Capítulo 26: Peso muerto

Luis se puso en guardia. Me escaneó de arriba abajo, midiendo mi peligro. Nos sacaba fácilmente una cabeza a Enoc y a mí. Su espalda era ancha, sus brazos, gruesos como troncos. Pero la fuerza sin control es solo peso muerto.

Comenzó a moverse en círculos, lento. La tierra seca crujía bajo su peso. No tenía prisa. Quería medir la distancia, tantear mis reflejos, ver si cometía el error de atacar primero.

No lo hice. Me quedé quieto, estudiándolo.

Luis pestañeó seguido. Apretó los puños. Sus brazos subían y bajaban, inseguros.

El silencio se alargó. La presión creció en el aire. Un soldado carraspeó a lo lejos. Nadie más se movía.

Luis no aguantó más.

El golpe voló.

Vi la tensión en su hombro antes de que su brazo se disparara. Pude haberme agachado, pero no. Di un paso atrás y giré con calma. Su puño se perdió en el vacío, pasando justo por donde estuve un segundo antes.

Su expresión se torció en sorpresa.

No lo dejé recuperarse.

Jalé su peso con un giro seco, enganchando su brazo y tirando de su hombro con fuerza. Trató de resistirse, pero la inercia ya estaba en su contra. Su equilibrio se rompió.

El suelo lo recibió con un golpe seco.

Antes de que pudiera reaccionar, mi rodilla cayó sobre su espalda y mi brazo se cerró como un cepo alrededor de su cuello.

Se sacudió. Forcejeó. Pero no sirvió de nada. Llave cerrada.

Menos de dos minutos.

Caín y Abel dieron un paso atrás sin darse cuenta.

Los soldados y pandilleros guardaron silencio. El viento arrastró polvo entre las botas.

—Eres el quinto mejor, Luis —Abel rompió el silencio con su tono indiferente de siempre—. Y te ganó un don nadie.

Luis, en el suelo, no respondió.

Levanté la mirada hacia Abel.

—¿Lo decepciono, dice? Entonces, ¿eso significa que usted es mejor que él?

Un destello de rabia cruzó la mirada de Abel antes de ocultarlo tras su máscara de arrogancia.

Niño berrinchudo. Le falta el biberón.

—¿Intentas provocarme, inútil? Para tu información, genio, soy yo quien los entrena.

—Luis lo decepciona, dice. ¿Y usted, que lo entrenó? ¿No lo hace peor?

La mandíbula de Abel se tensó. Por un instante, solo un instante, dudó.

Y desvió la mirada hacia Caín.

Caín asintió y avanzó hacia mí con la mandíbula apretada, escupiendo insultos sin sentido.

—¿Te crees mejor por ganar? ¿Verdad que se siente bien? Pero no te emociones. A ver si, además de ladrar, también muerdes.

Lo miré fijo.

—Tienes pinta de líder, lo admito. Sin camisa, tatuajes a la vista… Apuesto a que crees que eso intimida.

El silencio lo devoró. Obviamente. Ahora mismo intentaba pensar en algo ingenioso, algo que lo salvara. Pero su garganta estaba seca.

Soldados y pandilleros me miraban como si acabara de blasfemar.

—Lo único que da son burlas. Mírate, con esos zapatos de payaso y esa cabeza de roca pulida.

Las risas comenzaron como susurros contenidos. Luego, estallaron. Algunos desviaron la mirada, intentando no reírse abiertamente, pero los hombros sacudidos los delataban.

Luis me miró, confundido.

—No puede ser… —murmuró.

Solté el agarre y me incorporé. El suelo se sintió pesado bajo mis pies.

Mis ojos siguieron a Caín. Venía directo a mí.

—¡Eres un hijo de…!

Saltó con una patada.

Me incliné lo justo. El aire sopló donde antes estaba mi cabeza.

No frenó. Encadenó golpes sin pausa. No eran malos, pero tampoco bastaban. Alcé las palmas, desviando sus puños con movimientos mínimos, dejándolo gastar energía.

Esperé.

El hueco apareció.

Me deslicé a su izquierda. Un golpe en la espalda, seco. Otro en la nuca, preciso.

Caín cayó.

Cincuenta y ocho segundos exactos.

Me acerqué con pasos lentos. Me quedé de pie, a medio metro. Lo miré desde arriba.

—¿Qué se siente estar ahí abajo?

Pasé la lengua por los dientes.

—Mira eso. Sangre en la boca.

Caín levantó la vista. Su respiración era errática. Sus dedos temblaban. Su cuerpo se quejaba del dolor, pero lo peor estaba en su mirada.

Ni rabia. Ni desafío. Solo miedo.

Un niño ahogado en su berrinche.

Desvié la mirada al líder de los soldados.

—Ahora, ¿quién sigue?

Nadie se movió. Nadie respiró.

Ni siquiera el viento.

El silencio se estiró hasta que Abel finalmente habló.

No apartó la mirada de mí ni un segundo.

—¿Quién rayos eres? ¿Dónde aprendiste artes marciales y combate militar? ¿Qué entrenas?

Intentó sonar firme, pero su voz tembló en las grietas.

—No lo sé. Nada. —No dejé de verlo a los ojos.

Abel entrecerró los suyos. Exhaló lento.

—Entiendo. Está bien. Te sacaré las respuestas después de la paliza que te voy a dar.

El sol caía a plomo. El aire pesaba.

Abajo de la colina, afuera de la iglesia, entre la multitud, Yamileth avanzaba con el ceño fruncido, buscando a su hijo.

—Enoc, ¿qué se hizo tu hermano? No lo veo. ¿Dónde se metió este niño? ¡Dios mío!

Enoc se aferró a su brazo.

—Estaba conmigo hace unos minutos. No sentí cuando se fue. ¿Lo busco?

—No, quédate conmigo. Seguro se perdió. Ya volverá. Él no es así.

El sudor le caía por la frente. Katherine dormía en sus brazos, envuelta en una manta.

A su alrededor, la multitud bullía en un caos de voces y cuerpos en movimiento. Los heridos gemían, la angustia crecía. Su pulso se aceleró. Sus brazos temblaban.

Un hombre tocó su hombro derecho.

—¿Se encuentran bien? Si quieren, puedo llevarlos en mi carro. Me llamo Beto.

Ni lo miró. Seguía escaneando el lugar.

—Estoy buscando a mi hijo. Se llama Marcos. ¿No lo ha visto?

—No, fíjese que no. Pero puedo darle un aventón si quiere. Suba a la camioneta y lo buscamos juntos. —Beto desvió la vista hacia su automóvil.

Yamileth miró la camioneta.

La mano de Beto presionó un poco más su hombro.

Yamileth se soltó al instante. Su mirada fue puro filo.

—No. Ya le dije que no.

Beto parpadeó. Echó un vistazo alrededor y retrocedió.

—Entiendo. Entonces la ayudaré a buscarlo.

Se dio media vuelta y se marchó. Yamileth ni siquiera lo vio irse.

Pero Enoc sí lo miró.

Ese tipo… algo en él no me gusta.

Mamá está incómoda. ¿Y si pasa algo? Pero tengo que buscar a Marcos…

Apretó los puños.

Si pasa algo…

Respiró hondo.

Pelearé como mi héroe.

En la cima de la colina, la presión pesaba sobre todos. Nadie lo decía en voz alta, pero estaba ahí.

El niño permanecía en el centro, rodeado de soldados y pandilleros. La sangre de Marvin manchaba el suelo. Luis seguía en el piso, sin moverse demasiado.

Todos lo comprendían: ese niño no era común.

Abel escupió sus palabras como veneno.

—Escucha, inútil. Cuando esto termine, borraré del mapa a ti y a toda tu familia.

Miró a su alrededor, buscando algo a lo que aferrarse.

Yo no aparté la mirada.

—No me interesa lo que hagas. —Dejé que cada palabra pesara—. Me pregunto qué pensará Luis al ver que su padre, el hombre frío, no es más que un niño intentando llenar un vacío… y que al mismo tiempo crea otro en su hijo.

La tensión se espesó en el aire.

Algunos soldados desviaron la mirada. Un pandillero tragó saliva.

—Tú usas esa frase: "Si yo tengo esto, entonces todos también." Hoy, todos los presentes lo verán llorar.

El cuerpo de Abel lo delató.

Sus orejas se movieron. Sus dedos apenas se crisparon. Su postura, antes confiada, se quebró por un instante.

—¿Qué? ¿De qué hablas, niño inútil? Luis, no lo escuches. Tú solo sigues órdenes, para eso me sirves.

Quiso sonar frío, calculador... pero su voz titubeó.

Luis, todavía en el suelo, observaba sin comprender.

Abel avanzó un paso. Sus ojos, fríos como la nieve, intentaban perforarme, pero en el fondo… vacilaban.

—Si yo hubiera querido, pude haberte matado desde el primer momento.

Su tono era medido, pero su control se resquebrajaba.

—Eres solo un niño. Un mocoso que cree saberlo todo. Pero no tienes idea de lo oscuro que es este mundo. Lo que viste hoy no es nada comparado con la podredumbre que hay allá afuera.

Se detuvo. Respiró lentamente.

—Pero te puedo dar una oportunidad. Únete a nuestra organización.

El murmullo entre los soldados y pandilleros crecía, pero nadie se atrevía a interrumpir. El miedo flotaba en el aire, denso como el polvo que se alzaba en la colina.

—Usted es mi experimento. Hoy llorará frente a todos.

Las miradas alrededor se clavaron en nosotros.

La incredulidad se transformó en algo más profundo: esperanza.

Abel rió entre dientes.

—¿Eh? ¿De qué estás hablando? ¿Dices que solo soy tu experimento? Qué ridículo. No haré nada de lo que dices, inútil.

No respondí de inmediato. Solo lo vi.

—Creo que ya has dicho suficientes mentiras por hoy.

El silencio fue cortado por su propia respiración entrecortada.

—Al igual que yo, tú también eres un monstruo. No… eres peor. —Se humedeció los labios. Su garganta trabajó en seco—. Esos ojos tuyos… están llenos de oscuridad.

Se detuvo.

Tragó saliva.

—No voy a llorar.

Di un paso.

—Sí lo harás.

No era una amenaza.

Era un hecho.