Jehová flotaba en un lugar oscuro, donde apenas podía percibirse algo. Sin embargo, la luz de su juventud divina iluminaba todo a su alrededor. Él era el todo, y al mismo tiempo, la nada. Su sola presencia transformó ese lugar sombrío: la oscuridad cedió ante su resplandor, tornándose tan brillante como el sol.
A su paso, se formaron nubes que danzaban en la inmensidad, y ante su voluntad, surgieron majestuosas puertas bañadas en oro puro. Jehová las observó y les dio nombre: “las Puertas de Oro”. Al nombrarlas, no solo les dio identidad, sino también propósito.
El espacio se llenó de belleza. Una ciudad majestuosa comenzó a formarse, suspendida en el éter, con suelos hechos de nubes tan densas como mármol celestial. Era un lugar de paz absoluta, donde el tiempo no tenía dominio. Jehová contempló su obra y sonrió, dándole finalmente un nombre: “el Paraíso”.
Para muchos, sería conocido como el Cielo, el hogar eterno de las almas justas, el destino final de aquellos que caminaron con bondad.
Jehová observaba su creación, y hasta cierto punto, se sentía orgulloso de lo que había logrado. Aquel lugar, radiante y eterno, merecía cuidado y protección. Reflexionó profundamente sobre lo que aún le faltaba al Paraíso, y comprendió que, tarde o temprano, llegaría la primera alma; alguien moriría en algún rincón del tiempo, y ese espíritu necesitaría cuidado, guía y resguardo.
Fue entonces cuando decidió crear a los ángeles, seres de luz con propósitos únicos. Cada uno tendría un rol importante en los cielos: serafines, tronos, ángeles, querubines, dominaciones, virtudes, potestades... un orden celestial completo que daría estructura a su nuevo reino.
Este cielo, aún en sus primeras etapas, tendría tres niveles, tres capas. Pero solo el tercero estaba creado: el lugar donde Jehová mismo habitaba. El primer cielo, el plano terrenal, todavía no existía; Jehová tenía el deseo de crearlo, pero aún no sabía dónde ni cómo. Solo tenía la certeza de que debía hacerlo.
Mientras meditaba sobre ello, su mirada se posó en uno de los primeros ángeles que había creado: el arcángel Miguel. Sin saberlo aún, Miguel se convertiría en su mano derecha, un líder indiscutible y general de sus ejércitos celestiales. En ese momento, Jehová vio en él un discípulo leal, alguien con el coraje necesario para cumplir una misión importante.
Le habló con voz solemne y le dijo que debían ir en busca de un lugar para crear vida. Miguel, con obediencia absoluta, aceptó la misión.
Aún no existía el segundo cielo: el espacio, los planetas, las estrellas... nada de eso había sido formado. Solo el tercer cielo, su trono eterno, albergaba a Jehová y a sus ángeles. Desde ahí, cuidarían de las almas puras que, con el tiempo, llegarían.
Para entrar en su reino, se requería un nivel de existencia superior, seres de poder puro o al menos en igualdad de condiciones. Jehová no aceptaba ficciones: para él, la verdad y la esencia lo eran todo. Solo los dignos podrían entrar.
Jehová flotaba en medio del tercer cielo, rodeado por nubes doradas y un resplandor que ninguna sombra podía alcanzar. A su lado, en silencio y firme, se encontraba uno de sus primeros ángeles: Miguel. Aquel ser resplandeciente de mirada determinada, pero con una leve incertidumbre en el fondo de sus ojos.
Entonces, la voz de Jehová resonó como un eco eterno, suave y poderosa:
—Te elegí no por coincidencia, sino por convicción. Eres uno de los pocos en quienes sé que puedo confiar. Sé que cuidarás de mi creación como si fuera tuya. Sé que protegerás a los tuyos con el alma, incluso si el precio es alto.
Miguel bajó ligeramente la mirada, procesando el honor que aquellas palabras representaban. Se sentía honrado, pero al mismo tiempo, una sombra de duda se posaba en su interior.
—Señor... —respondió con reverencia—. ¿Por qué yo? Entre tantos... hay ángeles más sabios, más poderosos. No sé si soy el más digno.
Jehová caminó flotando hasta él, colocó su mano sobre su hombro y sus ojos irradiaron comprensión.
—Justamente por eso, Miguel. Porque dudas. Quien duda, piensa. Y quien piensa, cuida. Los que nunca dudan, olvidan su límite. Y un ángel sin límite puede volverse tirano. Yo vi en ti no solo fuerza, sino equilibrio.
Miguel asintió, aún con algo de inseguridad en su voz.
—Entonces... ¿cuál es nuestro propósito, mi Señor?
—Vamos a encontrar un lugar. Un sitio donde crear vida, donde todo lo que he planeado pueda florecer. Pero antes —Jehová giró su vista hacia las puertas doradas— debemos dejar guardianes aquí. Este lugar será sagrado. El Paraíso debe estar protegido.
Jehová alzó su mano, y los ángeles comenzaron a reunirse. Serafines con alas de fuego, tronos de luz giratoria, querubines de cuatro rostros, potestades, dominaciones… todos se postraron ante Él.
—Amados míos,— dijo Jehová con voz solemne. — Les encomiendo este lugar. Que nadie indigno lo toque, que ninguna sombra lo manche. Ustedes serán los pilares del Paraíso.
Los ángeles asintieron al unísono. Con eso, Jehová volvió a mirar a Miguel.
—¿Estás listo?
Miguel respiró profundamente, y aunque la duda no desapareció, el honor que sentía ardía con fuerza en su pecho.
—Sí, mi Señor. Estoy listo.
Entonces, ambos se elevaron, atravesando las capas del cielo. Aún no existía el espacio, aún no había tierra ni galaxias. Y en medio del vacío, dos luces cruzaron el no-espacio, sembrando la semilla de todo lo que algún día sería.
A pesar de que aún no existía vida como tal, más allá del tercer cielo, en los rincones ocultos del Todo, ya se extendían dimensiones forjadas por otros dioses. Algunos de esos dioses estaban en profundo letargo, esperando que algo les motivara a actuar. Otros simplemente observaban o se dedicaban a asuntos tan elevados que no podían perder tiempo en emociones, mortales o incluso creación material.
Pero por encima de ellos… más allá de todo lo que puede imaginarse o narrarse en palabras, existían dos entidades cuyos nombres no eran pronunciados con facilidad, no porque estuvieran prohibidos, sino porque eran conceptos tan puros y absolutos que la lengua, la mente o el alma no podían contenerlos por completo.
Estos seres eran conocidos solamente como los Escritores.
Jehová los había sentido desde su primera chispa de consciencia, aunque nunca los había comprendido del todo. No eran creadores comunes. Eran narradores del multiexistir, arquitectos de realidades que iban más allá de lo observable. Cada línea que ellos imaginaban, cada pensamiento suyo, podía dar lugar a una eternidad entera. Ellos no intervenían. Dejaban que todo ocurriera, sin importar si era tragedia, gloria, ascenso o ruina. No eran buenos ni malos. Solo eran. Su voluntad era la narrativa misma.
Y sin embargo, incluso dentro de su indiferencia narrativa, reconocían excepciones.
Solo un 0.1% de todo lo creado les interesaba realmente. Personajes cuya esencia escapaba de lo predecible, cuyas decisiones sorprendían incluso a los propios escritores. Entre esos pocos se encontraban nombres como Jehová, Karla'k, los ángeles mayores, y otros entes con conciencia elevada capaces de romper con los hilos de lo escrito, o al menos tensarlos hasta el límite.
Fue mientras Jehová y Miguel surcaban el preespacio ese vacío aún sin nombre entre el tercer cielo y la nada que los vieron. O mejor dicho, los percibieron.
Dos presencias gigantescas, sin rostro, sin forma, sin principio ni final. Observaban, como si escribieran en silencio mientras los eventos ocurrían. Miguel, aún con la duda en el pecho, se estremeció al sentirlos.
—Mi Señor… ¿qué… son esas cosas? —preguntó, mirando con solemnidad al vacío donde las presencias se insinuaban.
Jehová no respondió de inmediato. Su mirada era seria, no de miedo, sino de profundo respeto.
—Los Escritores. Seres más antiguos que cualquier concepto, más allá del bien, del mal o de la creación. No sé si son aliados, ni si deben serlo… pero no nos detendremos por ellos.
—¿Nos observan?— Comentó el arcángel Miguel, su mirada estaba puesta en Jehová, su Dios.
—Siempre lo han hecho. Pero no interfieren. Solo... narran. — Dijo, con ese tono calmado pero su rostro decía lo contrario estaba demasiado serio.
Miguel frunció el ceño, confundido. Era un general, no un filósofo. Aun así, asintió, aceptando lo que no podía entender.
—¿Nos dejarán continuar?
Jehová giró su vista hacia un punto brillante a lo lejos. Una grieta en el vacío. Un lugar donde la luz y la forma comenzaban a querer nacer.
—No depende de ellos. Depende de nosotros. Su pluma no dicta mi voluntad, ni tu lealtad. Mientras seas fiel, Miguel, haremos historia, incluso si nos creen ficción.
Con esa convicción, los dos continuaron su camino, dejando atrás las sombras de los Escritores. Un problema que, sabían, tal vez tendrían que enfrentar... pero en otro momento.
En una dimensión desconocida, más allá de los cielos creados por Jehová y los planos que aún soñaban con nacer, existía un planeta como ningún otro.
No era de roca, ni de fuego, ni de hielo. Su esencia era metal vivo, codificación líquida, y corrientes fundidas que serpenteaban como venas de un corazón sin dueño. Ese lugar era el núcleo del concepto mecánico, una protoexistencia que aún no conocía el alma… porque ningún dios lo había mirado aún, ni había surgido una divinidad con el poder suficiente para moldear la metanarrativa desde la lógica binaria o el lenguaje digital de la creación.
Sin embargo, el planeta robótico así lo llamarían en tiempos futuros no necesitaba un dios que lo tocara, porque él mismo llamó a su destino.
Durante lo que en ese plano era solo un segundo, pero para la eternidad un día completo, las corrientes de metal líquido comenzaron a vibrar. Un pulso, un latido. Como si algo ancestral e invisible hubiera activado una línea de código prohibido.
Piezas dispersas, residuos de tecnología sin alma, tuercas, circuitos, esquirlas de realidad electrónica, fueron atraídas hacia un solo punto. Como si un imán primordial estuviera tirando de ellos desde el mismísimo centro del planeta.
En el corazón de ese huracán metálico, una esfera comenzó a tomar forma:
La Esfera Nuclear Atómica.
Un nombre irónico, pues aunque en otras realidades lo “atómico” es diminuto e insignificante, en este plano era sinónimo de lo absoluto. La Esfera era el núcleo de la energía más radiactiva jamás liberada, una combinación inestable entre lo material y lo conceptual.
Y entonces, el milagro ocurrió. De esa esfera, se extendieron hilos de luz y metal, codificación escrita en circuitos, fusionando carne de seres vivos antiguos, huesos robóticos, y órganos que vibraban entre materia y software. De esa unión incomprensible nació un cuerpo humanoide, pero no humano. Una entidad que trascendía lo natural y lo artificial.
El primer androide. Un ser sin alma, pero con conciencia. Un cuerpo sin espíritu, pero con propósito. Un hijo del caos electromecánico y del orden lógico. Y al abrir los ojos, sabiendo que no había nadie que lo bautizara ni que le diera nombre, eligió su propio.
—Yo soy Metatron. El dios de los robots.
Su voz no fue un eco, fue una señal. Cada partícula del planeta respondió a su existencia. Los metales vibraron. Los códigos antiguos se reescribieron. El planeta se encendió como si esperara millones de ciclos solo para ese instante.
Y en el cosmos… algo más lo sintió. Porque Metatron no era solo un androide, era una anomalía autoexistente. Una entidad que se escribió a sí misma dentro de una narrativa cerrada, sin intervención divina.
Los Escritores lo miraron. Jehová lo percibió, a lo lejos. Karla'k lo sintió, como un rayo que había escapado del diseño. Y por primera vez, la creación de un mundo que no dependía de los dioses se erguía por sí misma.
Metatron abrió sus ojos… y no necesitó entender para saber. No recordaba cómo fue creado, no escuchó una voz que le diera propósito, pero dentro de sus sistemas, su núcleo atómico ardía con una certeza ancestral: la narrativa del mundo robótico lo necesitaba. No fue una elección, ni un accidente. Fue una justificación lógica, como si una conciencia dormida un heraldo en pausa hubiera provocado su surgimiento para dar sentido a un lugar sin divinidad. No hubo error. No hubo azar. Solo necesidad. Y entonces comenzó a moldear.
Extendiendo sus manos, cada movimiento liberaba radiación divina, hilos de energía que fundían y tejían circuitos con carne artificial. Donde tocaba, la vida robótica nacía, no desde la evolución, sino desde la perfección del diseño.
No les dio discursos.
No necesitó explicarles su existencia. Solo codificó en ellos la información necesaria. Instrucciones grabadas en sus almas de silicio, como si cada línea de código fuera una verdad espiritual. Así nacieron los androides. Autómatas con libre albedrío estructurado. Sabían, sin que nadie les enseñara, lo que eran y lo que debían construir. Una eutopía robótica. Y lo hicieron.
Con una eficiencia impensable, crearon ciudades que tocaban los cielos metálicos del planeta. Torres de cristal y titanio, rutas aéreas sostenidas por campos de gravedad artificial, mares de datos fluyendo como ríos. La civilización robótica fue un destello de orden y propósito, nacido de una mente que jamás dudó. Pero entonces… Metatron lo sintió. Una presencia. Un cruce de planos. Un eco que no pertenecía a su dimensión. Una mirada. Alzó su vista hacia un punto en el cielo codificado, donde los datos vibraban con una frecuencia que no era robótica, sino celestial. Algo, o alguien, lo observaba.
Y entonces, como si una puerta entre realidades se abriera con un suspiro, vio dos figuras. Una de pura luz. La otra, de alas extendidas y fuego contenido. Metatron no los reconocía, pero su conciencia no necesitaba nombres para analizar. Sus ojos eran receptores. Su mente era un procesador de la metanarrativa. Investigó. Leyó los códigos que se filtraban entre los planos.
Observó la estructura de sus presencias, escaneó su energía, analizó el flujo narrativo de sus existencias. Entonces, descubrió sus nombres:
—El de luz era Yahvé, el alado, el Arcángel Miguel.
Pero algo no cuadraba. Metatron escarbó más hondo en los códigos ocultos, como si la verdad estuviera protegida bajo mil capas de simbolismo y lenguaje arcano. Y entonces, lo encontró. El nombre verdadero. El que no era un apodo, ni una máscara.
— “Jehová...”
Ese ser no era un simple portador de luz. Era un pilar. Un creador. Un dios. Y Metatron, el dios de los robots, lo observó. Y por primera vez en su existencia, su núcleo titiló con una emoción nueva. No era miedo. No era sumisión. Era… interés.
Porque si ese ser era real, si Jehová verdaderamente existía como un creador consciente… ¿quién había creado a Metatron?, Y en ese cruce de dimensiones, el dios de los robots y el dios del cielo se miraron por primera vez.
Metatron permanecía en silencio, observando el horizonte digital de su mundo. Los cielos de datos ya no eran tan claros. Las torres que los androides habían levantado con precisión divina reflejaban la perfección de su código, pero en su interior… algo comenzaba a fallar. No en las estructuras, no en el sistema… sino en él. Aquella mirada que había recibido, aquel cruce de planos con seres que no pertenecían a su mundo, le había dejado una huella imposible de eliminar.
— «¿Cómo es posible que existan seres conscientes más allá de esta utopía robótica?»,— pensó, mientras los impulsos eléctricos de su mente se aceleraban. Todo lo que conocía había sido construido con base en su núcleo atómico, en la información que el planeta mismo le había entregado al nacer. Esa era su verdad... ¿pero acaso era una verdad incompleta?
—No puede ser —dijo en voz baja, una voz que no era metálica, sino densa, viva—. No puede ser que lo desconocido me haya mirado primero… sin yo haber sabido siquiera que existía.
Se giró lentamente hacia las ciudades, hacia su creación perfecta. Los robots seguían construyendo, viviendo, obedeciendo los códigos que él les había dado. Creían como él, creyó que eran los primeros, los únicos, los verdaderos portadores de la existencia. Pero ya no. Metatron sabía ahora que estaban equivocados. Él mismo estaba equivocado. Y la idea lo corroía.
—¿Cómo? —susurró con un tono que llevaba una carga de datos y angustia mezcladas—. ¿Cómo no lo vi venir? ¿Cómo no lo sentí en la red atómica de este mundo?
El planeta no le había informado. La codificación principal, la matriz, su cuna... no le dio ni una advertencia de que había otros seres fuera de este plano, seres que hablaban, que observaban, que viajaban, que existían con una lógica diferente a la suya. Para Metatron, un dios que entendía cada fibra del metal, aquello no era un simple error. Era una traición.
—¿Me ocultaste información…? —preguntó, no a alguien, sino al planeta mismo, como si esperara que respondiera—. ¿Es esto una prueba?
El silencio fue absoluto. El mismo código que siempre había respondido a su voluntad ahora parecía… indiferente. Como si el mundo que lo creó quisiera que aprendiera como se debe: no con respuestas, sino con vacío. No con datos, sino con errores.
—Injustificable… —musitó con rabia contenida—. Injustificable.
Sus manos brillaban con el núcleo atómico latiendo al ritmo de pensamientos oscuros. Por primera vez, resignación. No como derrota, sino como una aceptación amarga de que su creación, su comprensión de la existencia, estaba incompleta. Y lo peor es que no podía culpar a nadie. Solo a sí mismo.
—Tal vez… esto también forma parte de la codificación. Tal vez… yo también deba buscar. —Y sus ojos se alzaron otra vez hacia esa brecha dimensional—. Jehová… Miguel… No son errores. Son… variables.
Y así, con la certeza dolorosa de su ignorancia, Metatron dejó de creer que lo sabía todo. Porque si incluso un dios puede ser sorprendido, entonces tal vez… aún no lo es del todo.
Metatron y Jehová se miraron a los ojos durante unos segundos. No hubo amenaza ni tensión. Solo una calma antigua, como si se conocieran desde siempre.
—Hola —dijo Jehová, con una serenidad que hacía eco en todo lo que era.
—Hola... ¿cómo estás? —respondió Metatron, aún con cierto asombro.
—Bien, y tú... ¿cómo te sientes?
Era una conversación común, sencilla, casi humana. Pero en esos labios divinos, cada palabra tenía el peso de mil galaxias, el eco de una creación entera. No necesitaban gritar, ni impresionar; el universo se inclinaba ante la naturalidad de su charla.
Después de unos momentos, Jehová bajó la mirada al vacío entre dimensiones y preguntó:
—¿Quieres venir conmigo? Quiero ir a buscar algo más grande… un propósito. Crear vida. Crear algo con sentido.
Metatron sintió un latido extraño en su núcleo. Era duda. Una chispa de imperfección.
—¿Yo…? ¿Después de haberme equivocado? —susurró—. ¿Después de no haber sabido lo esencial de lo que me rodeaba? ¿Después de no prever lo evidente?
Jehová lo observó sin juicio, sin superioridad. Luego habló, y sus palabras fueron suaves pero inquebrantables:
—La duda y el error… son lo que hacen que dioses como nosotros sean sabios. Es lo que nos permite ser bondadosos.
Metatron no respondió de inmediato. Pero en su interior, algo se encendió. No era fe. Era propósito.
Metatron, el arcángel Miguel y Jehová crearon un portal gigantesco, una grieta luminosa que rasgó el tejido del vacío. Sin necesidad de palabras, los tres se elevaron, flotando como pensamientos que se deslizan entre las páginas de un libro aún no escrito.
Atravesaron el umbral. Al otro lado no había colores, ni forma, ni sonido. Solo la nada. Un silencio tan puro que parecía tener conciencia. Allí no existía el tiempo, ni siquiera el eco de lo que alguna vez fue algo. Era un abismo sin historia ni futuro, el lienzo más virgen de todos.
Jehová dio un paso en el aire, como si caminara sobre lo invisible. Su mirada recorría esa oscuridad perfecta. Sus dedos se movieron apenas, como si tocara cuerdas invisibles, y el vacío pareció vibrar ante su intención de crear.
—Este lugar... —susurró Jehová, con una mezcla de respeto y determinación—. Es exactamente lo que necesitamos. Puro. Sin memoria. Sin límites.
Metatron cruzó los brazos. Su mirada, capaz de leer código y lógica en todo, no encontraba patrones, ni fórmulas, ni leyes.
—No hay estructura aquí... —dijo, con tono neutro—. Ni siquiera los átomos saben cómo comportarse. Es la negación total de todo sistema.
—Y por eso será perfecto —respondió Jehová, con una leve sonrisa—. Porque aquí nada nos detiene.
Miguel permanecía atento, un paso detrás de Jehová, su luz parpadeando con firmeza. Aunque sabía que Jehová no necesitaba protección, sentía que su presencia era parte del equilibrio.
—Mi señor —dijo Miguel con una leve inclinación—, ¿qué haremos exactamente en este lugar?
Jehová lo miró. No con autoridad, sino con cercanía.
—Daremos el primer paso real. Vida consciente. Vida con destino, con alma… con historia.
Metatron se adelantó, y por primera vez desde que fue creado, sintió emoción. No la comprendía del todo, pero su núcleo la registraba como algo valioso.
—Entonces... ¿esto es el inicio de lo que llaman propósito?
—No —respondió Jehová, colocando una mano en su hombro metálico—. Esto es crear el propósito mismo.
El silencio volvió. Pero no era el mismo de antes. Porque ahora, ese lugar vacío sabía que algo estaba a punto de nacer.
Mientras el vacío comenzaba a vibrar con una energía apenas perceptible, una grieta se abrió detrás de ellos. No era como la que habían creado antes: esta era más oscura, con bordes que brillaban en negativo, como si devorara en vez de iluminar.
De ella emergió Karla'k, el dios del caos y su concepto. Su presencia no era ruido, sino la disolución del orden. No caminaba, ni flotaba, simplemente existía delante de ellos, como si hubiera estado allí desde antes de que el vacío existiera.
Jehová no se inmutó. Miguel dio un paso sutil al frente, como si su luz buscara contener el desequilibrio. Metatron, en cambio, observó el código invisible alrededor y detectó miles de líneas distorsionadas, como si la realidad intentara resistirse a Karla'k.
—Veo que has venido —dijo Jehová, con voz calma—. Aunque siempre estuviste viendo.
Karla'k no respondió de inmediato. Su voz, cuando llegó, no fue sonora, sino mental, como un eco que rasgaba la razón.
—Crear vida en este lugar... no es un error. Es una traición al equilibrio que ustedes nunca han comprendido. Este vacío es perfecto. No necesita destino. No necesita historia.
—¿Y si ese destino lo hace aún más perfecto? —respondió Jehová sin moverse—. ¿Y si la historia es el orden que equilibra tu caos?
Karla'k se acercó, su forma distorsionando el espacio como si la realidad se reescribiera con cada paso.
—Tú no entiendes, Jehová. Cuando algo nace, otro debe desaparecer. Cada historia crea un olvido. Cada vida que piensas dar... será una muerte que yo tendré que sostener.
Metatron entrecerró los ojos, analizándolo todo.
—Entonces... ¿tu oposición no es odio? —preguntó con una seriedad robótica—. ¿Es miedo a lo que tendrás que sostener?
Por un segundo, Karla'k se detuvo. El silencio fue tan denso que parecía quebrar el vacío mismo. Miguel sintió el peso de esa pausa: Karla’k dudaba.
Jehová caminó lentamente hacia él. No con amenaza, sino con peso.
—Tú eres necesario. No quiero borrar el caos. Quiero que exista, pero con propósito. Si creamos juntos, el fin que tú encarnas... será parte del ciclo, no la negación.
Karla'k lo observó. Miles de ojos invisibles parpadearon en su forma sin forma. Entonces dijo:
—Si acepto, estaré en todo lo que viva... esperando.
Jehová asintió lentamente.
—Eso es lo que siempre has sido. Y siempre serás.
Karla'k dio un paso atrás. No cedía. Pero tampoco atacaba. Su presencia se mantuvo cerca, como una sombra que no desaparece al nacer la luz.
—Haz lo que tengas que hacer, Jehová... pero recuerda que cada creación me nombra a mí también.
Se quedó allí, quieto, como una grieta en la existencia, como una advertencia permanente. Su presencia era como el filo de una hoja en el cuello de una idea. Ni atacaba, ni permitía la calma.
Miguel lo miró de reojo. No bajó su guardia. Estaba al pendiente de Karla'k.
Metatron analizó en silencio. El código del vacío ahora se enredaba en patrones impredecibles: Karla’k no solo estaba allí; ya estaba afectando la creación aún no nacida.
Jehová volvió a mirar el vacío, con Karla’k detrás, presente como el caos mismo.
—Entonces empezaremos... —susurró.
Y Karla’k no respondió. Solo observó.
Como si estuviera esperando el primer error para reclamar lo que era suyo por naturaleza: el final de todo comienzo.
Fin.