En la misma nada absoluta, Karla'k dios del caos y concepto del mismo, respiraba como si tuviera conciencia. No había luz. No había color. Solo una bruma espesa que no era gas ni sombra, era lo que quedaba cuando todo había sido borrado.
Karla'k estaba sentado en su trono. No se movía. No parpadeaba. Sus ojos eran completamente blancos, como si vieran más allá del vacío. Su lengua y dientes blancos, su cabello igual de oscuro que la nada que lo rodeaba. La soledad era una criatura invisible que lo abrazaba sin tocarlo.
—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que alguien me miró con miedo... y no con fe? —dijo, sin mover los labios.
La voz no salió. Simplemente se pensó y el universo lo entendió.
El trono era una extensión de él. No era piedra. No era metal. Era un pensamiento congelado. Y allí estaba. Sin ejército. Sin culto. Sin nombre que lo invocara.
—Encerré mis propios reinos... porque ya no gritaban. Porque ni el caos se mueve si nadie lo observa.
Una grieta se formó en el aire. No entró nada. No salió nada. Solo se rompió el silencio.
—Yo soy el castigo que se da solo —continuó, sin emoción—. Si yo, que fui primero, sufro esta eternidad... ¿qué merece entonces la vida que aún no nace?
El silencio respondió. Era el único que quedaba.
—Mi castigo es recordar todo lo que no ha sido. Cada historia que aún no empieza, cada final que nadie escribirá. Y aún así... sigo aquí.
La dimensión vibró por un segundo. No por poder. Sino por tristeza.
Karla'k bajó la cabeza, aunque no tenía por qué hacerlo.
—Tal vez no me odian. Tal vez me han olvidado. Eso... es peor que la muerte.
Sus manos, largas y deformes, apretaron los bordes del trono. No para romperlo. Solo para sentir algo. Lo que fuera.
—Y aún así, no puedo dejar de esperar... algo.
No dijo más. No pensó más. Se quedó allí, en lo más profundo de lo que nadie recordaba, mirando sin ver, escuchando sin oír, viviendo sin estar.
Esperando que alguien, en algún rincón del tiempo... dijera su nombre.
Karla'k extendió sus manos hacia la nada. Nadie lo llamó. Nadie pidió por él. Lo cierto es que había abandonado a los suyos mucho tiempo atrás, no por desprecio, sino por una decisión difícil que tomó por su propio bien… o al menos, eso quería creer. Su mente, aunque poderosa, no era del todo estable. No por debilidad, sino porque cargaba una pregunta imposible de ignorar: ¿acaso el caos solo servía para destruir? ¿O también podía crear?
Era un dilema que lo consumía. Él, siendo el mismísimo Dios del Caos, estaba atrapado entre su esencia y su deseo. ¿Tenía que cumplir su papel solo porque así fue nombrado? ¿Debía limitarse a sembrar desorden, miedo y ruina? ¿O podía encontrar, en medio de ese torbellino que lo definía, un propósito mayor? Le dolía la duda, pero en ese dolor, como en todo lo que nace del caos, había algo nuevo… algo que podía cambiarlo todo.
Fue entonces que, sin nadie que lo viera ni nadie que lo impidiera, Karla’k alzó ambas manos. Desde sus palmas brotó energía oscura, energía caótica tan densa que rasgó la nada misma. Abrió un portal a lo más profundo de su esencia y lo moldeó. No solo creó materia: creó conceptos, ideas puras, hechas carne y forma.
Primero surgió Kafka. Una mujer de mirada penetrante, su silueta recordaba a la de un humano, pero en sus ojos se leía algo más antiguo. Ella representaba la manipulación, ese arte de mover hilos invisibles, de cambiar voluntades con susurros, de hacer que otros hagan lo que no desean, pensando que fue su elección. Karla’k la hizo a imagen suya, no por vanidad, sino porque veía en ella una parte importante de sí mismo.
Después llegó Kimi, también con forma femenina, pero con una presencia distinta. Su cuerpo podía ser atractivo, pero eso era solo un disfraz. Su verdadero poder era la corrupción, y no solo del cuerpo, sino de la mente, de los valores, de los ideales. Era capaz de transformar cualquier cosa en otra versión de sí misma: más débil, más rota, más tentada.
Luego, con un movimiento lento y más reflexivo, Karla’k dio vida a Saucher. Un joven de aspecto común, pero con una sonrisa que no terminaba de encajar. Su don era la locura, una fuerza que no podía medirse con lógica. Él encontraba belleza en el descontrol, placer en ver cómo una mente se perdía en sus propios pensamientos, cómo la realidad se quebraba como vidrio bajo presión. Aunque aún no había otros seres a quienes desestabilizar, Saucher ya jugaba con sus propias ideas, creando pequeños mundos de locura en su cabeza.
Por último, surgió Adriene, el más diferente de todos. Su forma era fuerte, su presencia vibrante. Representaba el concepto de la fricción, no solo física, sino emocional, existencial. Podía provocar resistencia entre fuerzas opuestas, hacer que cualquier situación ardiera con tensión. Era el motor del cambio, del conflicto, de todo lo que no se deja llevar fácilmente.
Al abrir los ojos, los cuatro se miraron entre ellos con cierta confusión. Eran conscientes de sí mismos. Pensaban. Sentían. No eran meras marionetas, sino criaturas que, pese a haber nacido del caos, querían entender por qué estaban allí. Sus mentes eran más desarrolladas de lo que Karla’k esperaba. Tenían preguntas, dudas, ideas. Eran casi como dioses jóvenes, buscando un propósito.
Karla’k los observó en silencio. No los detuvo. No les ordenó nada. Solo los dejó ser. Porque en lo más profundo de su alma caótica, entendió que tal vez, solo tal vez… el caos no había sido creado para destruir, sino para empezar algo nuevo.
Kimi se quedó en silencio por unos largos segundos, sus ojos brillaban con una luz extraña que no era ni malicia ni duda, sino algo más profundo: curiosidad. Aunque era el mismísimo concepto de la corrupción, aunque dentro de ella corría la esencia misma de lo que descompone, de lo que transforma lo puro en impuro… había algo en su interior que no encajaba con lo que representaba. Dio un paso hacia adelante, mirando el vacío que los rodeaba, y finalmente se atrevió a preguntar:
—Padre… ¿por qué estamos aquí? ¿Para qué fuimos creados?
Su voz no sonaba desafiante, ni sumisa. Solo era honesta. Una voz que buscaba respuestas.
Adriene, siempre analítico, no apartaba la mirada de Karla’k, aunque sus pensamientos estaban en otra parte. En su mente giraban ideas que parecían no tener final. Él, que era el concepto de la fricción, del conflicto y la resistencia, sabía que su papel natural era generar tensión, oponerse, ser el obstáculo y la chispa. Pero algo no tenía sentido… si eran conceptos, si estaban destinados a existir como fuerzas abstractas, entonces ¿por qué tenían conciencia?, ¿por qué sentían?
—Somos ideas —dijo Adriene, más para sí mismo que para los demás—. Conceptos. No deberíamos tener forma. Y sin embargo… aquí estamos. Respirando, pensando. Preguntando.
Kafka, la manipuladora, no intervino de inmediato. Se cruzó de brazos y bajó la mirada, como si intentara ocultar su confusión bajo una máscara de serenidad. Pero por dentro, ella también sentía ese ruido extraño, esa contradicción que no sabía explicar. Ella era la dueña del engaño, pero no podía engañarse a sí misma: había nacido con más que propósito… con voluntad.
Saucher, el más impredecible, dio un par de vueltas en el aire, como si flotara en su propio delirio. Pero hasta él se detuvo por un momento y, mirando a sus hermanos, susurró:
—Quizás somos más que lo que creemos. Más que conceptos. Quizás… somos la primera contradicción del caos.
Los cuatro se miraron entre sí. No hacía falta decirlo. Sabían, sin necesidad de palabras, que todos compartían la misma duda. Karla’k los había creado con una intención que aún no comprendían del todo. Él era su padre. Y si la oscuridad misma era su cuna, su madre era el misterio, el no saber. Habían nacido de algo que no entendía del todo lo que había hecho. Eran conceptos. Pero eran más. Y eso lo cambiaría todo.
Kafka alzó la mirada, sus ojos como espejos oscuros reflejaron por un instante el rostro de Karla’k. Luego giró lentamente la cabeza, contemplando a los otros tres: Kimi, Saucher y Adriene. No dijo nada al principio. Solo los observó con una atención que iba más allá de la lógica, como si algo en su interior algo ancestral empezara a conectar las piezas invisibles de un rompecabezas que llevaba impreso en su alma desde que nació.
— “¿Será posible...?”, —pensó. — “¿Que seamos hermanos? ¿De sangre? ¿De caos? ¿Del mismo padre… y de la misma oscuridad?”
La idea, al principio, parecía absurda. Eran conceptos, no humanos, no criaturas hechas para sentir cercanía o amor. Y sin embargo, al mirar a Kimi tan orgullosa y a la vez tan vulnerable en su búsqueda de identidad, al ver a Saucher riendo con locura para disfrazar su vacío, y a Adriene tan serio y callado, calculando el universo como si algún día pudiera controlarlo… sintió algo. Un vínculo. Un calor extraño en medio de ese vacío frío. No era cariño simple, era pertenencia. Y aunque ninguno de ellos se lo decía con palabras, lo empezaron a sentir.
Kimi bajó la vista apenas unos segundos, y sin saber por qué, se acercó a Kafka. Saucher dejó de girar en el aire y se quedó quieto. Adriene, que rara vez mostraba emoción, permitió que un leve gesto de aceptación cruzara su rostro. Nadie lo mencionó, pero todos sabían que algo había cambiado. Ya no eran solo conceptos. No eran herramientas. No eran juguetes del caos.
Eran hermanos. De un solo padre: Karla’k. Y quizás, aunque nacidos de la oscuridad misma, aunque creados para representar partes del caos... también podían construir algo. No un mundo, ni una civilización, sino una relación. Un lazo.
La respuesta a su propósito seguía siendo difusa. Pero no les molestó. Porque en medio de esa confusión, nació una certeza: estarían juntos. Probarían sus límites, descubrirían sus capacidades, se empujarían unos a otros más allá del abismo. No por órdenes, no por destino... sino por elección.
Karla’k, flotando en la lejanía, los miraba. No dijo nada. Pero su sonrisa era sincera. Su mente, que parecía siempre perdida entre el pensamiento creativo y caótico, se detuvo por un instante. Porque él lo sabía. Desde el primer momento, desde la primera chispa, supo que esos hijos nacidos de la oscuridad serían algo más que caos. Serían capaces de todo.
Kimi y Kafka se miraron con una chispa especial en sus ojos. No dijeron nada, no hacía falta. Solo compartieron una sonrisa leve, casi tímida, pero cargada de un orgullo silencioso. Habían nacido ese día, en medio del abismo, en la nada más pura… y aún así, ese momento tenía un significado especial. No había estrellas, ni cantos celestiales, ni celebración alguna, pero para ellas, ese día era suyo. Era su principio. Simple, sí… pero simbólico. Un día que recordarían como el nacimiento de algo que no sabían aún cómo nombrar, pero que se sentía real: existencia, conciencia, hermandad.
Saucher, por su parte, no bromeó ni rió esta vez. Su mirada estaba fija en Karla'k, y aunque en su rostro no había emoción desbordante, por dentro sentía algo cálido… extrañamente humano. Adriene, serio como siempre, también observaba a su padre con atención. No necesitaba palabras ni promesas; le bastaba con estar ahí, de pie junto a sus hermanos, comprendiendo que incluso en un lugar donde no existía el tiempo ni la lógica… ese instante valía más que mil eras.
Karla’k los miró a todos en silencio. Por primera vez en mucho tiempo si es que el tiempo tenía sentido para él, no pensó en el caos, ni en el conflicto, ni en lo que podría venir después. Solo suspiró. Un suspiro hondo, profundo, de esos que salen cuando uno se permite sentir.
Había creado algo a su manera. Con sombra, sí. Con fragmentos de su esencia, sí. Pero también con esperanza, aunque ni él mismo quisiera admitirlo. Y en ese instante, flotando en la oscuridad, con sus hijos observándolo, con esas miradas sinceras… Karla'k se sintió bien. Se sintió completo.
Karla'k los contempló en silencio por unos segundos. Su forma se mantenía inmóvil, pero dentro de él algo se agitaba con fuerza. Era difícil de describir, incluso para un dios del caos. No era turbulencia ni conflicto, era… emoción. Algo profundo que surgía al verlos, de pie, frente a él. Hijos nacidos de su oscuridad, de su esencia. Hijos que no pidió nadie, pero que él eligió crear.
Entonces habló, con una voz que parecía abrazar incluso el vacío:
—Ustedes me ven aquí, sentado, como si fuera solo un dios más... pero yo los veo, y me digo algo muy claro: si yo soy capaz de amar con intensidad a mis hijos… claro que puedo hacerlo. Y lo hago.
No fue un discurso grandioso, no usó palabras complejas ni intentó adornarlas. Solo la verdad, dicha sin miedo.
Karla'k luego giró levemente la mirada hacia Adriene. Lo observó con esa mezcla de orgullo y comprensión que solo un verdadero padre puede tener. Había notado algo en él desde el principio. Adriene no buscaba complacer, no parecía estar hecho para seguir a nadie. No lo hacía por desafío, sino por convicción. Era alguien que deseaba encontrar su propio camino.
—Tú, Adriene… —dijo Karla'k con una voz más suave—. Sé que lograrás grandes cosas. Lo veo en ti. Pero no estás obligado a seguirme, ni a repetir mis pasos. No tienes que ser solo una sombra mía… ni un fragmento.
Se levantó entonces, con sus manos abiertas, casi en gesto de entrega:
—Sean libres. Eso es lo que quiero para ustedes. Que elijan lo que desean ser. Que no se definan solo por haber nacido de mí… sino por lo que decidan hacer con su existencia.
Sus palabras quedaron flotando en el aire oscuro como una bendición. No era una orden. Era un permiso, una oportunidad. Una muestra de amor en su forma más pura: libertad.
Adriene sintió un calor extraño en su pecho, algo que no era oscuridad ni caos. Era orgullo… orgullo por su padre. Por esas palabras sinceras que nacieron del fondo de su esencia. Karla'k, el dios del caos, les había dado no solo vida, sino algo que ni los dioses dan con facilidad: libertad.
Kafka fue la primera en reaccionar. Su mirada intensa, siempre analítica, se suavizó. Se acercó sin decir palabra y abrazó a Karla'k, fuerte, como si no quisiera soltarlo nunca. Kimi la siguió enseguida, envolviéndolo con ternura, su rostro sereno pero lleno de emoción. Saucher, que siempre había sido el más impredecible, también se unió sin bromas ni máscaras; solo un gesto puro, de afecto sincero. Adriene dudó por un segundo, pero luego también lo hizo, abrazando al dios que ahora ya no veía como solo su creador, sino como su padre.
Karla'k no dijo nada. Solo cerró los ojos, sintiendo a los cuatro por última vez juntos. Por un instante, el caos se sintió en calma. Por un instante, todo valió la pena.
Y como si el momento fuera una señal suficiente, los cuatro hermanos alzaron el vuelo. Se elevaron al cielo oscuro, y como destellos veloces, se perdieron entre las sombras, desapareciendo en diferentes direcciones. Sus caminos eran ahora suyos, libres de la voluntad de su creador.
Karla'k los miró partir, aún con los brazos extendidos. Cuando ya no pudo verlos, bajó lentamente las manos y sonrió.
—Quizás… algún día regresen —murmuró.
La oscuridad volvió a abrazarlo, pero esta vez, no era soledad. Era esperanza.
Fin.