Capitulo 5: Generosidad I.

Ya eran las seis de la tarde.

El aire de la mañana —helado, como una caricia que corta— había cedido paso a una brisa tibia. Una corriente leve me rozaba, como si el día intentara, con dulzura, cerrar las heridas invisibles de quienes aún siguen caminando.

—Fue una excelente cita —dijo Mian, con una sonrisa tan ligera como el algodón.

Con un paso al frente, se acercó sin pedir permiso. Se elevó apenas sobre la punta de los pies, inclinó el rostro y, sin apuro, rozó mi mejilla con los labios.

El beso fue breve, pero dejó algo hondo: una ternura cálida que no se quedaba en la piel, sino que se filtraba hasta ese rincón que ella sabía que necesitaba descongelar.

Cuando se apartó, el aire pareció contenerse, como si el mundo entero quisiera guardar silencio por ese instante.

—Espero que a Rinn le guste el pastel —añadió con voz serena.

"Aquellos niños tenían razón en sonreír. Gracias a Mian lo comprendí: incluso el charco más gris puede esconder, bajo su capa opaca, un agua hermosa."

La vi dar un paso atrás, sin prisa, como si no se diera cuenta de lo que acababa de hacer. Parecía no ser consciente de su ayuda, aunque fuera solo un poco. Su ignorancia dibujó una sonrisa en mí.

—Gracias, Yo también me divertí.

Una ligera risa escapó de su nariz y, como con pinceles, se dibujó su sonrisa.

—Me alegra que puedas ser honesto.

Pero su sonrisa, sin razón aparente, comenzó a desvanecerse.

—Bueno... me tengo que ir, ya es algo tarde. Adiós Marl

Sobre sus talones dio la vuelta, mostrándome la espalda. Sus pasos eran lentos, como si esperara algo de mí. Sentía que algo tiraba de mi pecho. No era tristeza, ni anhelo... era algo más sutil. Una necesidad de no dejar que ese momento terminara sin una última chispa.

—Mian —llamé, antes de que cruzara la esquina del pasillo.

Ella se detuvo y giró apenas el rostro.

—¿Mmm?

—Cuando regreses... hazlo con una sonrisa.

Como lo esperaba, un pequeño gesto bastó para sentir la calidez que ella emanaba.

—Si, lo haré. igual tu. No olvides ser sincero.

Nos despedimos con una sonrisa. Ella tomó la calle de la izquierda, yo la de la derecha. Caminábamos en sentidos opuestos, pero algo de decía que ella mantenía su sonrisa.

El cielo comenzaba a incendiarse en tonos naranjas y pinceladas de violeta. Caminaba sin prisa, con la caja entre las manos, envuelta en un lazo rojo que destellaba bajo la luz dorada del atardecer.

Dentro, un pastel de tres leches coronado por fresas bañadas en chocolate.

El aroma dulce escapaba por las rendijas, flotando en el viento, mezclándose con el perfume tibio de la tarde.

Al doblar la esquina cerca de mi edificio, algo fuera de lo común me obligó a detenerme en seco. Una limusina negra, imponente, relucía frente a la entrada. 

Me quedé inmóvil, con los ojos entrecerrados, examinando cada detalle. Un nudo denso y pesado se instaló en mi pecho, como si el aire se hubiera espesado de repente. Apreté la caja del pastel, sintiendo el lazo rojo clavarse en mis dedos, mientras ese aroma dulce que antes me reconfortaba se tornaba repentinamente opresivo.

Un sudor frío recorrió mi espalda. La ciudad, habitualmente ruidosa, parecía haberse sumido en un silencio ominoso; solo el estruendo acelerado de mi propio pulso resonaba en mis oídos.

—Ese vehículo... es de... 

La puerta trasera de la limusina se abrió lentamente, como si el tiempo dudara en avanzar hasta que él apareciera. Un calzado negro tocó el suelo, su taconazo resonado en mis oídos

Lo reconocí al instante. Años sin verlo no bastaron para borrar ese ruido de mi memoria.

—Señor Yerner.

Del auto el salió por completo.

Salió sin apuro, alto como una sombra estirada. La espada recta en la espalda, los pasos silenciosos, los brazos sueltos… como si la gravedad no fuera asunto suyo.

Llevaba un traje gris impecable, tan ajustado que parecía cosido a su respiración.

Y esa mirada… no era dura, era peor: parecía tener todas las respuestas, pero no prisa por darlas.

Encendió un cigarro con esa lentitud casi ceremonial. La llama apenas rozó la punta antes de apagarse, como si hasta el fuego supiera respetar su ritmo.

Aspiró con una calma que no parecía humana. Al exhalar, el humo trepó por sus hombros como una sombra viva, vistiéndolo con una autoridad que no pedía permiso.

Su sola presencia tensaba el aire. Cada paso firme en el pavimento no solo sonaba: imponía silencio. Como si incluso la ciudad —con todo su ruido— contuviera el aliento para no interrumpirlo.

—¿Cómo estás, joven Stimson?

Preguntó con una voz suave, medida con precisión quirúrgica. La sonrisa que la acompañó parecía esculpida en mármol: cortés y precisa…

Sus ojos se detuvieron en mi mejilla, justo donde el brillo del bálsamo —aún con la forma de los labios de Mian— resplandecía bajo la luz del atardecer.

Exhaló un suspiro de humo gris, con una serenidad afilada.

—¿Te divertiste con mi hija?