El olor a metal quemado me arañaba la garganta mientras contemplaba el automóvil volcado sobre la banqueta. Quería apartar la mirada, pero no podía. La estructura metálica, deformada como una lata aplastada, desprendía un humo negro que me perseguía.
Ese olor... siempre lo he odiado.No sé por qué, pero siempre me ha acompañado en mis peores recuerdos: comida quemada, lugares destruidos... o, como ahora.
—Te odio... nunca debiste nacer. —escupió cruelmente el hombre frente a mi.
Su torso sobresalía de entre los fierros retorcidos. Pero la parte inferior de su cuerpo... no puedo, ni quiero describirla. Era tan amorfa, tan carente de forma, que solo la podía definirla como deforme.
—Por tu culpa lo perdí todo... ¡Todo! —murmuró con la voz rota—. Si no hubieras nacido, mi vida sería buena... ¡Buena!
Sus palabras quedaron suspendidas en el aire, mezclándose con el oscuro humo del motor, y al igual que este, se fueron desvaneciendo gradualmente, al igual que la vida en su mirada.
¿En serio... esas serían sus últimas palabras?Jumm...
Una parte de mí quería que así fuera. Aunque, si soy sincero... no estoy seguro de si realmente lo deseaba.
Permanecí inmóvil, observando. Un dolor sordo se expandía en mi pecho, mientras mi garganta se cerraba como si una mano invisible la comprimiera. Apreté los puños hasta que las uñas se clavaron en mis palmas.
Pero no era ira lo que sentía.
Era algo peor: lástima.
Algo se quebró dentro de mí en ese instante.No fueron sus palabras las que causaron esa fractura, sino que las dirigiera a mi pequeña Rinn. Mi hermana no merecía nada de esto.
Pero ella no lloraba. Me pregunté si de verdad era capaz de entender lo que estaba pasando. ¿O peor aún, que su alma ya hubiera aprendido a guardar silencio? Solo espero que no sea la segunda.
Tomé su mano, que conservaba una calidez reconfortante, y en un acto que percibí como impropio pero necesario, retrocedimos un paso, dando la espalda al hombre que alguna vez llamé padre.
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Y seis años después, seguíamos huyendo. Pero esta vez, yo era el único que corría.
En Timoría, una ciudad donde los edificios acariciaban el cielo con gracia vertical y la modernidad susurraba en cada esquina con voz de vidrio y brisa.
Yo yacía dormido en un pequeño departamento, en lo más alto de un edificio, ajeno al mundo y al día que me esperaba.
Nunca me han gustado las alturas. Qué ironía estar aquí arriba.
Mi habitación permanecía sumida en un silencio casi tangible, donde mi respiración irregular constituía el único indicio de vida. El mundo exterior parecía haberse detenido momentáneamente, como si respetara mi descanso.
Mi cabello rosa descansaba sobre la almohada, extendido como un recordatorio silencioso de mi identidad. La calma me envolvía con una delicadeza casi imperceptible, semejante a esas mañanas perfectas que uno desearía preservar eternamente.
El silencio se rompió abruptamente con golpes rítmicos contra la puerta. El sonido reverberó por la habitación, arrancándome violentamente de mi sueño prestado.
—¡Marl! ¡Marl, despierta rápido! ¡Hoy vienen mamá y papá! —exclamó la voz aguda de mi hermana menor, rebosante de un entusiasmo ajeno a mi persona.
Las bisagras emitieron un chirrido prolongado al abrirse la puerta, permitiendo que la luz matutina invadiera mi santuario. Los rayos solares avanzaron por el suelo hasta alcanzar mi rostro, provocando que mis ojos, aún nublados por el sueño, se entrecerrasen ante la súbita luminosidad.
Me incorporé con movimientos lentos y pesados, como si mi cuerpo resistiera el abandono del descanso, anclado a la cama por una fuerza invisible que solo yo podía percibir.
Pasé la mano por mi rostro, frotando mis párpados en un intento de disipar la neblina del sueño, y dejé escapar un bostezo que se disolvió en el aire sin lograr aliviar mi cansancio.
Frente a mí, Rinn permanecía de pie. Su cabello rosa, idéntico al mío, ondulaba suavemente con la corriente de aire que se filtraba por la puerta abierta. Su sonrisa, radiante e impaciente, parecía competir con el sol en intensidad, como si intentara acelerar el transcurso natural del tiempo.
—Oh… sí, hoy cumples siete años. —murmuré mientras estiraba mis músculos, que protestaban ante la interrupción de su descanso —. ¿Lo has estado esperando?
—¡Sí! ¡Por fin conocer a mis padres!
Sus palabras no solo llenaron el aire y resonaron en la habitación; fueron como una piedra lanzada contra una superficie helada, provocando grietas en la capa de frialdad que me protegía.
Una expresión indefinible tensó mis facciones. No era ira ni tristeza, sino un gesto contenido, como palabras que pugnan por salir pero permanecen cautivas por temor al daño que podrían causar.
Mi mirada descendió hacia el suelo, incapaz de sostener el contacto visual con su inocencia. No puedo mirarte a los ojos. No hoy.
—¿Hermano…?
Sin pensarlo, dejé escapar una sonrisa temblorosa, como un susurro que dudaba si debía existir.
Deslicé los dedos por su cabello sedoso. Fino, cálido…
Tan pequeña aún… y, sin embargo, en sus ojos, el brillo que solía bailar sin miedo empezaba a desvanecerse, como una vela que pierde oxígeno.
—Tranquila… sé que no se lo perderían… no hoy —murmuré, intentando transmitirle serenidad, aunque mi voz tembló más de lo que hubiera deseado.
El silencio subsiguiente no ofreció consuelo, sino que se extendió como una pausa densa y opresiva.
Abandoné el contacto con su cabello y, tras exhalar levemente, me levanté, alejándome de mi habitación.
—Voy a bañarme. Vuelvo pronto.
—Está bien… pero no te tardes —respondió en voz baja, justo antes de que la puerta se cerrara entre nosotros.
En el baño, giré el grifo del agua caliente. El líquido cayó inicialmente con vacilación, como si el sistema hidráulico compartiera mi reluctancia a enfrentar el día.
Permanecí inmóvil, contemplando el flujo de agua.
Sin previo aviso, mis piernas cedieron. No era fatiga física lo que provocó mi caída, sino ese peso intangible que se instala en el interior sin anunciarse ni solicitar permiso.
Me desplomé sobre el suelo frío. El mundo continuó su curso, indiferente a mi momentáneo colapso.
Cubrí mi rostro con una mano, sintiendo cómo el peso de mis decisiones oprimía mi pecho, semejante a un muro agrietado internamente, un eco que ya no encuentra respuesta.
—Este año… ¿Cómo le mentiré? —susurré.
El agua, constante en su descenso, no ofreció consuelo para la fisura que se manifestó en mi voz.
Mis extremidades inferiores se entumecieron al contacto con el suelo, adaptándose a mi posición caída, como si, en cierto modo, esa postura me proporcionara mayor consuelo que permanecer erguido.
Por un instante, rendirse parecía más fácil. Pero… hoy no.
Con los puños cerrados, golpeé mis piernas con suficiente fuerza para recuperar la sensación en ellas, obligando a mi cuerpo a incorporarse.
Cada músculo protestó, como si mi organismo, en complicidad con mi espíritu, suplicara permanecer inmóvil, cautivo de la comodidad del vacío.
Me sostuve frente al viejo espejo. Su superficie opaca devolvía una silueta que apenas reconocía como propia. Reproducía mis movimientos, ciertamente, pero esa mirada no me pertenecía.
Contenía juicio. Contenía rechazo.
¿En verdad era yo?
No.
La imagen reflejada era solo una versión ajena a mí.
Pero… ¿por qué me mira así?
Mis ojos se tensaron antes de que mis puños se cerraran con fuerza. Una emoción ascendió por mi garganta, a punto de manifestarse externamente, por reflejo más que por decisión consciente.
Forcé una sonrisa, la misma que empleaba para simular normalidad.
—Solo es... un día más —me dije. Pero el vapor del agua caliente empañó el espejo, ocultando mi rostro… y con él, mi intento fallido.
Un suspiro escapó de mis labios, más cercano a un lamento fragmentado que a una expresión de alivio.
Me quedé frente al cristal nublado, buscando consuelo en esa imagen distorsionada. Intenté, otra vez, esa sonrisa automática .Pero mi rostro no tenía fuerzas. Ni forma.
"Primero debo creer en mis palabras..."
—Están muy ocupados… ya sabes, cosas de adultos — Eso suena muy inadecuado.
—El avión se descompuso… otra vez — Mierda. Ya usé esa.
Me rendí, apoyándome sobre el lavamanos, como si cada intento robara oxígeno de mis pulmones.
Inhalé hondo, aferrándome al borde como si realmente pudiera sostenerme únicamente con ese apoyo. Cada músculo de mi cuello se tensó, como si mediante ese esfuerzo pudiera retener la mentira, o al menos, su apariencia.
Alcé la mirada, mientras el último aliento se escapaba de mi pulmón.
—Rinn... ellos no están aquí, pero yo sí.
La sonrisa resultaba dolorosa. Vacía, semejante a una herida mal cicatrizada.
—Soy un imbécil… ¿por qué le diría eso?
El sentimiento de duda me consumía por dentro. El reflejo distorsionado por el vapor ya no era un rostro: era una máscara. Una que debía sostenerse, aunque crujiera por dentro.
Porque no podía fallarle. No a ella. No otra vez.
—¿Qué mierda invento ahora…?
Tal vez… si le llevo un pastel.
Exhalé un último arrepentimiento. Y entré a la ducha sin decir ni una maldita palabra más.
Cerré los ojos. El vapor saturó el espacio, diluyendo el reflejo que me negaba a contemplar.
Salí del baño aún empapado. Y al llegar a mi habitación, una sorpresa me detuvo.
Salí del baño aún húmedo. Al llegar a mi habitación, una sorpresa inesperada interrumpió mi avance.
Rinn se encontraba en mi cama, absorta en la lectura de la misma historia: La Leyenda del Campeón de Dios.
—Marl —pronunció sin apartar la vista del texto.—. ¿Sabías que en las profecías hablan de alguien como nosotros?
Me detuve en seco.
—¿Qué?
—Aquí dice… —deslizó su dedo por las líneas descoloridas: — "Aquel campeón de cabello rosa…"
Un escalofrío recorrió mi columna vertebral. Por un instante, las palabras parecieron adquirir luminosidad en la página, como si cobraran vida propia.
—Es solo un cuento, Rinn. Hay muchas personas con cabello rosa.
—Tal vez —contesto, cerrando el libro con delicadeza—. Pero sería genial, ¿no? Ser elegido para algo importante...