Fue con esas palabras que mi promesa comenzó a doler.
Cada paso arrancaba un crujido al barro bajo mis botas, y el eco de mi avance se perdía en la montaña como un corazón ajeno, latiendo en la oscuridad.
El sendero, retorcido se abría entre raíces que se enredaban en mis pies y piedras que desgarraban mi piel.
El aire era frío, cada respiración me recordaba lo solo que estaba.
Sentía el ánimo resquebrajarse, tan frágil como mi cuerpo, listo para hacerse pedazos con el más mínimo tropiezo. Sin embargo, seguía adelante.
El dolor, punzante y constante, era lo único que me anclaba al presente, la única prueba que aún no me doblegaba.
No había nadie, solo un silbaba agudo resonando como lamento, que se perdía en la soledad de la montaña.
A medida que ascendía, el aire se volvía más denso, como si tragara plomo líquido.
El ardor en mis piernas y mi pecho asfixiaba mi determinación.
Tras horas de escalar, con las uñas rotas y los dedos entumecidos, por fin encontré una planicie.
Me dejé caer sobre una roca húmeda, jadeando como un animal herido. Bebí agua tibia, con sabor a óxido sucio.
No importaba. Era refrescante.
Miré mis manos: manchadas y llenas de cortes.
Un temblor involuntario me sacudió el antebrazo, una sacudida breve y terca, como si mi cuerpo estuviera a punto de rendirse junto a mi voluntad.
—¿Qué sentido tiene esto…?
Apreté la botella hasta deformarla, con los nudillos pálidos.
—¿De verdad un dios bajaría a ayudar a alguien como yo…? —murmuré, seguido de una risa amarga.
—Una miseria…
Mis manos se aferraron a mi cabello, tirando de él con una desesperación que no reconocía, como si quisiera arrancar de raíz la culpa y el cansancio.
—¿Por qué...?, ¿Por qué siempre busco el placer del error?
Sentía las piernas entumecerse, cediendo a la comodidad.
—Mierda... mierda... mierda, mierda, mierda, ¡Mierda!
Golpeé mis muslos con furia, los puños temblando, suplicando a mi cuerpo que no me abandonara. El dolor me recorrió como un latigazo, y entre sollozos ahogados, obligué a mis piernas a levantarse, a seguir, aunque todo en mí gritara por rendirse.
Parecía a ver olvidado el como caminar, dudaba al hacerlo, dudaba con cada paso. Apretaba la mandíbula con tal fuerza que los dientes apretados dolían. No miré atrás. Sabía que, con el más mínimo titubeo, todo se vendría abajo y no tendría fuerzas para volver a intentarlo.
No sabía qué me esperaba en la cima. Solo tenía la voz de Lee y Rinn resonando en mi cabeza, repitiéndose una y otra vez, como un rezo o una condena la palabra "Sube".
El cielo se fue cerrando, un vientre de nubes negras apretándose sobre mi cabeza, tan bajo que sentía su peso en los hombros. No sabía si era la altura o la tormenta que se formaba encima de mí, pero un escalofrío me recorrió la espalda. Era la certeza de que algo me esperaba en la cima, algo con nombre.
Una raíz se enredó en mi pie y me precipitó de rodillas contra el suelo. Sentí el desgarro de mi piel al instante; la sangre brotó y se mezcló con la tierra húmeda, formando un barro rojo y espeso que se adhirió a mis palmas y se introdujo bajo las uñas.
El dolor era punzante, un ardor real.
Permanecí inmóvil, temblando, con el corazón latiendo con fuerza en las costillas y la garganta contraída.
El viento, gélido y áspero, se llevó mi suspiro, o quizá mi lamento, y lo disipó entre las ramas, arrastrando consigo los últimos vestigios de orgullo y fuerza que aún me sustentaban.
—¿Estoy aquí por una promesa, o simple negación?, jeje... suena a algo que diría Mian...
Cuando por fin llegué a la cima, me encontré con un claro silencioso, abierto al vacío.
La ciudad se extendía abajo, lejana, irreconocible, apenas un parpadeo de luces en la distancia.
En mis memorias Lee hablaba mucho de este lugar, siempre me pedía escalar con el, ver la ciudad de noche y su brillo único. Pero yo me negaba, y ahora mírame, no pude disfrutar esto con mi amigo.
—La ciudad siempre parece que esta de día. Marl, cuando subamos conocerás las estrellas.
—Lee, claro que conozco las estrellas, son los puntos plancos en el cielo.
Cuando le dije eso, su mirada casi se cierra. Como si sintiera pena por mi.
—En esta ciudad llueve mucho... siempre vez un cielo gris y contaminado. —una sonrisa se asomaba por sus labios. —Cuando bañamos conocerás el brillo de la oscuridad.
Pero mis ojos no lograron ver esa belleza. Llegue a la cima, pero el cielo sigue igual de gris.
—La vía láctea... no la puedo ver...
Me quedé quieto. Esperé algo. Cualquier cosa. Aunque fuera un eco mudo de esa belleza. Pero ese deseo no me fue otorgado.
—No vine para eso.
Di un par de pasos hacia el centro. El aire frío me golpeó la cara como una bofetada. Cerré los ojos, llené los pulmones y, con todas mis fuerzas:
—¡Edgar! ¡Estoy aquí! —Grité las últimas palabras de Lee, la voz desgarrada, rota por el viento.
Levanté la vista al cielo, buscando una señal entre las nubes oscuras.
No encontré nada.
Solo el eco de mi voz, desvaneciéndose en la noche.
Caí de rodillas al instante, sintiendo como mis brazos caían en la tierra de la montaña. El sudor frío se mezclaba con la lluvia que comenzaba a caer, primero como un cosquilleo en la nuca, luego extendiéndose por los hombros y la espalda.
El agua resbalaba por mi rostro, pegando el cabello a la piel, arrastrando el polvo y la sal de unas lágrimas que no terminaban de salir.
—¡Edgar!... Edgar... por favor... responde!
La lluvia se volvió más intensa, cada gota golpeando la chaqueta, los brazos, la tierra a mi alrededor.
El frío se coló bajo la ropa, erizándome la piel y calando hasta los huesos.
Me abracé los costados, los hombros encogidos, la cabeza gacha, temblando.
—Soy un idiota, ¿Por que un dios se interesaría en mi?
Tenia los dedos hundidos en la tierra, las uñas llenas de barro y sangre.
Recargaba el rostro contra el barro húmedo, los hombros sacudidos por un temblor que no podía controlar.
El sonido de mis sollozos se perdió entre el golpeteo incesante de la tormenta.
Sentía el frío, la humedad pegada a la piel, el temblor persistente en los músculos.
El peso de la noche se apretaba sobre mí, haciéndome más pequeño, más vulnerable.
Y yo, solo, arrodillado con la cara en el barro, esperando una respuesta que no llegaba.
palabras se formaban en mi mente:
Los dioses me han ignorado.
Su silencio fue su única respuesta, su única y seca respuesta.
En ese momento, de tras de mi, con el taconeo diminuto de pequeños pasos pisando charcos de agua, escuché como alguien o algo se acercaba
Sin esperanzas de girar, mi cuello se movió por instinto.
y hay, bajo la lluvia, apenas cubierto por una sombrilla azul, se postraba la figura de un niño de cabello verde.