Después de un breve silencio, Rachel rompió la calma.
—¿Sabes cómo llegaron a este acuerdo? —preguntó con un tono sereno, pero con un toque de sarcasmo—. Después de todo, no creo que ambas partes hayan aceptado sin más. Debe haber intereses en juego.
Leonel la miró con indiferencia.
—Por mi parte, solo te diré una cosa: me enteré hace poco. Puede haber una razón personal y otra que todavía desconozco. Pero tarde o temprano lo sabremos —dijo con una voz carente de emoción, con un dejo de ironía—. De todos modos, lo hecho, hecho está. No se puede deshacer tan fácilmente.
Su tono cambió ligeramente cuando agregó:
—Aunque, si queremos salir lo menos afectados posible en nuestras vidas diarias, lo mejor será llegar a un acuerdo.
Rachel arqueó una ceja.
—¿Un acuerdo? —repitió con calma, pero con una mirada inquisitiva—. Para ti, un acuerdo puede ser la mejor solución. Pero tú no fuiste transferido, ¿verdad? No tienes idea de las consecuencias si alguien más llega a enterarse.
Leonel suspiró.
—Las consecuencias pueden ser muchas, y seguro habrá más problemas a futuro. Aunque, por ahora, esta situación no me afecta demasiado, eventualmente lo hará. Por eso, insisto, lo mejor es llegar a un acuerdo.
Rachel entrecerró los ojos, analizándolo.
—Podemos hacer un acuerdo, sí. Pero no eres alguien que los cumpla con facilidad. Y, como ya sabes, los acuerdos pueden romperse. ¿Cómo puedo confiar en que lo respetarás?
Leonel sonrió levemente.
—Es cierto que los acuerdos pueden romperse, pero también tienen consecuencias. Y esas consecuencias dependen de la gravedad de la ruptura. Podemos establecer normas que nos beneficien a ambos.
—¿Qué normas tienes en mente?
—Para empezar, un acuerdo de no interferencia mutua. Es decir, tú no te metes en mi vida personal y yo no me meto en la tuya.
Rachel se cruzó de brazos.
—Eso suena bien en teoría, pero no es tan simple. No podemos ignorar nuestra situación. Si nuestros padres se enteran, nos meteríamos en problemas. ¿Entiendes lo que implica?
—Lo entiendo —admitió Leonel—. Pero podemos definir excepciones para que ninguno de los dos salga perjudicado. No será fácil, pero será la mejor manera de manejar esto hasta que el acuerdo ya no sea necesario.
Rachel lo observó con curiosidad.
—¿Eso significa que aceptaste nuestra situación?
—No la acepto ni la niego. Pero ya estoy metido en esto, igual que tú. ¿O me equivoco?
Rachel suspiró.
—Lo he aceptado hasta cierto punto, pero tampoco lo he negado. Esta situación fue creada por nuestras circunstancias, y tal vez haya planes que aún desconocemos. No podemos hacer nada al respecto.
De repente, una chispa de picardía cruzó sus ojos.
—Sabes… creo que ya descifré tu forma de pensar, pingüino de cala larga.
Leonel entrecerró los ojos con diversión.
—Mira quién lo dice, doncella de Mercurio. Eres tan venenosa que seguro me meterás en problemas.
Rachel hizo una mueca.
—¿Mercurio? ¿Por qué no plata o incluso oro? Soy demasiado brillante para que puedas opacarme, pingüino.
—Tal vez. Pero recuerda que lo que brilla demasiado atrae cosas no deseadas, como insectos. Así que cuida tu brillo… y tu veneno.
Rachel se levantó con un puchero.
—De acuerdo, dejemos esto aquí. Esta vez ganaste, pero la próxima te venceré.
Cambiando de tono, añadió:
—Supongo que ya te han dicho que me transferirán a tu escuela. Así que debemos mantener nuestra situación en secreto. Evitemos que nos vean juntos en lugares que puedan generar malentendidos.
Leonel asintió con indiferencia.
—Era obvio. No necesitamos problemas innecesarios. Solo me dijeron que te presentaré en la escuela y que, tal vez, estemos en el mismo grado.
—Lo más probable es que sí —confirmó Rachel—. Pero estar en el mismo salón puede complicar las cosas. Tu idea del acuerdo es útil, pero no suficiente. Debemos encontrar una solución más viable para evitar problemas con el consejo estudiantil y la escuela.
Leonel dejó escapar un suspiro.
—Siento que esto nos va a causar un dolor de cabeza.
Rachel sonrió mientras se sentaba.
—Al menos brindemos por ello —dijo, levantando su copa.
Leonel la imitó, y el sonido del cristal resonó en el aire.
Lo que ninguno de los dos sabía era que, debajo de la mesa, un micrófono oculto había captado cada palabra. En otra habitación, sus padres escuchaban atentamente cada detalle de la conversación.