Episodio 6: Venganza del reino.

Después de que Karla'k desapareciera en la inmensidad del abismo, su reino aquella dimensión superior bañada por una luz solar y lunar de energía caótica continuó su curso. Los cielos eran un espectáculo de colores inestables, donde el día y la noche no se alternaban, sino que coexistían en una danza eterna de luces deformes. El tiempo allí no obedecía a la lógica, pero la vida fluía... como si su creador jamás se hubiera ido.

El pueblo vivía sin saber el destino de su dios. Karla'k había sido un faro oscuro de poder, temido y amado, incomprendido, pero reverenciado. Su ausencia no fue anunciada, pero se sentía. Una calma inquietante envolvía todo el reino.

La reina Escarlata se hallaba sentada en su trono, en lo más alto de la Torre Caótica, un lugar forjado por la voluntad directa de Karla'k. Sus ojos estaban fijos en el horizonte, pero su mente vagaba muy lejos. Las palabras de su dios, aquellas que le confiaron el trono, aún latían dentro de ella. Ser reina nunca fue su sueño... pero fue su deber, uno impuesto por el único ser al que jamás podría negarle obediencia. No por miedo. Por amor. Por fe.

—"Ya no sean sombras de mí..." —recordaba con un suspiro—. “Sean libres para elegir lo que quieren…”

Pero ¿cómo elegir, cuando su vida entera había sido construida por la mano de Karla'k? Su identidad, su fuerza, su propósito... todo nació de él. Aun así, ahora era ella quien debía gobernar. No por él, sino por los suyos. Por todos los que Karla'k dejó atrás.

Mientras tanto, Konan entrenaba. Sudor, heridas y jadeos marcaban sus días. Su cuerpo se movía como una extensión de su voluntad: rápido, decidido, sin rendirse. La última batalla lo había hecho ver sus debilidades, pero también le reveló un camino. No quería solo ser fuerte. Quería ser digno.

Cada golpe que lanzaba era una promesa: demostraría que el esfuerzo tenía valor. Que no solo era un soldado, sino un discípulo de la oscuridad noble. La General Escarlata a veces lo observaba desde las alturas sin decir palabra. Había algo en él… algo que quizá, un día, brillaría con el mismo fuego de su creador.

Y así, mientras el caos se reconfiguraba en los rincones más lejanos de la existencia, el reino seguía vivo. Con dudas. Con esperanza. Con sombras que todavía caminaban bajo la luz distorsionada del dios ausente. Nadie sabía si Karla'k volvería... pero su legado, ya vivía en cada rincón.

En el corazón del vasto y extraño reino de Karla’k, donde los cielos eran eternamente oscuros y los ríos brillaban con luces que nadie podía explicar, vivía un pequeño grupo de personas comunes. No eran guerreros, ni profetas, ni entidades. Eran gente sencilla: agricultores, tejedoras, niños curiosos, ancianos que hablaban con el viento y comerciantes que vendían pan caliente en las esquinas de piedra negra. Ellos no poseían grandes dones ni secretos, pero sí algo que los había mantenido en paz por generaciones: la fe.

Karla’k, el dios del caos y de la descomposición, era también su creador. Para el mundo exterior podía parecer aterrador, un ser incomprensible y destructivo. Pero para ellos… para su pueblo, Karla’k era algo más. Era un dios amable a su manera, uno que a veces destruía para proteger, que callaba por siglos, pero que cuando hablaba lo hacía con una voz que calentaba el alma. Era extraño, sí. Pero era suyo.

Sin embargo, en las últimas lunas, algo comenzó a cambiar.

Las plegarias no eran respondidas como antes. El templo del centro del reino, hecho de piedra viva que solía respirar, había dejado de moverse. Las estatuas de Karla’k, siempre envueltas en un aura vibrante, ahora parecían frías. Y lo peor de todo… su voz, esa presencia inconfundible que a veces se sentía en los sueños o en el crujido de la madera, había desaparecido.

Fue entonces que comenzaron los murmullos. Primero, entre las mujeres que lavaban en el río. Una de ellas preguntó, casi susurrando:

—¿Creen que Karla’k se ha ido?

Otra, más anciana, frunció el ceño. —Shh, no digas eso en voz alta. Él escucha.

—¿Y si ya no escucha?

La pregunta quedó flotando en el aire como una nube oscura. Pronto, los hombres en la taberna empezaron a hablar también, entre tragos lentos de vino agrio:

—Ya no hay señales. Ni sueños, ni pesadillas siquiera. —decía uno con tono cansado.

—Tal vez... tal vez nos abandonó.

—¿Y si lo abandonamos nosotros sin darnos cuenta?

La conversación pasó a las plazas, a los caminos, a las tiendas. Los niños preguntaban por qué la estatua del dios ya no lloraba sangre como antes. Los ancianos cerraban las puertas con más fuerza por las noches, temiendo que el silencio fuera un mal presagio.

Algunos seguían fieles, murmurando oraciones, encendiendo velas oscuras, dejando ofrendas. Pero muchos más comenzaron a dudar. A preguntarse si su dios, aquel que alguna vez los protegió con caos y fuego, había decidido alejarse… o si, tal vez, ya no creía en ellos como ellos creían en él.

Y así, el rumor creció como una semilla amarga. No era rebelión. No era odio. Era algo peor: era olvido disfrazado de rutina, era costumbre sin fe. El reino de Karla’k, por primera vez en siglos, empezaba a vivir sin su dios.

La reina escarlata llevaba días inquieta. Su mente, usualmente clara y firme, estaba siendo invadida por una extraña sensación de vacío. No era miedo, ni tampoco tristeza... era una necesidad. Una necesidad de respuestas. Desde que Karla'k desapareció en el abismo, su reino había continuado su curso, pero ella no podía dejar de sentir que algo esencial había cambiado.

Aunque el sol y la luna caótica seguían bañando las tierras con su luz rojiza y plateada, aunque los campos crecían y la vida continuaba, había un silencio espiritual, una ausencia que se hacía más fuerte con cada día que pasaba. Karla'k, el dios del caos, su creador, su guía… ya no estaba. Y nadie sabía por qué.

Konan, su mejor amigo y uno de los más leales generales, también lo había notado. Pero él trataba de ignorarlo con entrenamiento. Entrenaba sin descanso, como si su esfuerzo físico pudiera tapar el desconcierto que sentía. Pero la reina lo conocía bien. Sabía que él también se preguntaba qué había pasado.

Una mañana, mientras la neblina caótica cubría suavemente los tejados del palacio, la reina escarlata se acercó a él. Lo encontró practicando con su lanza, rodeado de marcas y energía dispersa.

—Konan —dijo con voz firme pero cargada de un trasfondo emocional—. No podemos seguir así. El pueblo empieza a murmurar, a desconfiar, a imaginar cosas... Y yo... yo necesito saber la verdad.

Konan detuvo sus movimientos. La miró, y por un segundo dejó ver en sus ojos la misma incertidumbre que ella sentía.

—Entonces, ¿qué haremos? —preguntó, sin oponerse.

—Iremos a ver a la sacerdotisa del reino. Si alguien tiene conexión con lo divino, con lo que queda de Karla'k... es ella.

Dio la orden a sus soldados. Les pidió que cuidaran el reino con honor y respeto, que mantuvieran la paz mientras ella y Konan partían. Algunos intentaron detenerla, otros solo inclinaron la cabeza con respeto.

Sin más que sus armas y su fe, los dos partieron, atravesando el camino del Caos Rojo, hacia el Santuario de la Visión Olvidada, donde la sacerdotisa aguardaba.

Mientras caminaban por los senderos irregulares del Reino de Karla'k, Konan y la Reina Escarlata avanzaban en silencio. El ambiente estaba cargado de una energía extraña, como si el caos estuviera inquieto, pero no agresivo. A lo lejos, entre rocas flotantes y árboles distorsionados por la energía del lugar, vieron un par de caballos caóticos.

No eran caballos normales. Sus cuerpos parecían hechos de sombras y luz al mismo tiempo, con crines que se movían como llamas suaves y patas que apenas tocaban el suelo.

—Parece que el reino aún nos reconoce —dijo la Reina Escarlata, acercándose a uno de los caballos con cuidado.

Los animales no mostraron resistencia. De hecho, se acercaron por voluntad propia, dejando que ambos los montaran sin problema. Una vez sobre ellos, comenzaron a cabalgar rápidamente por los senderos del caos.

Mientras avanzaban a toda velocidad, el viento les golpeaba el rostro. Konan rompió el silencio.

—¿Tú crees que Karla'k esté bien? —preguntó con duda, mirando al frente—. El reino sigue de pie, pero se siente... raro.

—No lo sé —respondió la Reina Escarlata sin voltear—. Pero si algo le pasó, lo sabremos en el santuario.

Ambos callaron el resto del camino, concentrados. Los caballos los guiaron por rutas ocultas, atravesando zonas que solo los leales al dios del caos podían cruzar.

Al llegar frente al santuario, una estructura alta con símbolos flotantes girando lentamente, desmontaron. Las puertas estaban cerradas, pero al tocarlas, se abrieron solas. No hubo trampas. Ninguna trampa jamás se activaba si el visitante no tenía malas intenciones.

Entraron con calma, y ahí, al fondo del pasillo, estaba la sacerdotisa. Su figura irradiaba una paz extraña. Vestía de blanco con detalles negros, su rostro cubierto parcialmente por una capucha. Sonrió al verlos llegar.

—Bienvenidos. Pasen… —dijo con suavidad, mientras los observaba con ojos que brillaban con la esencia del caos puro, no el que destruye, sino el que transforma y da origen.

Mientras la Reina Escarlata y Konan se sentaban frente a la sacerdotisa, el ambiente se tornó más pesado, aunque no por hostilidad, sino por la intensidad de lo que estaba por revelarse. Ambos miraban con seriedad, queriendo saber qué había pasado con su dios. Konan apretaba los puños con cierta ansiedad, mientras la Reina Escarlata mantenía su porte firme, aunque también deseaba respuestas.

La figura encapuchada, la sacerdotisa, los observó con una calma profunda. Su presencia emanaba una energía que parecía envolverlos con suavidad, como si el caos se hubiera vuelto cálido y sereno por un instante.

—¿Qué le ocurrió a Karla'k? —preguntó la Reina Escarlata con voz firme.

—¿Sigue con vida? —añadió Konan con un dejo de angustia en sus palabras.

La sacerdotisa no respondió con palabras. En su lugar, extendió la mano hacia el aire y lo rasgó con un gesto. Un portal de energía blanca se abrió como una ventana hacia otra dimensión, y sin emitir una sola palabra, simplemente dijo:

—Miren por ustedes mismos.

Ambos se inclinaron hacia el portal, y ante sus ojos se reveló una escena colosal. Allí, en medio de un plano que parecía existir fuera del tiempo y del espacio, estaba Karla'k sentado en un trono de oscuridad brillante, tan caótico como majestuoso. Su rostro estaba cubierto por una sombra, pero su presencia era inconfundible. El poder que irradiaba hacía que incluso desde esa distancia el corazón se les agitara.

De pronto, tres figuras surgieron desde otro portal, uno blanco como la misma creación. No sabían quiénes eran, pero su mera existencia alteraba la lógica: un dios con cuerpo de máquina, un ser de luz que parecía el núcleo de toda creación, y un ángel de proporciones celestiales. El aire tembló.

El creador se adelantó, y sin necesidad de palabras, Karla'k se puso de pie. Ambos se miraron… y entonces ocurrió.

El choque de sus puños no fue un simple enfrentamiento físico. Fue el encuentro de dos absolutas fuerzas primordiales. El rostro de Karla'k se desfiguró por completo: una mezcla de egoísmo desbordado, sadismo retorcido y furia pura. Gritó sin voz mientras el impacto retumbaba. En ese instante, todo vibró. La existencia misma pareció desestabilizarse.

Los cielos de esa dimensión se rasgaron. Las estrellas fueron empujadas hacia atrás como si el tiempo retrocediera. Y entonces, al fondo de la visión de Konan y la Reina Escarlata… una gran explosión. No solo una explosión física, sino la misma explosión del origen.

El Big Bang. El nacimiento del todo... causado por el choque de dos dioses. Y la sacerdotisa, mientras el portal se cerraba lentamente, murmuró con un dejo de asombro y respeto:

—El caos no solo destruye. El caos… crea el principio.

Konan no supo qué decir. La Reina Escarlata apenas parpadeó. Todo acababa de comenzar. Se levantaron algo rápido listos observándose ambos mutuamente.

Konan y la Reina Escarlata se despidieron con respeto, agradeciendo a la sacerdotisa por su ayuda. Antes de que pudieran marcharse, la sacerdotisa les arrojó una bola de energía brillante, diciendo con voz suave:

—Con esto podrán observar el combate sin importar la distancia.

Konan la atrapó sin dificultad, y por un momento sintió cómo la energía vibraba entre sus dedos. Sin perder tiempo, ambas subieron a sus caballos caóticos, cuyas crines ardían como fuego inestable, y partieron rumbo al reino. El cielo parecía cargado de una tensión divina mientras cabalgaban, sabiendo que pronto serían testigos de una batalla que sacudiría los cimientos de todo lo conocido. Los caballos iban a toda velocidad, se observa a lo lejos el reino y su palacio.

Apenas los portones del palacio se abrieron, Konan y la Reina Escarlata se bajaron de sus caballos caóticos con una prisa feroz. Sin perder un segundo, canalizando toda su velocidad y poder, corrieron por los pasillos del castillo, dejando tras de sí estelas de energía y pasos marcados por la urgencia.

Al llegar al gran salón, se sentaron rápidamente en dos asientos cómodos tallados con símbolos arcanos. Sobre la mesa de obsidiana, Konan colocó la esfera de energía con una sonrisa ansiosa. Ambas sabían lo que iban a presenciar... y temían lo que podían sentir.

La esfera se iluminó, proyectando imágenes del combate. Allí estaba Karla'k, el dios del caos, sentado en su trono oscuro, con su rostro distorsionado por el egoísmo, el sadismo y una furia insondable. Frente a él, emergiendo de un portal blanco, aparecía un ser que ni Konan ni la Reina podían comprender por completo. El dios creador. A su lado, un robot divino y un ángel sin nombre, ambos irradiando una fuerza absoluta.

El choque de puños entre Karla'k y el dios creador fue brutal. Tan potente que la existencia entera tembló. Las ondas del impacto no solo sacudieron los cielos... sino que provocaron un nuevo Big Bang, una expansión de la creación nacida del caos y del poder divino.

Sin embargo, a medida que el combate avanzaba, Karla'k se tornaba más violento, más desesperado. Él no quería crear. Él quería destruirlo todo. Pero el dios creador, con una calma implacable, logró cortar el cuerpo de Karla'k con energía pura. Y en un estallido cegador, lo desintegró completamente, borrando su forma física del plano.

La esfera dejó de brillar. Solo quedó un silencio abrumador. Konan y la Reina Escarlata se quedaron inmóviles. Algo dentro de ellas se quebró. Sentían vergüenza. Sentían rabia. Sentían una venganza ardiendo en sus almas. Su dios había muerto. Su bondadoso dios del caos había sido aniquilado.

La Reina Escarlata apretó con rabia las telas oscuras de su vestido, sus dedos temblaban de pura frustración. A su lado, Konan hizo lo mismo, cerrando los puños sobre su capa desgarrada mientras contenía la furia que hervía en su pecho. La imagen de Karla’k cayendo, el cuerpo de su dios hecho pedazos por aquel ser creador, les quemaba en la memoria como una herida reciente, abierta… sangrante.

Ambos guardaron unos segundos de silencio. No por respeto, sino por contener el grito de venganza que se formaba en lo más profundo de su alma.

Sin decir palabra, se giraron con determinación. Sus pasos resonaron con fuerza sobre el mármol del salón, avanzando con furia contenida por los pasillos del castillo caótico. Las antorchas temblaban a su paso. Las sombras parecían retroceder.

Al llegar a la gran plaza del cuartel, Konan y la Reina Escarlata se detuvieron frente a las columnas de soldados del reino. Guerreros cubiertos con armaduras oscuras, rostros ocultos tras máscaras de guerra, aguardaban en silencio.

Entonces, la Reina Escarlata habló, con voz firme, rota por el dolor, pero ardiente por la ira:

—Soldados… —tragó saliva—. Karla’k ha muerto.

Un estremecimiento recorrió las filas. Algunos bajaron la mirada, otros apenas pudieron contener un rugido de angustia.

—Ese dios, ese impostor de la creación… ¡lo asesinó! —continuó Konan, levantando su puño cerrado—. ¡Nuestro dios del caos fue destruido ante nuestros ojos! ¡Y no haremos silencio!

La Reina Escarlata dio un paso al frente, con la mirada encendida:

—¡Hoy, empieza la caza! ¡Reunid las armas, llamad a las bestias del abismo, traed a los generales del caos! ¡El universo sentirá la furia de quienes han perdido su origen!

Los soldados rugieron al unísono, el sonido reventó el aire como un trueno. La guerra había sido declarada. La oscuridad ya no lloraría. Iba a desatarse.

En otro rincón del universo, muy lejos del campo de batalla, una explosión de energía distorsionó los cielos. Las estrellas parecieron parpadear con temor y el eco de una ruptura cósmica sacudió incluso los rincones más oscuros de la existencia.

Kafka, Adrien, Kimi y Saucher los hijos de la oscuridad sintieron de inmediato el cambio. Una presión abrumadora se apoderó del aire que respiraban. Los cielos ennegrecidos por su propia aura se iluminaron por un instante con una luz que no les pertenecía.

—¿Qué fue eso...? —preguntó Kimi, mirando al cielo con preocupación.

—Esa energía... no era nuestra... —murmuró Adrien, frunciendo el ceño.

—Kafka, tú puedes ver más lejos —intervino Saucher, sin ocultar su inquietud—. Dinos... ¿qué ocurrió?

Kafka guardó silencio. Su mirada, más aguda que la de los otros, atravesó las capas del universo hasta dar con la escena final… Y lo vio.

Lo vio todo. El instante exacto en el que Karla’k, su creador, su dios, su padre, era cortado en dos por la luz celestial de aquel ser. El silencio que siguió fue helado.

Kafka bajó lentamente la mirada. Una lágrima solitaria rodó por su mejilla. La primera en eras. Su cuerpo temblaba, no de miedo… sino de una pena que perforaba el alma.

—Murió... —susurró con voz quebrada—. Karla’k... fue asesinado.

El aire se detuvo. Kimi cayó de rodillas, como si el peso de la noticia la hubiera arrojado al suelo. Adrien apretó los dientes y desató un grito contenido que distorsionó el espacio a su alrededor. Saucher miraba al vacío, paralizado, como si aún esperara que fuera una mentira.

—¿Cómo? —murmuró Kimi— ¿Cómo puede morir el caos? ¿Cómo puede morir… papá?

Kafka levantó el rostro. Sus ojos, empapados por una furia contenida, se iluminaron con un negro intenso.

—Ese dios… ese maldito dios de la creación... nos quitó a nuestro padre. —Su voz resonó como un eco abismal—. No sé si podemos vengarlo… pero juro que lo intentaremos.

Adrien cerró los ojos. Luego asintió, con solemnidad:

—Entonces que el universo tiemble... porque los hijos de la oscuridad acaban de perder su luz.

Adriene estaba en lo alto de una torre hecha de oscuridad pura, en un plano profundo donde el eco de los conceptos aún vibraba con energía caótica. Cerró los ojos por un instante, y en medio del silencio percibió un susurro… un grito ahogado que viajaba a través de las dimensiones, una mezcla de rabia, dolor y sed de venganza. Su mirada se tornó seria, y girando hacia sus hermanos dijo con firmeza:

—¿Lo escucharon? El reino de padre… está ardiendo por dentro. Sienten lo mismo que nosotros. Es hora de actuar.

Sus hermanos, cada uno una mezcla viva entre caos, sombra y poder puro, asintieron sin dudar. Adriene alzó la mano y rasgó el aire frente a ellos con una línea negra. La grieta dimensional se abrió con un chillido, revelando la visión de un reino teñido de rojo, donde una tormenta perpetua parecía gritar el nombre de Karla'k.

Uno a uno atravesaron el portal.

Apenas pusieron pie en el terreno oscuro del Reino de Karla'k, dos soldados del lugar se les cruzaron, con sus lanzas apuntando directamente a ellos. Sus ojos brillaban con energía oscura y sus armaduras estaban hechas de fragmentos sólidos de sombra.

—¡Deténganse! —exclamó uno de ellos—. ¿Quiénes son y cómo se atreven a irrumpir en este santuario del caos?

Adriene dio un paso al frente, con el rostro serio.

—Somos hijos de Karla'k… del caos y de la oscuridad misma. Venimos porque sentimos su caída. Venimos a hacer lo que ustedes desean: venganza.

Los soldados se miraron entre sí por unos segundos. Entonces uno bajó su lanza, y el otro asintió lentamente.

—Siganme. La Reina Escarlata debe escucharlos.

Los guiaron por los caminos rocosos y flotantes del reino, pasando por soldados reunidos, altares que lloraban sangre negra y banderas rasgadas que aún llevaban el símbolo del caos eterno. Cuando llegaron al trono central, la Reina Escarlata los esperaba de pie, envuelta en su manto negro y rojo, con su mirada fija en ellos.

—Así que… los hijos perdidos de Karla'k han sentido su final —murmuró ella con un dejo de nostalgia y furia contenida—. Bien… si están aquí, significa que su sangre aún clama por justicia.

Adriene respondió con firmeza:

—Queremos formar parte de lo que sea que estén planeando. No descansaremos hasta que el dios que lo asesinó pague con cada fibra de su existencia y si es posible su cuerpo.

La Reina asintió lentamente, apretando sus ropas negras con rabia en los dedos.

—Entonces escuchen. El ejército se está preparando, pero necesitaremos algo más que fuerza. Ese dios no es cualquiera. Es una aberración… y para vencerlo, debemos unir todas las ramas del caos, todas las formas de oscuridad, todos los fragmentos de lo que fue Karla'k. Ustedes serán piezas clave.

Los relámpagos resonaron en el cielo como si el reino aprobara el pacto silencioso.

—Hoy, comienza el contraataque —dijo la Reina Escarlata con una voz que se extendió como eco eterno—. Hoy, el caos se levanta.

Fin.