Sentí la saliva bajar por mi garganta, áspera… como si mi cuerpo dudara en tragar, prefiriendo ahogarse con ella.
Las piernas, entumecidas, no me respondían. Era como si algo dentro se encogiera y me apretara desde lo profundo, reduciéndome sin mover un solo músculo.
Un temblor sutil nació en la nuca. Bajó por los hombros, lento, hasta enredarse en las yemas de mis dedos.
Evadí su mirada. Clavando los ojos en el suelo, buscando en el asfalto algo firme a lo que aferrarme.
El aroma dulce del pastel, que antes me calmaba, ahora chocaba con el humo espeso de su cigarro. La mezcla era áspera, casi ofensiva. Como si dos mundos que nunca debieron tocarse se hubieran fundido a la fuerza… y el resultado fuera veneno.
—Señor Yerner… ¿Qué lo trae por aquí? —musite, obligando a mi voz a sostenerse.
Yerner soltó una risa baja, casi un suspiro burlón, que en vez de aliviar, tensó el aire entre nosotros.
El humo escapó de sus labios en una exhalación lenta. No parecía disfrutar el cigarro… más bien bebía mi incomodidad, sorbo a sorbo, alimentándose del silencio que dejaba a su paso.
—Solo queríamos darle una sorpresa a Rinn —dijo, girando la vista hacia la limusina.
Desde el interior del auto, una mujer de cabellos dorados y vestido rojo nos observaba.
El vestido le ceñía el cuerpo con una rigidez casi dolorosa, como si estuviera atrapada dentro de su propio papel. Su mirada… era de una tristeza profunda. Había un brillo húmedo en sus párpados, el tipo de brillo que no llora, pero pesa. Como si lo que presenciaba la avergonzara en silencio.
—Espero que tú también tengas un buen regalo —dijo él, bajando la vista hacia la caja entre mis manos con una lentitud precisa.
Una sonrisa sesgada le cortó los labios.
—Aunque… viendo ese pastel… Me pregunto si realmente lo podrás disfrutar.
Fruncí el ceño. La rabia y la impotencia se entrelazaban en mi pecho como una llamarada contenida, atrapada en una caja de metal que no podía abrir.
—¿De qué habla? Lo elegí porque es su sabor favorito.
Yerner sonrió con más amplitud, saboreando mi incomodidad como quien degusta un buen vino.
—Está bien, joven. Nosotros también tenemos asuntos que atender.
Mi cuerpo dudó. Los músculos, tensos, se negaban a moverse, como si cualquier gesto pudiera romper algo invisible.
Aun así, me obligué a mantener la postura. No por respeto, sino por algo más primitivo: miedo, quizás. O costumbre.
—Señor Yerner… gracias por el dinero de este mes —musite, bajando la cabeza.
Un gesto inútil. Como si inclinarme pudiera esconder la grieta que ya se abría en mi voz.
Yerner se detuvo antes de entrar al auto. Giró lentamente. Su sonrisa creció como una sombra estirada por el último rayo de sol.
—Marl Stimson Tial, Sabes tu padrastro fue uno de mis mejores amigos... y su hija, lo único que realmente valoraba.
Entonces, con la misma mano que sostenía el cigarro, sacudió una lluvia lenta de ceniza sobre mi cabeza.
El polvo gris cayó con suavidad... como una caricia envenenada. No hizo falta más. Solo eso sabía dónde doler.
—Aunque, bueno... no importa que basuritas como tú coman de ahí también.
Nunca entendí su odio irracional. Pero si es por la misma razón por la que yo evito mi reflejo… entonces, lo entiendo mejor que nadie.
Con un gesto casual, tiró el cigarro sobre mi zapato. El calor se filtró por el cuero delgado, rozando la piel con una quemadura breve.
No fue el dolor lo que quedó… fue la humillación.
—A veces —dijo abriendo la puerta de la limusina con una parsimonia casi ceremonial— soy tan generoso.
Sentí el peso invisible del poder de Yerner apretándome el pecho, como si el aire se hubiera vuelto espeso, caliente... difícil de respirar. No decía nada, pero su sola presencia ocupaba el espacio, como si el mundo dudara en moverse mientras él estuviera ahí.
—Sí... gracias...
Subió a la limusina con la calma de quien no deja cabos sueltos. Como si todo lo ocurrido no fuera más que una rutina en su día.
Ya entiendo por que el agua se ensucia "Un pequeño acto siempre es suficiente"
Volteé una última vez hacia la ventana del auto. La madre de Mian me miraba desde dentro. Sus ojos empañados me devolvieron una culpa reciente, como si recién entendiera lo que había permitido.
Movió los labios, apenas.
No oí lo que dijo, pero lo supe. Lo vi en su mirada, en el leve temblor al bajar los ojos.
"Perdón."
El vehículo arrancó con suavidad, dejando tras de sí solo el eco de una superioridad impune. y un dolor ajeno.
Me quedé ahí, inmóvil frente al edificio, como si los minutos se estiraran a propósito… burlándose de mi incapacidad para moverme.
Con una mano temblorosa, sacudí la ceniza de mi cabello. Sentí cómo la humillación se deslizaba por mi piel.
El pastel seguía ahí, intacto entre mis brazos. Una simple caja de cartón… pero más pesada de lo que parecía. Encadenada a lo que yo arrastraba.
Las fresas brillaban bajo el plástico, inocentes, ajenas a la podredumbre invisible del momento. Tan limpias… parecían fuera de lugar.
Respiré hondo. Una vez. Dos veces. El aire entraba a rastras, como si tampoco quisiera estar ahí. Con un esfuerzo que no se notó por fuera, di un paso al frente. Pero las palabras de Yerner me persiguieron:
"No podrá disfrutarlo."
Miré el pastel entre mis manos.
Todo parecía igual. Intacto. Como siempre. Pero algo no encajaba.
Sus palabras no solo resonaban. Se arrastraban por dentro, como un eco que no se iba. Y peor aún… era la expresión de la madre de Mian.
No lo que vi. Lo que sentí.
Ese brillo húmedo en sus ojos. Ese gesto mudo… me perturbó.
Sentí un escalofrío recorrer mi espalda baja. Y entonces llegaron las preguntas, como un goteo lento que se filtra por dentro:
"¿Y si no lo estaba?"