Los días se convirtieron en semanas, y antes de que me diera cuenta, la inevitable llegada de las clases se cernía sobre mí. Mi horario había sido tan implacable—reuniones, tareas y compromisos personales—que ni siquiera me había dado cuenta de cuánto Cole y yo nos habíamos distanciado.
Al principio, no le di importancia. Cole siempre estaba ocupado con el trabajo, y me había convencido de que así era como debían ser las cosas.
Pero cuando tomé un raro descanso, la realización me golpeó como una ola. Ya no éramos los mismos. Las pequeñas cosas—las rutinas reconfortantes y los momentos compartidos—ahora estaban flagrantemente ausentes.
Rara vez se quedaba en mi apartamento. Las mañanas en las que solía despertar con el olor de su cocina habían desaparecido. No compartíamos comidas ni nos reíamos por algo trivial. Incluso el simple acto de estar juntos, haciendo nada más que hablar, parecía haberse esfumado.