Adriana miró a su padre y se agarró de las barras de hierro de la prisión. Tenía lágrimas en los ojos. —Padre... lo siento...
—¿Lo sientes? ¿De verdad? —se burló él—. Si ese es el caso, ¿por qué no me liberas de este infierno?
Adriana negó con la cabeza. Él era el mismo de siempre, incluso en su lecho de muerte. —Padre, ¿por qué me odias tanto? —preguntó, secándose las lágrimas.
—Me recuerdas a una mujer con la que nunca debí haber estado. Solo amé a una mujer en mi vida y esa fue mi primera esposa a la que marqué. Tu madre se había enamorado de mí y le dejé claro que yo nunca podría ser su hombre, aun así, ella me siguió. Era asquerosa de cierta manera —Kuro empezó a reír torpemente.
—¿No la respetaste ni una sola vez?