Capítulo 25: ¿Qué es la justicia?

Enoc me miró y corrió hacia mí. Yamileth hizo lo mismo.

Entonces, disparos. Un estruendo seco y mortal rasgó el aire. Sin aviso. Sin señales previas. Las balas silbaron a nuestro alrededor.

Enoc, asustado, echó a correr sin rumbo, sus pies resbalaban sobre el suelo. El pánico se propagó como una plaga. Algunos quedaron inmóviles, paralizados por el shock. Otros intentaron mantener la calma, aferrándose a la idea de que todo acabaría pronto. Pero la realidad era otra: estábamos en medio de un tiroteo.

Vi a Enoc zigzaguear entre las balas, agitado, buscando desesperadamente algo a lo que aferrarse. Corrí tras él. Todo se ralentizó, como si el tiempo se negara a seguir adelante.

Cuando la vida está en juego, el cuerpo reacciona por instinto. El olor a pólvora quemaba mis fosas nasales. El eco de los disparos perforaba mis oídos, mezclado con los gritos de pánico. El tintineo de los casquillos al caer era un sonido hueco, metálico. Rostros desencajados. Cada detalle quedó grabado en mi mente.

Atrapé a Enoc y lo jalé con fuerza, sintiendo su temblorosa respiración contra mi brazo. Yamileth corría hacia nosotros, el miedo grabado en su rostro. Nos encontramos en el camino y nos lanzamos detrás de un auto, el metal caliente presionando nuestras espaldas. Otros hicieron lo mismo, refugiándose tras árboles y vehículos.

Esto no es normal. No pueden abrir fuego con civiles presentes.

¿Cómo lo sé?

Desde un punto elevado, los soldados respondían al fuego, pero no con verdadera intención. Sus disparos eran erráticos, desordenados. No parecían querer eliminar la amenaza, solo aparentarlo.

Del otro lado, los pandilleros devolvían el fuego, parapetados tras las esquinas de las casas. Disparaban ráfagas cortas, rápidas y controladas.

Los gritos de la gente se mezclaban con el estruendo de las armas. Vi a una mujer tirada en el suelo, con los brazos sobre la cabeza, temblando. Un hombre se arrastraba desesperado para cubrirse detrás de un carro.

Pasaron segundos que se sintieron como minutos. Y luego, como si alguien diera una señal, la intensidad de los disparos comenzó a disminuir. No de golpe, sino poco a poco. Unos disparos esporádicos aquí y allá.

Los últimos disparos se perdieron en la distancia, como el eco de una tormenta alejándose. Nadie se movió. La quietud pesaba, más sofocante que el estruendo de las balas.

Katherine estaba con Yamileth. Enoc, a mi lado. Era el momento.

Me escabullí entre las sombras, dejando a Yamileth con los niños. Rodeé la iglesia sin llamar la atención, evitando cualquier ruido.

Me detuve. Arriba, una colina se alzaba. Un sendero estrecho la atravesaba. Lo tomé sin apurarme, atento a cualquier movimiento. Antes de seguir, miré hacia abajo.

Y entonces lo entendí todo.

Los soldados hablaban con los pandilleros. Tranquilos. Relajados. Como si nada hubiera pasado. Como si no hubieran disparado contra una multitud.

La gente de la iglesia comenzaba a salir. Busqué a Yamileth, pero en el mar de rostros la perdí de vista.

No importa.

Seguí subiendo. Más arriba, dos figuras conversaban bajo un sol abrazador. A pesar del caos, del miedo aún vibrando en el aire, el cielo seguía despejado, indiferente. La luz dorada bañaba la colina, proyectando sombras nítidas en el suelo, como si nada hubiera pasado.

Sus cuerpos eran siluetas recortadas contra la claridad. No parecían nerviosos. No parecían preocupados.

—No vuelvan a disparar —ordenó uno de ellos con voz firme, intentando mantener el control.

—No nos llevaremos a nadie —respondió el otro. Pero algo en su tono me hizo dudar.

Uno era pandillero. El otro, soldado. Dos hombres altos, entrenados. Líderes de sus bandos.

El pandillero manipulaba al líder de los soldados, pero, sinceramente... esa plática de poder era ridícula.

No es que me crea superior, pero esto era absurdo. Literalmente, son niños.

Hablan como dioses, pero solo juegan a serlo. Un teatro para inflar su ego, para convencerse de que están por encima de los demás.

Bueno, no soy quién para criticar. Ya tengo la información que necesitaba. Es hora de irme.

Descendí de la colina con calma, pero mi pie tropezó con una piedra. Caí de golpe. El polvo se elevó a mi alrededor.

"No vayas donde no te llaman", siempre dice Yamileth. Esta vez me lo busqué, supongo.

Me sacudí la ropa para irme, pero mi mirada se desvió hacia un niño frente a mí.

—¡Eh, tú, niño! ¿Qué haces ahí?

Es un pandillero. Se nota en su postura, en la forma en que se planta, listo para pelear. No tiene más de diez, tal vez doce años.

—Lo siento, me perdí en la multitud —dije sin emoción y empecé a caminar.

—¿Sabes pelear, niño? Peleemos. Y si no sabes, yo te enseño. Pero primero, peleemos.

Eso no tiene el menor sentido.

—No sé pelear —respondí sin detenerme—. Seguramente me ganarás. Ahora, si me disculpas, debo irme.

—¿Me estás diciendo que no? —su voz tembló de furia contenida—. No sabes quién soy, ¿verdad? Ahora mismo te mostraré quién soy.

Suspiré.

—No quiero faltarte el respeto. No busco problemas.

Lo dije, pero pude sentir su aura de rabia y placer. Sonrió como si estuviera planeando algo. Un silencio se extendió.

Un crujido en la tierra. Otro par de pasos acercándose.

El líder de los soldados apareció. No estaba solo. A su lado, otro niño. Misma edad. Mismo vacío en la mirada.

Detrás de ellos, una sombra en movimiento. El líder de los pandilleros también venía.

Cuatro en total.

Ya entendí. Estos niños son su legado. Sus futuras marionetas.

—Tú, niño. ¿Quién eres y qué haces aquí? —preguntó el soldado. Su tono no mostraba curiosidad. Era una orden.

—Me perdí en la multitud. No volverá a pasar —respondí con calma, inclinando levemente la cabeza en señal de respeto.

El soldado pareció satisfecho.

—Está bien… pero quédate. Quiero que veas lo que está a punto de ocurrir —dijo con voz calculada.

El líder de los pandilleros se acercó con una sonrisa torcida.

—Eso mismo. Quédate. Pero no se vale llorar cuando veas quién es aniquilado.

Lo ignoré. Luego, comenzaron a subir la colina.

—No entiendo de qué hablan, pero si mi presencia les basta, no tengo objeción —dije sereno antes de empezar a caminar tras ellos.

Cuando llegamos a la cima, había un campamento improvisado. Soldados y pandilleros mezclados, como si fueran parte de un mismo ejército. Pero esto no era un campamento cualquiera.

Nos adentramos. Algunos soldados y pandilleros me miraron. Sus ojos, ocultos tras sus máscaras, reflejaban algo indescifrable… o eso creían. Luego desviaron la vista.

Los líderes reunieron a todos en un círculo alrededor de sus hijos.

Para este teatro de violencia, llamémoslos Abel y Caín. Un hermano sacrifica, el otro traiciona. Pero aquí, ambos disfrutan el espectáculo.

El combate estaba a punto de empezar.

—¡Ya sabes, aniquílalo, Marvin! —exclamó Caín con sorna.

Abel alzó la mano.

—El que pierda… ya sabe lo que le espera.

La mano de Abel descendió como un juez implacable.

No hubo más palabras.

Solo combate.

El hijo de Abel tenía un entrenamiento más versátil. Era técnico, disciplinado. Cada movimiento medido, cada gesto producto de años de instrucción. Además, casi el doble de grande que Marvin. Músculos tensos, espalda recta. Rígido. Su fuerza no venía solo del cuerpo, sino del adoctrinamiento.

Marvin, en cambio, peleaba con instinto. Movimientos sucios, rápidos, impredecibles. Sin esquemas. Sin reglas. Solo puro impulso y algo de artes marciales mezcladas con la brutalidad de la calle.

Al principio, se midieron. Se movían en círculos. Un paso. Otro. Analizándose como depredadores que buscan la primera abertura.

Marvin atacó primero. Un golpe directo al rostro.

El aire se rompió con el movimiento. Pero falló.

El hijo de Abel esquivó con precisión. No contraatacó. Solo se mantuvo en guardia. Pero había algo mal en su postura.

Era demasiado rígido. Cada músculo, demasiado tenso. Como si estuviera más enfocado en protegerse que en ganar.

Marvin lo notó. Y le sonrió. Se deslizó de un lado a otro. Más ágil. Buscando el punto débil. Tanteando el terreno.

Y entonces cometió un error.

Un respiro demasiado lento. Un pie colocado unos centímetros fuera de lugar. No mucho. Pero suficiente.

El hijo de Abel reaccionó al instante.

Un solo golpe. Seco. Preciso.

El impacto fue brutal. Marvin apenas tuvo tiempo de entender lo que pasaba antes de que su mundo se volviera negro.

Su cuerpo se desplomó. Como una marioneta cortada de sus hilos.

El polvo se levantó alrededor de su silueta inerte.

Un silencio denso.

Caín avanzó sin prisa, con pasos pesados. Los ojos de todos lo seguían. Se detuvo junto al cuerpo de Marvin. Sacó su arma.

El silencio se volvió insoportable.

Disparó.

El disparo sonó seco. Marvin no parpadeó. Sus ojos quedaron abiertos.

Me miraban. Y por primera vez vi su rostro de verdad: ojos oscuros, piel clara, cabello oscuro.

Una lágrima rodó por su mejilla izquierda.

El hijo de Abel se quedó inmóvil. Un músculo en su mandíbula se contrajo. Pero no dijo nada.

Su respiración era profunda, controlada. Pero sus puños estaban tan cerrados que los nudillos estaban blancos.

¿Remordimiento? ¿O solo resignación?

—Mejor que la vez pasada, ¿no? —rió Caín, pero sonó forzado. Como si intentara convencerse a sí mismo.

Abel no lo miró.

—Sí, pero sube la intensidad. Necesitamos creaciones más perfectas.

Hablaba como si estuviera pidiendo un ajuste en la producción.

—No te emociones. Solo era uno de los diez mejores de la organización.

Caín se estiró sin prisa.

Abel seguía observando. Sin una reacción emocional.

Puedes reprimirlo. Puedes disfrazarlo. Pero no puedes engañarte a ti mismo.

Tal vez pensó que presenciar esto llenaría ese hueco dentro de él. Pero se equivocaba.

Su hijo, en cambio, estaba roto. Lloraba por dentro.

El pandillero disfrutaba la adrenalina, pero detrás de sus risas había algo más. Algo podrido. Esto lo había moldeado. Lo había convertido en lo que era.

Ya me aburrí.

Solo tengo que esperar a que todos se vayan para seguir mi camino.

Pero entonces, Caín y Abel me miraron de reojo.

¿Ahora buscan alivio en mí?

Bueno… Ahora me toca.

—¿Cómo te llamas, niño? —preguntó Abel. No era curiosidad. Era evaluación.

—Samuel Guzmán —respondió Marcos sin titubear, con la mirada fija.

Abel asintió lentamente. Sus ojos diseccionaban al niño.

—Muy bien, Samuel. Ahora te enfrentarás a Luis.

Señaló a su hijo, que no levantaba la mirada.

No fue una petición. Fue una sentencia.

—¿Y si me niego? —preguntó Marcos, sin emoción—. No sé pelear.

Abel ni siquiera parpadeó.

—No hay opción. Pelea.

Un silencio espeso cayó sobre el campo. La brisa alborotó el cabello del niño.

Y entonces, sin darle tiempo a reaccionar, Abel alzó la voz.

—¡Luis, en guardia!

El aire se cargó de tensión. Algunos tragaron saliva. Otros intentaron fingir que esto era normal. Nadie lo creía.

Marcos, en cambio, ni se inmutó. Solo observó con la misma expresión de siempre.

Aburrido.

Como si el resultado ya estuviera escrito.