k colocó energías caóticas en distintas partes del Reino, como si fueran focos vivos. Brillaban con colores cambiantes, vibrantes, distorsionados. Eran luces que no seguían lógica, pero iluminaban lo suficiente.

Mientras trabajaba, Karla'k cerró los ojos un momento. No por cansancio, sino por satisfacción. Su Reino estaba tomando forma.

Y cuando abrió los ojos nuevamente, se encontró con una sorpresa.

Konan, su creación, ya no era pequeño. Había crecido hasta alcanzar la misma altura que él. Su cuerpo brillaba levemente con las energías caóticas que lo rodeaban, y sus ojos blancos lo observaban con curiosidad... y conciencia.

Por primera vez, Konan habló. Su voz era profunda, como el eco del vacío, pero cargada de una inocencia recién nacida.

—¿Puedo hablar contigo… creador? ¿Puedo hacer preguntas?

Karla'k lo miró en silencio por unos segundos. No se esperaba que su creación pensara por sí misma tan pronto, pero eso lo hizo sonreír.

El caos no siempre era destrucción. A veces, era la chispa de algo inolvidable.

Karla'k respondió sin pensarlo mucho, pero con una solemnidad que solo el caos mismo podía cargar.

—Es un rotundo sí.

Su voz resonó como si mil ecos hablaran a la vez, pero cada uno decía lo mismo: sí.

—Desde ahora serás mi mejor amigo —dijo con una extraña calidez dentro del vacío absoluto—. Aunque podría parecer tu dios… incluso un padre para ti, no busco que me veas así por obligación.

Karla'k dio unos pasos hacia Konan, observándolo con sus ojos eternos que no mostraban tiempo ni edad.

—Pero necesito saber algo.

El silencio del Reino recién creado parecía detenerse.

—¿Ayudarás a tu rey y dios?

No había exigencia en su tono. Era una pregunta genuina. Caótica, sí, pero sincera. Karla'k no quería un sirviente ni un esclavo. Quería un aliado, alguien que eligiera estar a su lado... aunque fuera moldeado por su propia carne y poder.

Konan levantó la mirada, y por primera vez, el caos y la vida se miraron de igual a igual.

Karla'k no esperó una respuesta inmediata de Konan. En lugar de eso, levantó su brazo una vez más.

Miró la palma de su mano y, sin dudarlo, repitió el acto. Se hizo un corte, no por dolor, sino como una ofrenda de sí mismo. Una nueva gota de sangre cayó, y un pedazo de su piel fue arrancado. Esta vez, Karla'k no solo moldeó una forma... moldeó muchas.

Una a una, con sus manos oscuras y llenas de caos, formó figuras parecidas a Konan. Algunas con rasgos femeninos, otras masculinos. Todas con cuerpos oscuros, ojos blancos, bocas humanas llenas de dientes perfectos. Eran parte carne, parte concepto. No eran solo criaturas, eran extensiones del caos que habían recibido una forma… y ahora, vida.

Cada uno de ellos abrió los ojos al nacer. No lloraron, no gritaron. Simplemente existieron.

Karla'k los miró desde arriba, con una mezcla de satisfacción y curiosidad.

—No serán copias... —murmuró—. Cada uno llevará su camino, pero todos sabrán que yo los creé. Yo, Karla'k, su origen, su caos, su raíz.

Konan observó en silencio mientras sus hermanos y hermanas aparecían uno a uno. Todos distintos, todos únicos, pero conectados por el mismo caos, por el mismo creador.

Karla'k se sentó en un trono que se había formado solo, como si el reino respondiera a sus emociones. Entonces levantó su voz por encima del vacío:

—¡Sean bienvenidos! ¡Hijos del caos, nacidos de mi sangre y mi carne! ¡Este reino es su hogar! ¡Y yo soy Karla'k, su rey y su guía!

Las criaturas se inclinaron. No por obligación, sino por instinto. Así, el primer pueblo del caótico nació, y Karla'k, el primigenio, no estaba solo.

Pasaron los días... al menos, eso creyó Karla'k.

Para él, el tiempo no tenía peso, no importaba. Era un dios antiguo, primigenio, nacido antes de los relojes, de los ciclos, de los amaneceres. Pero para sus creaciones, aquello que él llamó "hijos", los días fueron años, y los años se volvieron generaciones de pensamientos, cambios y aprendizaje.

Mientras Karla'k contemplaba su reino desde el trono oscuro, observaba con una calma que sólo el caos podía dar. Sin embargo, bajo su mirada, algo más estaba ocurriendo.

Konan y los demás no eran estatuas. No esperaban órdenes. Empezaron a hablar entre ellos, a pensar, a organizarse. Sin que él lo planeara del todo, un pequeño sistema surgió: acuerdos, responsabilidades, ideas. El caos había sembrado una chispa de orden, no por error, sino por la complejidad natural de la vida misma.

Karla'k lo notó y no lo detuvo. Lo observó con cierto orgullo silencioso.

—Curioso... —murmuró—. Les di caos, y con él crean sus propias reglas. No para negarme, sino para sostenerse entre ellos.

Al cabo de ese "breve" tiempo, que para él fue un pestañeo y para ellos toda una era, algunos ya comenzaban a destacar entre los suyos. Konan era uno de los más escuchados. Su voz no era impuesta, pero tenía peso. Otros empezaban a formar ideas propias sobre cómo expandir el reino, cómo protegerlo, cómo mejorar lo que tenían.

Karla'k, desde lo alto, no se sentía amenazado. En su interior, sentía algo parecido al respeto. Había creado seres vivos por capricho... y ahora lo admiraban no sólo por ser su dios, sino porque él les había dado algo más importante: la posibilidad de ser.

—Así es como nace un pueblo... —dijo, mientras su voz se extendía por todo el reino sin necesidad de gritar—. Ustedes no son esclavos. Son parte de mí, pero no están encadenados a mí. Si se mantienen fieles al caos, yo estaré con ustedes.

Y con esas palabras, Karla'k comprendió algo inesperado: había dado vida, y con ella, había creado una historia.

Konan sentía algo dentro de él. Un cosquilleo en las manos, una presión en el pecho… no era miedo, era deseo. Deseo de saber si podía luchar. No contra sus hermanos, no por rabia, sino por instinto. ¿Sería bueno peleando? ¿Sería digno de haber sido creado por Karla'k?

Frente a una llanura vacía del reino, Konan adoptó una postura de combate. Estaba nervioso, su cuerpo temblaba ligeramente. No sabía si era por la emoción o por el respeto que sentía hacia su creador. Entonces, la energía en el aire cambió.

Karla'k apareció. No hizo ruido, no generó impacto. Simplemente estaba ahí, de pie, con su presencia imponente, acompañado por una figura femenina que irradiaba fuerza.

—¿Quieres probar tus límites, Konan? —preguntó Karla'k con esa voz profunda, pero calma, que parecía surgir desde todas partes al mismo tiempo.

Konan bajó un poco la guardia, sorprendido. Asintió sin decir palabra.

—Entonces permíteme ayudarte —añadió Karla'k—. No tengo tiempo… pero te lo daré.

A su lado, la mujer dio un paso al frente. Sus botas resonaron con firmeza. Su cabello rojo oscuro parecía arder bajo las luces caóticas del reino, y sus ojos mostraban determinación. Portaba una espada en la espalda, pero no la desenfundó.

—Ella es la General Escarlata —anunció Karla'k—. La forjé con caos, acero y disciplina. Es una guerrera que domina tanto el filo como sus propios puños. Comanda a muchos de tus hermanos en el ejército del caos, y tiene voz entre los líderes del reino. Hoy será tu oponente, pero también tu guía.

Konan tragó saliva. Se colocó otra vez en pose de combate. Escarlata sonrió levemente. No era una sonrisa cruel, sino una que reconocía la voluntad del muchacho.

—Vamos, Konan —dijo la general—. Enséñame lo que has aprendido con tu cuerpo. No me subestimes, pero tampoco te subestimes a ti mismo.

Karla'k observaba desde lo alto, cruzado de brazos. No intervendría. No esta vez. Quería ver si su primera creación… tenía alma de guerrero.

El primer combate en la historia del Reino del Caos no fue entre enemigos, sino entre maestro y discípulo. Konan y la General Escarlata se enfrentaban bajo la atenta mirada de Karla'k, pero en su mente, el dios del caos viajaba brevemente al pasado. Solo unos días para él… pero años enteros para Escarlata.

Recordaba con claridad el momento en que ella, aún inexperta, quiso demostrar su valía. En aquel entonces, Karla'k decidió probar su espíritu.

—Atácame —le había ordenado sin rodeos.

Ella obedeció. Con una espada simple en las manos y el cuerpo tembloroso, cargó hacia su dios. Su corte fue firme, directo, sin adornos. Una estocada desesperada por demostrar algo. Pero no fue suficiente.

En un movimiento silencioso, Karla'k transformó su mano en una hoja de caos, oscura y agrietada, como forjada con todo lo impredecible del universo. Con un solo gesto, detuvo el ataque. El sonido fue sordo, pesado. La espada de Escarlata se agrietó al instante.

—Mejora —fue todo lo que dijo Karla'k, con una voz tan densa como el mismo caos.

No hubo burla, ni ira, ni desprecio. Solo un mandato, uno claro y absoluto.

Desde entonces, Escarlata entrenó sin descanso. Cada golpe fallido, cada corte mal dirigido, cada caída… la empujaron a ser más fuerte. Porque Karla'k no exigía perfección, exigía avance.

Y ahora, años después para ella y apenas días para su creador, estaba allí, frente a Konan, preparada para probar si él también podía crecer.

Karla'k volvió al presente. Observó los movimientos iniciales del combate con interés. No solo veía dos cuerpos midiendo fuerzas… sino dos voluntades formándose en el fuego del conflicto. Era el inicio de una historia más grande, y él lo sabía.

La tensión flotaba en el aire. Konan, con nerviosismo, adoptó una postura defensiva. No sabía qué esperar de la general Escarlata, pero sí sabía que no quería decepcionar a Karla'k.

Entonces se lanzó. Con una velocidad inesperada, se abalanzó hacia el rostro de la general, buscando sorprenderla con un golpe directo. Sus movimientos eran impulsivos, nacidos del instinto más que del entrenamiento. Aun así, tenían fuerza, una energía salvaje que Escarlata reconoció al instante.

Pero no fue suficiente. Con un paso veloz y un giro bajo, la general se deslizó bajo el ataque como una sombra entrenada en siglos de batalla. En una fracción de segundo, tomó el brazo de Konan con fuerza, girando sobre su eje mientras lo levantaba del suelo invisible que sostenía ese reino forjado en caos.

—¡Hraaa! —exclamó con fuerza, al lanzarlo hacia abajo.

El cuerpo de Konan impactó con el suelo negro, y en lugar de caer con peso, quedó flotando, suspendido en el vacío oscuro del reino. Su respiración era agitada. Su mirada, sorprendida. No lo vio venir.

Karla'k observó todo en silencio, con los ojos brillando levemente. No intervino.

Konan flotaba, apenas consciente, mientras su cuerpo se reacomodaba del impacto. La general Escarlata lo observó unos segundos más, en silencio. No era crueldad lo que lo había derribado, sino enseñanza. Con suavidad sorprendente para una guerrera como ella, lo cargó en su espalda y caminó sin palabras hacia uno de los lugares de reposo cercanos al campo. No lo regañó, no lo alabó. Solo le dio descanso.

—Mejora —repitió para sí, como un eco del pasado.

Mientras tanto, Karla'k había regresado al corazón de su creación. Aquel palacio oscuro, tallado con caos mismo, lo recibió sin decir nada. Se sentó en su trono hecho de fracturas del universo y pensamientos rotos. El silencio reinaba.

Por un momento, solo por uno, Karla'k pensó.

Pensó si valía la pena continuar.

Ese reino era suyo, fruto de un capricho… o quizás de una necesidad aún no comprendida. ¿De verdad quería continuar con ese lugar? ¿Invertir su esencia, su poder, su voluntad, en mantener una creación que quizá no resistiera el paso de los verdaderos eventos del cosmos?

"Podría guardarlo", pensó. "Encerrarlo en una dimensión secundaria… imperceptible. Que nadie lo vea. Que nadie lo toque. Que permanezca latente, dormido."

A su alrededor, el trono crujió levemente. El caos nunca era completamente estático. Aun así, Karla'k no tomó una decisión inmediata. Solo cerró los ojos por unos segundos.

Quizás no era el momento de decidir. O quizás, lo sabía desde siempre… pero necesitaba ver si su primera chispa, Konan, podría volverse fuego.

Y si ese fuego sería suficiente para iluminar el reino… o para consumirlo.

La oscuridad del palacio se mantenía inmóvil, como si el caos se hubiera contenido, obedeciendo el silencio del trono. Karla'k seguía con los ojos cerrados, sin moverse, apenas respirando, si es que podía llamarse respiración a la existencia misma de una entidad como él. Su mente, compleja y fragmentada, no dejaba de debatirse entre avanzar o desaparecer. Hasta que escuchó pasos.

Firmes, rectos, conocidos.

La general Escarlata entró con la misma determinación de siempre. Su presencia, aunque silenciosa, era imposible de ignorar. Se detuvo a unos pasos del trono, donde solo las voces importantes eran escuchadas.

—Karla'k —dijo, sin temor, sin adornos. Su voz era grave y firme como la roca, pero cargada de respeto.

Karla'k abrió los ojos lentamente. No había sorpresa en su mirada, solo un suspiro suave que atravesó el aire denso.

—Escarlata… —murmuró, con una calma inquietante—. Pensaba en irme.

Ella frunció levemente el ceño, pero no dijo nada. Él prosiguió.

—Este reino… —miró a su alrededor con cierta nostalgia—. Lo hice por curiosidad, por deseo, por algo que no sé si entiendo todavía. Lo construí con mis manos, con caos puro. Pero no estoy hecho para quedarme… no del todo. Quiero dejarlo atrás.

Escarlata dio un paso más cerca.

—¿Lo vas a destruir?

Karla'k negó con suavidad.

—No. No aún. Pensé en guardarlo, encerrarlo en una dimensión que nadie pueda tocar… pero hay otra opción. Quiero dárselo a alguien. A alguien que lo valore, que lo comprenda, que lo defienda… incluso de sí mismo.

Su mirada se posó en la general con intención clara.

—Y pensé… tal vez tú.

Karla'k se levantó de su trono. La oscuridad a su alrededor pareció estremecerse ante su movimiento. Era raro verlo de pie sin propósito, pero esta vez había uno.

La general Escarlata se mantuvo firme, aunque sus ojos delataron un leve asombro. Sabía que Karla'k no se alzaba por cualquier motivo.

—General Escarlata —dijo él, su voz resonando como un eco antiguo que atravesaba el tiempo y el vacío— Te forjé con poder, con intención… y con el caos que fluye en mí. Has sido leal, justa, fuerte, y aunque tu fuerza no iguala la mía… tu juicio, tu temple y tu espíritu son más estables que los míos.

La general no dijo nada aún. Escuchaba, atenta, sin interrumpir.

Karla'k bajó del trono y se colocó frente a ella. Alzó una mano, y el aire tembló. El trono un bloque de oscuridad pura, se dividió en líneas de energía caótica que flotaron alrededor de ambos. Luego, se rearmó lentamente, más pequeño, más adecuado para alguien que aún podía caminar entre mortales y soldados.

—Este reino necesita a alguien que lo guíe. Que entrene a los nuevos. Que vigile las fisuras del caos… y lo mantenga vivo, aunque yo me ausente.

Puso una mano sobre el hombro de Escarlata. Un gesto raro, casi humano.

—Por eso, te lo ofrezco. No como obligación… sino como herencia. Como símbolo de confianza.

Guardó silencio unos segundos, luego preguntó con seriedad:

—¿Aceptas ser reina de este reino, señora del caos menor y guardiana de todo lo que aquí existe?

La general Escarlata bajó la mirada por un instante. Sus manos se cerraron con fuerza. El peso de aquella propuesta, de aquella herencia, era inmenso. No solo era un trono: era el caos mismo confiando en ella.

—No sé si soy la indicada… —dijo finalmente, con voz firme, pero con un dejo de duda en sus ojos.

Karla'k la observó con detenimiento. Él lo había visto: visiones fragmentadas del futuro, posibilidades dispersas en el tejido de la realidad. Y en todas, ella era el punto fijo. La líder. La protectora.

—Lo eres —dijo él—. Lo serás. Porque el caos, cuando se pone en las manos correctas, también puede crear orden.

La general Escarlata alzó la cabeza. Asintió, todavía con ese conflicto interno girando en su pecho, pero con la resolución que la hacía fuerte.

—Acepto, mi señor.

Karla'k asintió. Juntos caminaron hacia el balcón principal del palacio negro, cuya estructura flotaba sobre un abismo de energía caótica. Desde ahí, se podía ver todo el reino: las torres oscuras, los pasillos flotantes, las masas de habitantes formados con mezcla de carne y concepto, los mismos que Karla'k había creado junto a Escarlata con los años.

Karla'k alzó una pequeña trompeta, construida con esencia condensada del caos y una estructura de cristal oscuro. La tocó con suavidad. El sonido atravesó toda la dimensión, una vibración grave y antigua que hizo detener a todo ser viviente. El pueblo salió de sus hogares, de sus zonas flotantes, y miraron al balcón. Allí estaba su creador.

—Este será mi último día como su rey —dijo Karla'k, su voz resonando como una ley eterna—. No por cansancio, no por debilidad. Sino porque es hora de que alguien que entienda mejor lo que necesitan tome este lugar.

Todos lo observaron en silencio absoluto.

—La general Escarlata será desde hoy su guía. Su protectora. Su nueva reina. A ella confiaré mi legado.

Karla'k hizo una reverencia lenta. El pueblo no gritó, no aplaudió. Pero cada uno se arrodilló. Y esa fue su forma de aceptar. La general Escarlata dio un paso al frente, mirando a todos con solemnidad. Karla'k, por su parte, miró al horizonte, sabiendo que su viaje no terminaba, solo cambiaba de rumbo.

El silencio se quebró en un estruendo de aplausos. Fuertes, sinceros, cargados de respeto. El pueblo entero aplaudía al creador, a su rey, al dios del caos que, por un instante, les dio algo más que destrucción: les dio propósito.

Karla'k no sonrió, pero su aura se suavizó, apenas perceptible. Sabía que lo extrañarían. Él también los extrañaría, en su forma extraña de sentir. Pero aquello era lo correcto.

Se giró hacia la nueva reina y le habló con voz grave, casi paternal:

—Cuida a Konan. Entrénalo. Él es mi primer creación, mi mejor amigo. No lo dejes perderse.

La general Escarlata asintió con firmeza. Comprendía el peso de esas palabras. Konan sería más que un simple habitante: sería el vínculo con la voluntad original de Karla'k.

Entonces, sin más demora, el dios del caos extendió sus manos y empezó a moldear una nueva dimensión, girando alrededor del reino que él mismo había creado. La energía caótica se arremolinó, formando una burbuja de existencia, una frontera invisible pero poderosa que protegía todo lo que había dentro.

Una vez sellado el lugar, Karla'k alzó la dimensión con un gesto simple, y esta se desvaneció en el vacío del multiverso, enviada lejos. Fuera del alcance de otras entidades, resguardada por su voluntad.

Solo entonces, cuando todo estuvo hecho, Karla'k flotó hacia la nada absoluta. Allí, donde no hay tiempo ni forma, donde incluso el caos queda en silencio, formó un nuevo trono. Uno sencillo, forjado de sombra pura y restos de su divinidad. Un asiento para pensar… o quizás para esperar.

Y así quedó, solo otra vez, sentado en el centro del vacío, contemplando lo que fue, lo que será… y lo que aún no existe. Solo se quedó esperando a que quizás su hora llegue.

Fin.