Desde que tengo memoria, me llamaron "monstruo". No como un insulto momentáneo, sino como un hecho, una condena escrita en mi piel. "Monstruo" para mi madre, "monstruo" para la sociedad, "monstruo" incluso para aquellos que comparten mi sangre.
Mi destino, decía ella, estaba en los Campos de Penumbra.
Recuerdo sus amenazas. Me llevaba a los límites de esos campos de concentración, donde entrenaban a seres como yo. Los "Battle Beasts", los "Infiltradores", los "Bruisers". Soldados convertidos en máquinas de matar. Me hacía mirarlos, me obligaba a absorber el miedo que inspiraban. "Si me fallas, allí acabarás", me susurraba al oído.
"Eres un Fénix. Demuestra la grandeza de tu apellido".
Las pesadillas nunca se fueron.
Aún veo las cicatrices, las sombras danzando en mi mente, las miradas de odio y desesperación. Aprendí a controlar la violencia, pero nunca pude erradicarla. A veces, cuando me veo en el espejo, siento asco. Otras veces, siento celos. Celos de los que pueden existir sin esta carga.
Soy el único Darkquinetick fuera de los Campos de Penumbra y que no formaba parte del Alfa. Mi madre lo impidió. Pese a mis peleas. Pese a haber lastimado a Luna.
Si Lord Bragmus no hubiese llegado aquella noche...
No. No vale la pena pensar en eso.
Con el tiempo, entendí que ni siquiera entre los míos encajaría. No soy un Battle Beast, ni un Infiltrador, ni un Bruiser. No pertenezco a ningún lado.
"No eres un monstruo. Solo necesitas que alguien te comprenda".
Esa voz... Se parece tanto a la de...
—¡LUNA!—
Desperté sobresaltado, como si hubiera emergido de una pesadilla interminable. Algo sujetaba mis manos y mis piernas. La luz me cegó. Y, por primera vez en mucho tiempo, sentí frío.
El aire olía a medicamentos. Voces murmuraban a mi alrededor, pero no podía comprenderlas. Me costaba respirar. No era el único en la habitación.
Cuando mi visión se ajustó a la iluminación, distinguí a una chica con bata blanca. Sostenía una tableta y se movía con soltura entre los equipos médicos. Finalmente, reparó en mí.
"Vaya, por fin despiertas. Pensé que nos habíamos pasado con la anestesia."
Tenía ojeras pronunciadas. Se notaba el cansancio en su voz.
Miré alrededor. Estaba en lo que parecía una sala médica. Cadenas sujetaban mis extremidades. Llevaba puesta una bata azul. Humillante.
Intenté moverme. Forcejeé con las cadenas. Inútil. Intenté convocar hielo. Nada. Ni siquiera podía desplegar mis garras.
Ella me señaló con su bolígrafo. Seguí la dirección de su gesto y vi las bolsas de suero conectadas a un catéter clavado en mi pecho.
"Oh, sí. No creo que puedas moverte. Hemos inhibido tus habilidades."
Su tono era ligero, casi divertido.
"¿Por qué sigo vivo?"
Mi voz sonó oxidada, rasposa.
"Eso no lo sé. Pero ya que hablamos de preguntas, tengo unas cuantas para ti."
Se acercó demasiado, se sentó sobre mis piernas. No había miedo en sus ojos violeta, solo curiosidad.
"¿Y si no quiero responder?"
"Sería una lástima. Son preguntas que quizás tú también te has hecho. Además, dudo que vayas a algún lado. No hasta que los soldados vengan por ti."
Levanté un hombro con indiferencia. Que hablara.
"Dime, ¿qué tipo de Darkquinetick eres?"
La pregunta me tomó por sorpresa.
"Tus análisis de sangre muestran que eres un Crioquinetick primario y un Darkquinetick secundario. Pero tienes garras, lo que te descarta como Infiltrador. No tienes forma animal, así que no eres un Battle Beast. Y tampoco eres un Bruiser, porque controlas otro elemento."
Hablaba rápido, con interés genuino. Yo solo la observaba en silencio.
"Por último, el aumento exagerado de tu génesis celular indica que esta fue la primera vez que has ingerido carne o sangre humana. Eso es inusual. Casi imposible a tu edad."
Los recuerdos de los cuerpos me golpearon de nuevo. La sangre. El hambre. La satisfacción hueca.
"En resumen, mi pregunta es: ¿Qué eres?"
La miré con extrañeza, le di varias vueltas a su pregunta y solo pude replicarle.
"...¿Crees que soy un monstruo?"
Alguien tocó la puerta.
"Creo que eres un caso interesante."
Se levantó con calma ondeando su largo cabello negro con puntas moradas. Antes de salir, me dedicó una última mirada.
"Quisiera seguir con la conversación, pero no eres mi único paciente"
Cuando la puerta se cerró tras ella, tres soldados armados entraron. Detrás de ellos, el mastodonte.
General J. Krauther. Su expresión era la misma de siempre: severa, impasible.
Dio una vuelta alrededor de la camilla y exhaló con cansancio.
"Veo que por fin te calmaste. Mira, esto me desagrada tanto como a ti. Si fuera por mí, ya estarías muerto. Pero los peces gordos te quieren vivo, así que hagamos esto rápido."
No respondí. No valía la pena.
"Dentro de unas horas, cuando puedas caminar, te llevaremos a la Catedral. La Gran Mariscal tiene una oferta para ti."
Mi mirada se endureció.
"Si creen que tengo un precio, están perdiendo el tiempo. No traicionaré a mis hermanos."
El mastodonte se giró hacia la puerta. Antes de salir, me lanzó una última mirada.
"No creo que tengas un precio. Creo que no quieres morir por los que te abandonaron."
Y se fue.
Me quedé en silencio.
Maldita sea.