—Sería increíble… tal vez Ergos logre comunicarnos con los dioses.
—¡¿En serio?! —exclamó Rinn, dando un brinco fuera de la cama.
—Por supuesto… Ergos siempre viene por las niñas que se portan bien.
Ella se volteó lentamente. Sus ojos se clavaron en los míos con esa dureza que solo mostraba cuando algo dejaba de ser un juego.
—Hermanito... ya no soy una niña —dijo, sin pestañear.
—Y tú tampoco deberías seguir tratándome como si lo fuera.
Una risa seca se me escapó, como un raspón sin eco.
—Solo era una broma...
Rinn no respondió. Su silencio era más cruel que cualquier reclamo. Su mirada se mantuvo fija un segundo más, como si intentara calcular algo que ya no podía encontrar en mí. Luego, sin dramatismo, se dio la vuelta dejando el libro en el estante.
—La próxima vez que hagas una broma. —aclaro con una voz firme —. Dila con esa intención.
Esas palabras me helaron la sangre. Sus pasos crujieron sobre el suelo, demasiado despacio, como si se llevara consigo algo más que su presencia.
El libro que había dejado en el estante seguía temblando apenas, como si aún sintiera el calor de sus dedos.
Se detuvo frente a la puerta. La abrió con cuidado, sin hacer ruido. Pero el clic al cerrarla retumbó igual que un portazo.
Me quedé ahí, inmóvil, mirando el espacio donde había estado, como si su silueta siguiera dibujada en el aire.
"La próxima vez que hagas una broma. Dila con esa intención.", Esa frase ahora recorría mis huesos como un frío punzante.
Me pasé la mano por el rostro con lentitud, desde la frente hasta la barbilla, como si intentara reconocerme al tacto. Luego llevé los dedos al cabello aún húmedo, tirando de el.
—Auch —susurré, al lograr sentir algo.
Miré la cama, aún con el calor de Rinn. Me acosté sobre ella. Su calidez helaba.
La cama crujió bajo mi peso; los resortes protestaban, como si también se incomodaran conmigo.
Las paredes estaban demasiado quietas. Y el silencio se extendía sin permiso, cubriéndolo todo, incluso mi respiración. Una pausa interminable, rota solo por el roce de mis pensamientos y el agua secándose en mi cuello.
La voz de Lee resonó en mi mente:
"Recuerda que las mentiras pequeñas se sienten más grandes cuando las dices con cariño."
—Ojala no hubiera dicho nada...
Mis ojos volvieron a la leyenda. Rinn nunca lo terminó… tal vez porque no entendía lo que realmente decía.
Ser el campeón de la profecía, no es el destino honorable que uno esperaría... es perder la humanidad. Es renunciar a todo. Es volverse el mártir de un dios envidioso.
Un Keno...
Nunca entendí por qué Seyl predijo eso. No era de las voces principales de Threedial.
No como Lin, cuyas ordenes se impone incluso en el caos. Ni como Polen, que premia el simple acto de sentir. Y mucho menos como Edgar, cuya fuerza crea el orden.
Seyl siempre estuvo al margen. Una sombra con su propia moralidad, mencionada en textos antiguos y medio olvidados. Y aun así... fue ella. La única que habló. La única que profetizó el inicio del Quiebre. Una advertencia que todos tomaron en serio. Y que aún no se cumple.
Es irónico. La diosa del destino... profetizando una mentira.
Pero aunque lo sea...
"Preferiría morir antes que seguir un destino así."
Deje la comodidad de la cama, inclinándome frente al viejo cajón. Mis dedos rozaron la madera astillada, sintiendo cada cicatriz del tiempo.
Tome el picaporte dorado, y con firmeza tire de el. El chirrido de las bisagras rasgó el silencio, áspero y persistente, como un grito oxidado que se negaba a morir.
"Qué ironía", pensé mientras me mordía la lengua.
Escogí la ropa con la misma delicadeza de una danza. vistiéndome sin desgarrar mi tranquilidad.
Y entonces, lo vi. En el fondo del cajón, bajo una camisa blanca, cubierto de polvo: el pequeño collar de la fe Threedial.
No era valioso. No era bonito. Pero para mí... lo era todo.
El primer regalo que Rinn me dio, hecho con sus propias manos. El hilo trenzado comenzaba a deshacerse en los bordes, la piedra central tenía una grieta.
Pero aún resistía.
Como ella. Como yo.
Lo tomé con cuidado, casi con culpa, y lo até alrededor de mi cuello, como quien abraza una promesa rota. No porque creyera, sino porque ella sí. Porque, en su inocencia, aún me veía como alguien digno de fe. Y tal vez, solo tal vez, si lo llevaba cerca del pecho, algo de esa fe pudiera alcanzarme.
—Edgar… dios de la fuerza y la voluntad —susurré, con la voz apenas sostenida por la garganta—. No te pido milagros. Solo dame la fuerza para seguir, para no caer frente a ella, para cargar con esta verdad un día más.
Suspiré hondo, como si al menos pudiera exhalar una parte del peso que me hundía. Con una mueca que apenas parecía una sonrisa, abrí la puerta y salí del cuarto.
—¿Qué crees, Rinn? —dije, fingiendo un tono animado—. Papá me llamó y dijo que llegaría más tarde.
Ella saltó del sofá. Corriendo asía mi dirección y con un brillo en sus ojos.
—¿¡De verdad!? —exclamó, aferrándose a mi camisa con sus pequeñas manos—. ¿Puedo hablar con él?
Su voz temblaba con cada palabra. Me agaché a su altura y le dediqué una sonrisa serena, aunque mis labios temblaban al hacerlo.
—Me lo dijo justo antes de tomar el vuelo. Ya deben estar en camino.
Sus ojos brillaban con la promesa de una esperanza que no podía cumplir. Una humedad tenue apareció en los bordes de sus párpados.
—Pero yo... yo...
Podía sentirlo: todo el dolor que ella contenía estaba por estallar. Y yo... yo no podía hacer nada.
—No te pongas triste, Rinn... muy pronto los conocerás, lo prometo.
—Sí... —balbució, bajando la mirada.
Con ternura, revolví su cabello. Un gesto pequeño. Un intento de aferrarme a lo poco que me quedaba.
—Voy a ir con Mian. Luego regreso.
Rinn frunció el ceño. Algo en mi tono le hizo ruido.
—¿Pero, por qué?
Levanté la mano en un gesto juguetón.
—Es una sorpresa.
No dejé espacio para más preguntas. Me giré y cerré la puerta con un leve golpe.
Recién entonces, al otro lado, pude soltar un poco del nudo en el pecho. Me recargué contra la puerta. Cerré los ojos. Intenté respirar.
Y entonces, desde dentro, la dulce y delicada voz de mi hermana se hizo oír.
La melodía era suave, como un hilo de luz. Cada nota, cada palabra, me atravesaba el pecho como una punzada.
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"Hoy viene papá, hoy viene mamá,
Lo dijo el viento al pasar.
Junto a hermanito, vamos a bailar,
Con la mesa puesta, nos van a abrazar.
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Ya puse mis lazos, ya ordené el sofá,
Dibujé sus rostros para no olvidar.
Canté despacito, por si quieren llegar,
Y aunque no vengan… Los voy a esperar.
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Porque si sonrío, tal vez me verán,
Y si no lloramos, tal vez volverán.
Hoy viene papá, hoy viene mamá…
Aunque sea en mi sueño… no me fallarán."
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Me quedé en silencio, con la melodía de Rinn flotando en el aire. Cada sílaba calaba profunda en mi pecho.
Las preguntas rebotaban sin descanso en mi mente.
¿Mis acciones eran realmente las correctas?
Mi mandíbula se presionó. Quería entrar, abrazarla, decirle la verdad, soltarlo todo, quitarme este peso del pecho, liberarme al fin.
Pero... no puedo.
La puerta sostenía mi cuerpo con tanta firmeza que parecía reemplazar a mis propios músculos. Mi mente gritaba por actuar, pero yo no respondía.
Empecé a alejarme. Cada nota en la voz de Rinn se hacía más lejana.
Mi cuerpo se alejaba, y dejaba atrás todo lo que me sostenía. No anhelaba la verdad, solo una tregua, un rincón tibio donde esconder la cobardía y rebautizarla como descanso.
Empecé a bajar las escaleras. Un cobarde... nada más que eso.
Necesitaba ayuda, necesitaba entenderme.
Saqué el celular con manos temblorosas, No escribía un mensaje. Escribía un grito disfrazado de palabras. Enviándoselo a Mian:
"Nos vemos en la plaza."
La respuesta llegó casi al instante:
"¿Estás listo para hablar?"
Un nudo se cerró en mi garganta, dificultando cada respiración.
"Nos vemos en la plaza."