El cuerpo de Daren aún ardía, su carne chamuscada desprendía un hedor nauseabundo. Los tres héroes restantes quedaron paralizados, sus mentes luchaban por comprender lo que acababa de ocurrir.
El asesino de fuego avanzó con calma, su silueta recortada contra las llamas danzantes. Sus ojos rojos brillaban con un desprecio absoluto.
—Vaya, parecen estatuas… —dejó escapar una leve risa—. ¿No se supone que los héroes no le temen a nada? Qué engaño.
Sira dio un paso atrás, sus piernas temblaban. Joarin cerró los puños con rabia, pero el sudor en su frente delataba el miedo. Varek buscaba desesperadamente una salida.
—Bien… ¿quién quiere ser el siguiente? —El asesino levantó la mano, y el fuego se arremolinó en su palma, ansioso por devorar más vidas.
—¡M-maldito! —Joarin gritó con furia, alzando ambas manos. El suelo tembló, y un muro de piedra se alzó entre ellos.
Con un simple chasquido de dedos, una explosión de fuego fundió la piedra en magma. La barrera se desmoronó, y la onda de calor lanzó a Joarin de espaldas.
—¡Joarin! —Sira corrió hacia él, pero su instinto le dijo que no se acercara más.
Varek desapareció.
O al menos, eso intentó.
El asesino suspiró.
—La invisibilidad no sirve de nada cuando el fuego te quema. —Alzó un dedo, y una llamarada estalló, prendiendo el aire a su alrededor.
—¡Aghh!
Varek reapareció de inmediato, revolcándose en el suelo para apagar las llamas en su ropa.
El asesino lo observó con desdén.
Antes de que el chico pudiera reaccionar, un golpe brutal lo envió volando hasta estrellarse contra un árbol. Cayó, con las extremidades partidas por el fuerte impacto.
—Ahora quedan dos.
Sira sintió que su respiración se volvía errática.
No puedo… No puedo hacer nada… pensó Sira, sus manos temblando mientras la desesperación la envolvía.
—¡No creas que voy a morir sin luchar! —Joarin escupió sangre y levantó una vez más su mano, temblorosa.
Antes de que pudiera hacer algo, la bota del asesino se estrelló contra su pecho. Joarin sintió cómo sus costillas crujían.
—No te preocupes, no sentirás nada en unos segundos —susurró el asesino, inclinándose hacia él.
—Hijo de…
El fuego envolvió su cuerpo.
Sus gritos resonaron en la noche.
Y luego, el silencio.
Sira cayó de rodillas. Sabía que no tenía forma de escapar.
El asesino se giró lentamente hacia ella.
Las lágrimas de Sira brotaron sin control. Su cuerpo temblaba, no solo por el miedo, sino por la impotencia. Las manos que siempre habían sanado, ahora solo podían aferrarse a la tierra fría. Su respiración era entrecortada, como si su corazón quisiera escapar de su pecho.
¿Por qué soy tan inútil? pensó entre lágrimas. Ahora voy a morir… sin haber hecho nada…
El asesino preparó una onda de calor en la palma de su mano.
Pero antes de que lanzara el fuego que pudiera consumirla, sintió una punzada en la nuca. Como si algo invisible lo observara desde muy cerca. Luego, la voz llegó, fría y sin emoción.
—Detente.
El asesino, con los ojos fijos en su objetivo, se detuvo por un instante, confundido.
—... ¿Qué? —murmuró, irritado.
—No la mates.
La rabia comenzó a burbujear en su interior. Sus dedos ardían con la necesidad de acabar el trabajo. ¿Por qué detenerse ahora? La mujer no valía nada, era solo una víctima más en su camino.
—Te di una orden.
El fuego en su mano se agitó violentamente, pero no lo lanzó.
—¿Por qué? no tiene sentido dejarla vivir. —El asesino murmuró, casi con desdén, sus labios apenas moviéndose.
—No necesitas entenderlo, Ludwig. Solo hazlo.
Ludwig entrecerró los ojos.
—Tch... No te confundas, Baldric. Yo soy el que pelea aquí.
—Y yo soy el que decide a quién matas y a quién no.
El calor a su alrededor aumentó por un instante. Ludwig apretó los dientes, sus ojos llenos de furia.
—No me des órdenes como si fuera un perro.
Baldric rió suavemente, un sonido que le hizo hervir la sangre.
—¿No lo eres? —preguntó con tono burlón—. Eres un arma. Un arma perfecta, Ludwig. Pero un arma no decide. Lo hace quien la empuña.
Ludwig respiró profundamente, su furia creciendo, pero también el peso de sus palabras. Soy un arma... Pero no soy su juguete.
El asesino apretó los dientes. Luego, con un chasquido de lengua, bajó lentamente la mano.
—Tch… eres un fastidio. Da igual. La volveré a ver… y la mataré.
Sira no dudó ni un segundo. Se puso de pie y corrió con todas sus fuerzas, pero sus piernas, débiles y temblorosas, no respondieron como esperaba. Tropieza con sus propios pies, cayendo al suelo con un golpe seco.
Con el corazón palpitando en su garganta, se levantó a duras penas, sus manos cubiertas de tierra y sangre. No había tiempo para pensar, solo para huir.
Se alejó a ciegas en la oscuridad. Detrás de ella, el asesino no se movió ni un centímetro. Su mirada seguía fija en Sira, vacía de cualquier emoción.
—Buen trabajo. Ahora regresa. Lo que viene será más complicado para ti... o tal vez, para ellos.
Las llamas seguían consumiendo los cuerpos.
Ludwig se giró sin decir una palabra y desapareció en la noche.
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En las afueras de Gelsenkirchen, una antigua fábrica abandonada yace en ruinas. Los ventanales rotos dejan pasar la luz de la luna, que se refleja en charcos de agua estancada. El aire, cargado de metal oxidado y ceniza, pesa en el ambiente. En el centro, un viejo escritorio de madera destrozada sirve como mesa improvisada, con mapas y notas dispersas sobre su superficie. Chimeneas altas se alzan como torres derruidas, y debajo de ellas, entre tuberías corroídas, una pequeña fogata parpadea débilmente, proyectando sombras inquietantes en las paredes agrietadas.
Aquí es donde Ludwig y Baldric se reúnen tras la misión. Baldric, sentado con calma sobre un barril, limpia un pequeño frasco con gotas de sangre mientras observa a Ludwig, quien se apoya contra una pared con los brazos cruzados, el ceño fruncido y las llamas reflejándose en sus pupilas.
—No entiendo por qué querías que la dejé escapar.
Baldric sonríe con calma, girando el frasco entre sus dedos.
—Por su hermano, es uno de los héroes mas fuertes del país.
Ludwig lo mira con el ceño aún más fruncido.
—¿Y?
—La curandera le contará todo. Su desesperación hará el resto. Él vendrá por ti… para atraparte.
—Entonces al menos le habría arrancado un brazo o una pierna a su hermana... o tal vez dejarla ciega. Eso lo haría venir ansioso por matarme.
Baldric lo observa con una sonrisa tranquila, como si hablara con un niño impaciente.
—Eso era innecesario —responde, girando el frasco entre sus dedos—. La curandera morirá tarde o temprano, y cuando lo haga, su sufrimiento no nos servirá de nada.
Baldric lo mira de frente y lo trata de convencer.
—Si la hubieras mutilado, su hermano vendría cegado por la rabia… y la furia puede hacer a alguien más fuerte. Prefiero que venga desesperado, con miedo de perderla. La desesperación hace que la gente cometa errores.
Ludwig aprieta los dientes. No le gusta la idea de esperar, pero entiende la lógica. Aun así, una parte de él disfruta más cuando sus enemigos vienen con odio en los ojos y sed de sangre en las manos. Cuando los mira y sabe, sin necesidad de palabras, que lo único que quieren es matarlo.
Era un sentimiento que había visto antes… cuando lo atraparon.
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Años atrás...
Tras una masacre en una ciudad, Ludwig entre las llamas, observando cómo los últimos sobrevivientes intentaban arrastrarse lejos de él. Eran débiles. Sin valor.
Pero entonces, los verdaderos enemigos llegaron. Un grupo de héroes de élite, convocados de urgencia tras recibir informes de la destrucción. Entre ellos, uno en particular no vino con miedo ni con dudas. Vino con el único propósito de matarlo.
Porque Ludwig había matado a su madre.
El odio en sus ojos era diferente al de los demás. No era solo la obligación de un héroe cumpliendo su deber, sino una venganza personal. Una furia ciega que lo impulsaba a atacarlo sin reservas.
Y eso hizo sonreír a Ludwig.
La batalla fue feroz. Los héroes sabían que no podían darle espacio para moverse, que si lo hacían, los consumiría a todos en llamas. Lo acorralaron con ataques coordinados, forzándolo a la defensiva. Por primera vez en mucho tiempo, Ludwig sintió la presión de pelear contra alguien que realmente quería verlo muerto.
Pero incluso en ese estado, luchó. Quemó carne, derritió acero, obligó a sus enemigos a pagar con sangre cada metro que avanzaban.
Hasta que una trampa lo cerró. Cuando quiso darse cuenta, sus llamas se extinguieron.
No lo mataron. No podían. Ludwig era un prisionero demasiado valioso para ser ejecutado. Había causado una destrucción masiva y, aunque su muerte podría haber sido una victoria personal para los héroes, mantenerlo con vida ofrecía más oportunidades. Más allá de la justicia, había un interés estratégico en su captura.
Lo llevaron a la prisión, un lugar oscuro y frío. Allí, en una noche, un prisionero con una mirada afilada y una calma inquietante se le acercó.
Baldric.
Así fue como lo conocí.