El valor de un Alma

NARRADOR: LOGAN FÉNIX

El tiempo dejó de tener significado dentro de estas cuatro paredes blancas. No había ventanas, no había relojes. Solo el lento descenso del suero en la bolsa colgando a mi lado indicaba que la espera estaba por terminar.

Y así fue.

Cuando la última gota desapareció del tubo, la puerta se abrió. El mastodonte y sus soldados entraron, seguidos por aquella chica de bata blanca. Dos de ellos se acercaron y aseguraron en mis muñecas unas gruesas pulseras negras. Acto seguido, liberaron las cadenas que me sujetaban a la camilla.

La doctora se aproximó y retiró con cuidado la vía de mi pecho. Un ardor punzante se extendió por la zona, pero no me quejé. Apenas terminó, me colocaron un collar idéntico a las esposas.

Les seguí el juego. Quería saber hasta dónde pretendían llevar esto.

"Ponte de pie."

Obedecí. En cuanto lo hice, las pulseras brillaron con una línea roja y mis manos se pegaron al collar.

—Magnéticas…

Nadie respondió a mi comentario. El silencio de los soldados era un eco frío contra las paredes del supuesto hospital. Todos vestían uniformes distintos a los que había visto antes. Bajo el escudo de la Alianza, cada uno llevaba un rectángulo de distinto color.

Me obligaron a avanzar por el pasillo. Mis pasos resonaban en las baldosas frías. Los colores pastel de las paredes intentaban disfrazar la opresión del ambiente, pero no lo lograban. Caminé semidesnudo, descalzo, con la bata azul colgando de mi cuerpo como un recordatorio de mi indefensión.

No podía usar mis habilidades. No podía luchar. No podía siquiera hablar sin ser ignorado o golpeado. Me tropecé una vez. Me patearon en el suelo.

No fue solo humillante. Fue miserable.

Las miradas de los civiles que pasaban se clavaban en mi espalda. No había compasión. Solo asco. Risas contenidas. Susurros.

Menos mal que soy importante para ustedes.

—Ellos son los familiares de todas tus víctimas de los últimos cinco días —soltó Krauther, sin mirarme—. Agradece que sus susurros fueron lo único que te dieron.

No le respondí.

Me empujaron dentro de una camioneta blindada. El mastodonte subió detrás de mí, tomando asiento a mi lado. Llevaba su revólver y un cuchillo a la vista. Dos soldados más se acomodaron en el compartimiento con nosotros. La doctora y el resto viajaban en la parte delantera.

Miré por la ventanilla. El crepúsculo teñía el cielo de rojo. A lo lejos, el mar se filtraba entre los edificios. La ciudad era hermosa, bañada por la última luz del día. Gente en las calles saludaba al convoy con euforia. Aquí, ser soldado significaba ser un héroe.

Yo era la excepción.

El mastodonte me miraba fijamente. Odiaba esa mirada. Condescendiente. Soberbia. Como si estuviera esperando que suplicara.

—¿Qué tanto me miras? ¿Te divierte esto? —solté, sin poder contenerme.

—Me das lástima —respondió, apuntándome con su arma—. Y el no poder matarte me fastidia.

Sonreí con amargura.

—Hazlo. Acaba con esto de una vez. Nada de lo que puedan ofrecerme me interesa.

Apreté la frente contra el cañón del revólver. Lo miré sin parpadear.

—Vamos, mastodonte. ¿A qué esperas?

No disparó.

—Si morir es un placer para ti, entonces me aseguraré de que vivas lo suficiente para que se convierta en una tortura.

Sonrió de forma oscura. Luego, giró el revólver en su mano y apretó el gatillo.

La bala cayó inofensiva al suelo.

No entendí el truco hasta que me tomó del cráneo y presionó el cañón caliente contra mi frente. El metal ardió contra mi piel. Los soldados rieron al ver mi expresión. Pero no me quejé. No les daría ese placer.

Lo miré fijamente, y algo cambió en su rostro. Ya no sonreía. Ahora solo había indiferencia.

Me soltó.

El ambiente en la camioneta se volvió pesado.

El aire salado se filtró en mi garganta como un cuchillo, áspero y punzante. Sentí su sabor metálico al respirar profundamente. A medida que la carretera se acercaba a la costa, el sonido del mar se coló entre los huecos de los edificios. Las olas rompían con violencia contra la arena, un ritmo eterno que no se detenía por nada ni por nadie. Frente a mí, un ave blanca emergió del cielo, descendiendo en una elegante espiral sobre el convoy. Sus alas extendidas capturaban la luz del ocaso, reflejando un resplandor casi celestial.

Por un instante, me permití seguir su vuelo con la mirada. Me fascinaba su libertad. Su capacidad de surcar el cielo sin más ataduras que el viento mismo. Sin grilletes. Sin collares restrictivos. Sin órdenes. Sin un nombre que lo condenara.

Sentí una punzada en el pecho. Luego, una sonrisa irónica curvó mis labios.

Envidio a un ave.

Ojalá pudiera volar. Ojalá Luna también tuviera alas. De todos, ella era quien más las necesitaba.

La camioneta frenó de golpe frente a una estructura imponente. Una fortaleza de piedra oscura, erigida con un diseño gótico que contrastaba con los tonos cálidos del atardecer. Sus torres se elevaban como garras tratando de atrapar los últimos rayos de luz, y las sombras proyectadas por sus murallas daban al complejo un aire sepulcral. A pesar de su aura solemne, no había oscuridad suficiente para ocultar la seguridad reforzada: cámaras en cada esquina, soldados armados en cada acceso. No cabía duda. Aquí se escondía la Gran Mariscal.

Apenas puse un pie fuera del vehículo, el aire se volvió aún más pesado. Los soldados apostados en las puertas se tensaron al verme, sus dedos acariciando el gatillo de sus rifles. No me dispararon, pero no porque no quisieran. Bastaba con que alguien diera la orden.

El mastodonte bajó primero, caminando con la seguridad de quien sabe que todo está bajo control. Sus hombres me obligaron a seguirlo, guiándome por un sendero de piedra que atravesaba la entrada amurallada.

Cada paso era un recordatorio de lo jodido que estaba.

Respiré con control. No quería darles una excusa para descargarme un cargador encima.

Los portones del edificio principal se abrieron con un rechinar metálico. Dentro, la arquitectura gótica se mantenía intacta: pasillos altos, vitrales decorando las paredes con escenas de guerra y victoria, y una iluminación tenue que solo acentuaba la sensación de asfixia. Mientras nos adentrábamos más, el número de soldados disminuía. Como si llegar hasta aquí ya fuera una prueba en sí misma. Como si me estuvieran llevando al jefe final de un videojuego.

Finalmente, nos detuvimos.

Una gran sala se desplegó ante mí, amplia y majestuosa. En su centro, una figura permanecía de espaldas, contemplando el lugar con la calma de un depredador que sabe que no tiene rival.

Esbelta. Uniforme de camuflaje blanco. Cabello rubio cayendo sobre sus hombros.

Cuando habló, su voz fue lo más dulce que jamás había escuchado.

—Bienvenido, joven Fénix. Soy la Gran Mariscal Lhana Asara. Es un placer tenerlo aquí.

El mastodonte y sus soldados se arrodillaron con una sincronización casi coreográfica.

Yo no.

Ella giró sobre sus talones con una elegancia natural. Su rostro era fino, su piel clara, sus ojos de un verde vibrante. Se veía joven para ser la líder de la Alianza, pero su postura hablaba de una seguridad absoluta. Caminó hacia mí con un ritmo pausado, con la certeza de quien mueve todas las piezas en el tablero.

—Sé que nuestros métodos no fueron los mejores —dijo con una cortesía sin calidez—. Pero era necesario, considerando su peligrosidad. Ahora que está aquí, podemos conversar civilizadamente.

Mi mandíbula se tensó. No dije nada.

—Iré al grano —continuó—. Necesitamos de sus servicios, y estamos dispuestos a ofrecerle una vida digna. Más aún, podemos garantizar la seguridad de cierta pelirroja.

Sentí como si me hubieran golpeado en el estómago.

¿Cómo…? ¿Cómo podían saberlo?

El escalofrío que recorrió mi cuerpo no fue de miedo. Fue de advertencia. Mi mente entró en alerta, exigiendo respuestas. No podía ser coincidencia.

—No esperen sacarme información —espeté con veneno—. No sé nada que les interese. No esperen que traicione a los míos, porque son lo único que me queda. Y no esperen tentarme con nada, porque sus ofertas son ridículas.

Cada palabra fue un disparo a su orgullo. Le sostuve la mirada con frialdad, dejando claro que no me doblegaría.

Pero la Mariscal no perdió la compostura. Solo sonrió con desdén.

Chasqueó los dedos.

Las luces se atenuaron y una proyección apareció en la pared. Imágenes de Luna. De Marriot. De mí. Clips de nuestra última conversación. Una foto del día en que partimos a la misión.

El golpe a mi mente fue inmediato. Mi cuerpo reaccionó antes que mi raciocinio. Me lancé hacia ella con pura rabia, pero las esposas se activaron y me hicieron caer con violencia.

—¿Cómo…? —balbuceé, aturdido.

Lhana se inclinó y me tomó el rostro con una mano enguantada. Sus ojos brillaban como dos esmeraldas afiladas, y su sonrisa regresó, letal y calculadora.

—Los tuyos te han vendido, joven Fénix —susurró, su voz goteando veneno—. Algunos por dinero. Otros por desprecio. Pero todos coincidieron en algo: tú no eres uno de ellos.

El mundo pareció cerrarse sobre mí.

Las piezas encajaron.

El corte de comunicación. La mina. Que yo fuera el único capturado.

Nos entregaron.

Me entregaron.

La rabia me carcomió por dentro, palpitando con cada latido en mi pecho.

Luna pudo haber muerto.

Respiré hondo y exhalé con lentitud. Luego, levanté la mirada y hablé con una calma que sorprendió incluso a la Mariscal.

—Está bien —susurré, una sonrisa amarga en mis labios—. Pero tengo tres condiciones…

La Mariscal sonrió.

—Te escucho.

—. Primero: quiero garantías de que nunca tocarán a Luna y al hombre que sale en las fotos. Segundo: quiero que Luna piense que he muerto. Y tercero… quiero la oportunidad de matar a Cassandra Fénix.

Por primera vez, un destello de sorpresa cruzó los rostros de los presentes. Sabían quién era.

La Mariscal sonrió complacida y con un gesto ordenó a Krauther llevarme a la Base de la "Coalición de Hierro".

—Bienvenido al bando ganador de la guerra, joven Fénix. Ha tomado una sabia decisión.

Mientras los soldados me escoltaban, una última frase resonó detrás de mí:

—Recuerde bien este día, Logan. Hoy es el día en que finalmente se volvió un hombre libre.

Libre… ¿Eh?

Quizás solo la libertad de borrar mi pasado y condenar mi futuro.