Capítulo 24: Pensamientos de la infancia

Cita: Lo superficial es fácil de ver, pero el interior, ¿por qué no?

15 de agosto de 2014

El cielo se teñía de un naranja suave bajo la luz del sol de la tarde. A lo lejos, el canto de los pájaros se mezclaba con la música de los vecinos y el eco de los autos que pasaban por la calle. Dentro de la casa, el sonido se filtraba a través de las paredes, amortiguado pero constante.

Marcos Lamprogue estaba en su habitación cambiándose junto a su hermano mayor. Sus movimientos eran sutiles, como si siguiera un proceso predefinido. Sin embargo, su mente estaba ocupada en otra cosa.

¿Alguna vez han reflexionado sobre el poder de la infancia? Es asombrosamente fuerte y, al mismo tiempo, puede ser peligroso.

Si observamos con atención a los niños mientras juegan, ríen, lloran o incluso manipulan para conseguir lo que quieren—ya sea mintiendo, engañando o imponiéndose sobre sus compañeros—, notaremos algo interesante: ese comportamiento no es exclusivo de la niñez. También los adultos, e incluso los ancianos, pueden actuar de manera egoísta o manipuladora.

A lo largo de mis reflexiones, he llegado a ciertas conclusiones:

Los niños pueden ser manipuladores y engañosos.

Si crecen rodeados de excesivos mimos y complacencias, es posible que desarrollen actitudes que, lejos de desaparecer, se arraiguen en su personalidad adulta, moldeando la forma en que enfrentan el mundo.

Ahora bien, ¿qué pasaría si los niños fueran plenamente conscientes de este "poder"? Si lograran conservarlo y perfeccionarlo con el tiempo, podría convertirse en una herramienta formidable en la juventud y la adultez. Sin embargo, esto rara vez sucede. La mayoría de los recuerdos y experiencias de la infancia se desvanecen con los años, dejando solo rastros de lo que alguna vez fuimos.

Por supuesto, la educación y la madurez juegan un papel clave en este proceso. Aprender, evolucionar y adaptarse es parte del crecimiento. Y eso está bien.

Se agacha para ajustarse los zapatos. Sus movimientos son casi imperceptibles, como si cada acción fuera una parte automatizada de su rutina. Mientras desliza los dedos por los cordones, su mente sigue otro proceso, uno que no involucra sus manos, sino sus pensamientos.

En la infancia, los niños buscan la validación de sus padres. Cuando no la reciben, intentan esforzarse más, pero hay un límite. Si son ignorados constantemente, pueden llegar a creer que no son amados. Como consecuencia, se vuelven más vulnerables a la manipulación de cualquiera que les brinde un poco de afecto.

Muchos padres critican a sus hijos con la intención de hacerlos mejores, pero en realidad terminan imponiéndoles expectativas que los hacen sentir valiosos solo si las cumplen. Esto puede generar inseguridad y miedo al fracaso. En algunos casos, los niños parecen no verse afectados o incluso desarrollan independencia a temprana edad. Sin embargo, estos mecanismos de defensa pueden llevarlos a aislarse aún más.

Es cierto que algunas personas convierten sus experiencias en una fuente de poder personal, pero no todos lo hacen con ese propósito. Algunos simplemente desarrollan resiliencia para sobrellevar las adversidades. Un ejemplo de ello es mi madre, Yamileth. A pesar de los golpes de la vida, siempre se levanta. Puede que sea terca, pero jamás se rinde.

Marcos pasó la palma de la mano por su camisa, alisando una arruga inexistente. Sus ojos quedaron fijos en el techo.

Las emociones humanas son tan intensas que casi pueden sentirse en el aire. Los niños perciben el peligro de manera instintiva; su mecanismo de lucha o huida se activa. Pero no es que sean buenos o malos, simplemente están aprendiendo. Igual que yo. Analizando.

Al final, solo son observaciones. Nada más.

Marcos desvió la mirada hacia Enoc, que cantaba a su lado mientras se ponía los zapatos. Pero él seguía sumergido en sus pensamientos.

Hoy cumplo cinco años, pero a nadie le importa. En realidad, a mí tampoco.

Mido lo mismo que mi hermano mayor, que tiene siete. Me peiné con la raya en el centro porque, de un lado, el cabello me crece más largo. Pensándolo bien, Katherine cumplirá tres años pronto.

Hace casi un año hablé con los psicólogos humanos. Fue una experiencia interesante. Tal vez en el futuro los vuelva a ver.

Recientemente compraron una hamaca, y ahí me acuesto con Enoc y Katherine a ver caricaturas en el canal 25. Los dos lloran cuando Yamileth, nuestra madre, se va. También lo hacen cuando mi padre solo viene a dejarnos dinero y comida y luego se marcha. Es natural. Son pequeños, aún no entienden. Por eso no le doy demasiada importancia.

Antes podía ver las auras con claridad, pero ahora solo las siento. Percibo la atmósfera, las emociones, incluso una especie de electricidad en el ambiente. Todo lo noto. Y en mi mente, le doy forma usando mi imaginación, creatividad, inteligencia y sabiduría combinadas.

Es decir, aunque ya no las vea como antes, puedo visualizarlas en mi mente, como el vapor que solía observar.

En resumen, siento todo y nada al mismo tiempo.

También he desarrollado una percepción espacial extraña. Sé exactamente dónde estoy y dónde están los demás. Puedo "meterme en sus ojos", ver desde su perspectiva y notar los puntos ciegos que normalmente pasarían desapercibidos.

Es como ver en 3D, aunque, cuando salgo de mi cuerpo, es casi lo mismo. También al estar suspendido en el aire. Son experiencias parecidas, pero siempre hay algo que las distingue.

Además, sé matemáticas: sumar, restar y multiplicar. Aprendí algo de inglés viendo televisión y un poco de japonés con los animes.

Yamileth se sorprendió por mi estatura. Se puso extraña, decía que eso no era normal… pero al final la convencí de que sí lo era.

Ahora mismo, Yamileth nos está hablando. Al parecer, vamos a salir a algún lugar. Enoc lleva ropa formal, igual que yo, pero Katherine está aún más arreglada gracias a la tía Sofía. Todos lucimos bien, incluida Yamileth.

—Vámonos, niños, ya es tarde —dice mientras se acomoda el bolso en la puerta.

Camino hacia la salida, con Enoc y Katherine siguiéndome mientras se ajustan la ropa.

—Ya estoy listo, mamá —dice Enoc, corriendo hacia ella. Katherine sonríe a mi lado.

—Yo también estoy listo —menciono, pero nadie me escucha. Ni siquiera Katy, como suelo llamarla ahora.

Afuera, el sonido de los autos llena el ambiente. Vendedores ambulantes ofrecen sus productos en las calles y hay nuevas tiendas en el barrio. El olor a gasolina se mezcla con el aire.

Caminamos por la acera. Ahora hay más árboles; todo parece más conectado con la naturaleza. Las calles están en buen estado… o al menos eso es lo que el gobierno quiere hacer creer.

Llegamos a la esquina. Justo en ese momento, aparece el autobús.

Subimos. En el camino, Enoc habla sin parar sobre los árboles de bambú, mientras Yamileth tampoco deja de conversar. Katherine solo ríe.

Yo, en cambio, observo. Analizo a cada pasajero, identifico posibles amenazas. Antes, quizá las habría eliminado sin dudarlo, pero ahora… mientras no representen un peligro para los humanos que me han cuidado, es suficiente.

Miro por la ventana. Las casas están cubiertas de grafitis. Los pandilleros siempre controlan los barrios. No cabe duda: tengo que estar siempre alerta.

El trayecto avanza. Los niños se quedan dormidos y Yamileth también. Debe de estar agotada. Por eso siempre tengo que estar atento. No importa qué pase: si surge una amenaza, la eliminaré. Pero mientras no represente un peligro, no actuaré.

Desvío la mirada de la ventana.

Un hombre, al fondo del autobús, no deja de mirar a Yamileth. En un momento, sus ojos se desvían hacia mí.

No aparto la mirada.

Su expresión cambia de inmediato. Parpadea varias veces, se hunde en su asiento y murmura algo para sí mismo. Dice que lo maté con la mirada.

Al cabo de unas horas, desperté a Yamileth. Ya casi llegábamos a nuestro destino: la iglesia.

Lo supe porque lo mencionó en algún momento del trayecto.

Luego desperté a Enoc, mientras Yamileth se encargaba de Katherine.

Al bajar, lo sentí. Miradas. Presencias.

A unos cincuenta metros de distancia.

Cinco a la izquierda. Seis a la derecha. Ojos fijos en nosotros desde una casa de dos plantas. No podía calcular cuántos eran con exactitud, pero estimaba unas veintiocho personas vigilándonos.

Métete en sus ojos...

Lo logré.

Ubicación. Pensamientos. Todo quedó claro.

"¿Quiénes son estos nuevos conejillos de indias?"

"Qué buena está la chamaca."

"Ni siquiera nos ven desde aquí."

Adrenalina. Sus emociones eran intensas: preocupación, excitación. Podía percibirlo todo con claridad.

Mujeres embarazadas. Doce. Edades desde los veinte en adelante.

Hombres. Desde recién nacidos hasta adultos.

El sonido del metal. Pistolas cargándose. Machetes. Hondas. Más personas acercándose.

Sus auras eran diferentes.

Análisis en tres segundos...

La atmósfera era tensa; podía sentir que esto no acabaría bien. Yamileth, Enoc ni Katherine parecían darse cuenta.

Entonces, entramos a la iglesia.

Era completamente blanca, por dentro y por fuera. Todo aquí parecía transmitir paz, aunque las miradas en la calle contaban otra historia.

El suelo de cerámica reflejaba la luz. Los pastores cantaban. Yamileth se puso una mantilla blanca y transparente. Los niños jugaban en el suelo, pero yo podía verlo todo desde arriba.

Aunque mi cuerpo estaba dentro, también podía estar afuera.

Las cámaras me mostraban todo, como si fuera omnisciente. Pero omnisciente… solo mi creador.

Los cantos eran hermosos.

Estamos de fiesta con Jesús, al cielo queremos ir…

Canté a todo pulmón.

Las voces llenaban el lugar. Luego, poco a poco, la energía del momento comenzó a calmarse. Después de cantar, nos dirigimos a los asientos. Me senté junto a Enoc y Katherine, mientras Yamileth se acomodaba a nuestro lado. El ambiente seguía vibrando con la emoción de los cánticos, pero ahora con una tranquilidad que invitaba a escuchar.

Entonces, un hombre subió al altar. Llevaba corbata y una camisa de manga larga, roja como el vino, metida dentro de su pantalón negro.

—Buenas tardes, hermanos. Dios les bendiga. Hoy quiero compartir con ustedes una reflexión, inspirada en Dios y en todos nosotros, sus hijos.

Hizo una pausa. Su mirada recorrió a todos los presentes.

El público aplaudió, incluida Yamileth. Luego, con voz firme, el pastor continuó:

—Algunas personas creen que, al aceptar a Dios, han perdido una batalla contra los cristianos. Pero yo les pregunto: ¿por qué piensan que han perdido?

A su alrededor, la gente comenzó a mirarse entre sí. Al parecer, sus palabras estaban causando impacto. O eso creí.

—Nadie pierde. Nadie gana. Lo que todo hijo de Dios debe buscar es algo más profundo…

Hizo otra pausa.

—La verdadera reflexión, hermanos míos…

En ese momento, alguien se puso de pie de golpe.

El sonido de la silla arrastrándose rompió el ambiente de la iglesia.

—A ver, dime, su santidad. Solo quiero una cosa. Dame una razón, una sola, para creer en tu supuesto Dios.

Las personas comenzaron a murmurar entre sí.

Mi madre estaba confundida, pero a la vez molesta.

El pastor sujetó con firmeza el micrófono y, con calma, respondió:

—Dios es único. No hay otro. En cuanto a tu pregunta, querido hermano, puedo ayudarte, pero no puedo obligarte a creer. ¿Quieres continuar?

El joven asintió. Miró alrededor, como si tuviera todo bajo control.

—Supongamos que Dios no existe. Llega el día del rapto y no pasa nada. Bueno… nunca hubo nada. Yo hice el bien en este mundo. ¿Qué gano yo? Nada. ¿Qué ganas tú? Nada.

Silencio.

Solo se escuchaba la música de los pandilleros afuera y las risas de los niños jugando.

El pastor tomó aire. Su voz sonó más profunda esta vez:

—Ahora, si Dios viene y nos lleva a todos, ¿qué gano yo? Todo. ¿Y tú?

Los aplausos resonaron en la iglesia como una alabanza.

El joven titubeó. Su voz sonó insegura, pero trató de ocultarlo con enojo:

—Eso… eso… ¡No responde mi pregunta! Solo desviaste la conversación.

El pastor lo miró con serenidad.

—Prójimo, mi respuesta aclara todas tus dudas, tanto las que dijiste… como las que no.

El joven giró sobre sus talones y salió con pasos pesados y rápidos.

Detrás de él, los aplausos sonaban como una tormenta que lo empujaba hacia la calle.

Cuando cruzó la puerta, una nueva alabanza comenzó a sonar.

La congregación retomó el canto, disipando cualquier rastro de tensión en el ambiente.

Con el paso del tiempo, el culto llegó a su fin. La gente se despidió con sonrisas y abrazos, como si nada hubiera pasado.

Cantar para nuestro creador había sido hermoso, pero ahora nos tocaba enfrentarnos a lo inevitable: los pandilleros.

Eran las cinco de la tarde. Mientras salíamos, le dije a Yamileth que nos mezcláramos con la multitud. Pero, de repente, Enoc soltó mi mano y corrió hacia un juguete de Goku que estaba tirado en la calle.

No tenía otra opción que seguirlo.

—Enoc, no vuelvas a hacer eso. Podríamos perdernos, y Yamileth se preocuparía si no nos ve —le dije, acercándome a él.

Él me miró sorprendido.

—Hablas raro, como si fueras un adulto —dijo, extrañado.

No quería seguir con esa conversación. Pero antes de que pudiera responder, los pandilleros aparecieron.

Uno de ellos tenía tatuajes en la cara. Iba sin camisa y sus ojos eran tan oscuros como la noche. Su cabello estaba rapado casi al ras.

Sentí la presencia de más personas a lo lejos.

Yamileth apareció y nos miró preocupada. Caminó rápidamente hacia nosotros para llevarnos de vuelta. Pero entonces, el pandillero de los tatuajes nos miró con una sonrisa torcida. Luego, sin prisa, sacó un bate y lo señaló en nuestra dirección.

No dijo una sola palabra. No hizo falta.

Miré a mi alrededor en busca de algo que pudiera usar como defensa: una piedra, un palo… pero no había nada.

¿Tendría que usar la fuerza bruta? No.

Miré a Enoc. Miré a mi madre, que ya casi llegaba. Miré a las personas de la iglesia, que venían en nuestra dirección.

Y entonces…

Las presencias que había sentido al llegar aquí se hicieron más claras en mi mente. Se movían rápido. Muy rápido.

Los vi a lo lejos.

No eran pandilleros.

Eran soldados.