Rebelión contra el Cielo - Part 9

Capítulo 9: La promesa de la tormenta

El aire estaba cargado de muerte.

Kenta, Haru y Daichi apenas podían moverse bajo la presencia aplastante de Ryuusei. No era solo miedo lo que los paralizaba. Era un instinto primitivo, un pavor arraigado en lo más profundo de su ser. Cada fibra de sus cuerpos les gritaba que no se movieran, que no respiraran demasiado fuerte, que no lo hicieran enojar.

Aiko, inerte en sus brazos, parecía más frágil que nunca. La sangre aún goteaba de sus vendajes improvisados, pero Ryuusei no tenía prisa. Él ya había decidido todo.

Kenta tragó saliva con dificultad. Sus manos temblaban alrededor del mango de sus guadañas, pero su cuerpo se negaba a obedecer. Intentó dar un paso adelante, sintiendo cómo cada músculo protestaba con un dolor insoportable. Haru y Daichi no estaban mejor. El miedo había tomado control de ellos.

Ryuusei inclinó la cabeza, su mirada afilada como la hoja de una guillotina.

Dio un paso.

El sonido de su pie contra la tierra resonó en el silencio como un disparo. El suelo bajo ellos pareció estremecerse.

—Basta.

Su voz no fue un grito. Fue una sentencia. Una orden inquebrantable.

Kenta sintió su piel erizarse. Quería responder, quería desafiarlo, quería vivir, pero su lengua se sintió pesada. Haru, con los labios entreabiertos, intentó levantar su arco, pero su brazo se negó a moverse. Daichi, con la lanza rota en la mano, se quedó en silencio.

Ryuusei los miró con desdén antes de girarse con calma, llevándose a Aiko. Sabía que nadie lo seguiría.

Antes de desaparecer en la penumbra, dejó su advertencia:

—Disfruten esta noche. Será su última.

Cuando la tormenta ruja, escucharán mis pasos.

Cuando la lluvia caiga, sentirán mi filo en sus gargantas.

Y cuando el trueno golpee… ya estarán muertos.

El silencio que dejó atrás fue peor que cualquier grito.

Aiko despertó con un jadeo ahogado.

El dolor fue lo primero que sintió. Ardiente. Punzan… Como si su piel estuviera cosida con alambres de espino. Sus extremidades estaban pesadas, su pecho subía y bajaba en jadeos irregulares.

El techo del refugio era de piedra ennegrecida. Una antorcha parpadeaba en la pared, proyectando sombras danzantes que parecían retorcerse.

Intentó moverse. No pudo.

—No te esfuerces.

La voz helada la hizo estremecer.

Giró la cabeza con dificultad y vio a Ryuusei. Sentado. Observándola.

Sus ojos vacíos, su expresión inexpresiva.

—Me trajiste aquí… —susurró Aiko, sintiendo su garganta reseca.

—Peleaste bien. —Su tono era frío, impersonal. Como si hablara de una simple herramienta. De algo desechable.

Aiko recordó. El frenesí. El poder. El placer de desgarrar carne.

No era normal.

—Si no lo controlas, te destruirá.

Aiko apretó los dientes. No quería oírlo. No quería admitir que sin él… ya estaría muerta.

—Entonces enséñame.

Ryuusei la miró por un instante. Luego, sonrió.

No era una sonrisa humana.

—Lo haré. Pero antes… tengo un asunto que atender.

Aiko sintió un nudo en el estómago.

—¿Qué asunto?

Ryuusei se levantó. Su sombra la cubrió por completo.

—Voy a matarlos.

El silencio pesó sobre ella como una losa.

—Haru, Kenta, Daichi… no vivirán para ver otra luna llena.

El corazón de Aiko latió con fuerza, su respiración se aceleró.

No era una amenaza. Era una promesa.

En algún lugar lejano, el viento ululó con un sonido espectral. Y en su pecho, Aiko supo que la cacería ya había comenzado.