Rebelión contra el Cielo - Part 12

Capítulo 12: Entrenamiento

(Todo esto paso cuando Ryuusei tenia 15 años)

El viento cortante del inframundo silbaba a su alrededor mientras Ryuusei, cubierto de heridas y sudor, se mantenía en pie con dificultad. La Muerte lo había lanzado a su entrenamiento final, uno que definiría su destino como Heraldo Bastardo.

Con la Máscara del Ying-Yang firmemente colocada, la energía fluía a través de su cuerpo como un torrente incontrolable. Cada día era una prueba de resistencia, cada golpe recibido, una enseñanza cruel. Si quería sobrevivir en este mundo, debía dominar el equilibrio entre el Caos y la Paz.

Toque de la Entropía

El primer dominio que forjó en su arsenal no fue la simple descomposición. No era la lenta podredumbre del tiempo ni la corrosión pausada del metal. Era la erradicación absoluta. La aniquilación inmediata de toda forma, de todo significado, de toda existencia.

Sus Martillos de Guerra no eran meras armas; eran el cincel con el que esculpía la realidad misma. Y su lienzo era el mundo.

Comenzó con estructuras colosales: torres de roca negra, muros de metal maldito, puertas endurecidas con la sangre de reyes caídos. Golpe tras golpe, la materia cedía a su voluntad. No se rompía. No se agrietaba. Simplemente dejaba de ser. En cada impacto, las vibraciones le recorrían los huesos como una maldición viviente, haciendo estallar sus capilares hasta que su piel se tornó un mosaico de moratones púrpura y negro. Sus dedos crujieron bajo el peso de su propia furia, astillándose como madera vieja. Pero el dolor… el dolor no importaba. Era apenas un susurro en la sinfonía de destrucción que había desatado.

Sin embargo, la entropía no solo reclamaba piedra y metal.

El verdadero abismo se abrió cuando dirigió su poder contra la carne viva.

El primer sujeto fue un prisionero, arrojado ante él con las manos atadas en cuero seco. Apenas un despojo humano, con el rostro hundido por el hambre y los ojos enturbiados por el miedo. Ryuusei alzó su martillo. Y descendió.

La piel del hombre no se desgarró como carne. Se desplomó. Se abrió como un pergamino antiguo hecho trizas por un viento invisible. Su carne, privada de su forma, se derritió en un amasijo burbujeante de vísceras y bilis. La piel se deslizó de su cráneo como una máscara derretida. Los globos oculares explotaron en un chorro de fluido amarillento, chorreando por su rostro como lágrimas de cera caliente. La boca intentó formar un grito, pero lo único que emergió fue un gorgoteo grotesco, el sonido de una garganta que ya no podía recordar cómo respirar.

Ryuusei vio todo. Sintió todo.

El hedor a carne pútrida se adhirió a sus pulmones como un veneno vivo. Sus brazos, cubiertos de sangre espesa y jirones de médula, comenzaron a temblar. Pero no de miedo. No de horror.

De hambre.

Cada nueva víctima era un sacrificio a la expansión de su poder. Cada músculo desgarrado, cada cráneo implosionado, cada esqueleto reducido a cenizas era un paso más en la danza de la aniquilación. Al principio, un escalofrío de culpa le recorrió la espalda. Pero pronto… pronto se convirtió en exaltación.

No podía detenerse.

No quería detenerse.

Porque la entropía no solo devoraba a sus víctimas. También lo devoraba a él.

Dio un paso atrás. Sus Martillos de Guerra, antes una extensión de su propio ser, ahora pesaban como si estuvieran hechos de plomo fundido. La habitación apestaba a muerte, pero no la muerte digna de un guerrero en batalla. No. Era la podredumbre inmunda de la carne que se corrompe mientras el cuerpo aún está vivo.

El amasijo que alguna vez fue un hombre aún temblaba en el suelo. Espasmos reflejos recorrían su columna, como si su cuerpo aún no entendiera que su carne ya no existía. Ríos de tejido licuado se deslizaban por el suelo en un charco denso, como si la vida misma intentara huir de aquel cascarón vacío.

— Porque me haces sufrir niño, porque... — Dijo una masa ensangrentada que apenas se le podía diferenciar.

Ryuusei sintió cómo su estómago se contraía en una arcada violenta. Se cubrió la boca con la mano, pero el vómito escapó entre sus dedos en un torrente agrio de bilis y restos de comida.

— Por lo siento, no es mi inteción… — Dijo Ryuusei llorando y teniendo asco a la vez

Su voz era apenas un susurro, un eco quebrado en el vacío de aquella sala mancillada.

Esto no era guerra.

Esto no era poder.

Esto no era nada

Miró sus manos. Aún temblaban. Aún estaban cubiertas de fragmentos de piel que no eran suyos. Sangre que se había espesado bajo sus uñas. Jirones de músculo que latían con un residuo de vida que se negaba a apagarse. Cada gota de aquel fluido pegajoso se aferraba a su piel como un parásito, como si intentara arrastrarlo consigo a la nada.

Retrocedió.

Las sombras de la habitación parecieron moverse con él, susurrarle. No eran palabras. Eran los ecos de los que habían sido arrancados del mundo, gritos agonizantes que se desvanecían en el olvido.

—No… esto…

Se giró, con la respiración entrecortada, y entonces lo vio.

Su reflejo.

En la superficie ennegrecida de los muros metálicos, su rostro lo observaba de vuelta. Pero no era él.

Era un monstruo.

Su piel estaba cubierta de sangre. No solo fresca. También seca, endurecida, incrustada en cada poro como una segunda piel. Sus ojos…

Sus ojos estaban rotos.

Lo que alguna vez brilló con la luz de un guerrero ahora solo reflejaba un abismo sin fondo.

Y lo peor…

Lo peor no era lo que había hecho.

Lo peor era que, en algún lugar, en lo más profundo de su ser…

Una parte de él lo había disfrutado.

Visión del Abismo

No hubo advertencias. No hubo preparación.

Lo arrojaron dentro de la cámara oscura y la puerta se selló con un estruendo que sacudió sus huesos. Allí no existía la luz, ni el tiempo, ni la lógica. Solo una negrura espesa que respiraba a su alrededor.

Al principio, creyó estar solo.

Hasta que la Muerte habló.

—Mírate.

Su voz era un susurro dentro de su cráneo, una garra invisible que arañaba las paredes de su mente. Y entonces comenzó la caída.

Ryuusei sintió cómo su cuerpo se desvanecía, como si su piel fuera ceniza y su carne, un sueño olvidado. Su conciencia se fragmentó en mil espejos rotos y, en cada uno, vio un horror distinto.

La traición.

Sus amigos crujiendo como ramas secas, sus caras desgarradas en muecas de odio y desprecio. Vio sus bocas abrirse, pero en lugar de palabras, chorros de sangre y dientes quebrados escapaban de sus labios. Sus manos se alzaron, no para salvarlo, sino para despedazarlo, para arrancarle la piel con uñas podridas.

La soledad.

Vagó por un mundo donde no existía nadie más. Solo ruinas cubiertas de sombras, el eco de pasos que no eran suyos y el sonido lejano, eterno, de su propia voz gritando sin respuesta. Sus propias pisadas dejaban huellas de carne en el suelo, como si el mismo suelo estuviera bebiéndose su existencia.

La agonía.

Su carne no ardía, no se rompía, no se desangraba. No podía morir. Pero sufría.

Sintió cómo sus huesos se convertían en agujas que perforaban sus órganos, cómo su piel se desprendía capa por capa y volvía a crecer solo para desgarrarse otra vez. Cada fibra de su ser se contraía en un espasmo interminable de dolor, como si un millón de cuchillas se abrieran y cerraran dentro de él, rebanándolo desde adentro, pero sin dejarle la paz de la muerte.

Lloró. Gritó hasta desgarrarse la garganta.

Pero la Muerte no le permitió rendirse.

—No escaparás de esto.

Y entonces lo comprendió.

No podía luchar contra el Abismo. No podía negarlo.

Solo podía abrazarlo.

Aceptó cada pesadilla, cada traición, cada agonía como parte de sí mismo. Las dejó consumirlo, desgarrarlo, reescribirlo. Y cuando salió del otro lado, ya no era el mismo.

Ya no era una víctima.

Ahora era el verdugo.

Cuando emergió de la cámara, sus ojos no eran los mismos. Estaban vacíos. Pero no de desesperación. Vacíos porque contenían el infinito.

El primer enemigo que se atrevió a desafiarlo sintió el peso de su mirada. Y en un instante, el poder del Abismo fue devuelto hacia él.

El hombre cayó de rodillas, sus pupilas dilatadas hasta devorarle los ojos enteros. Su respiración se volvió errática. Lloró. Suplicó. Y luego comenzó a desgarrarse la piel con sus propias uñas, intentando arrancar algo que solo él podía ver.

Gritó hasta que su voz se quebró en un sollozo infantil, hasta que su cuerpo se convulsionó en espasmos de pura locura. Y cuando finalmente dejó de moverse, su expresión quedó congelada en un horror absoluto.

Ryuusei observó en silencio.

Ahora todos verían el Abismo.

Y nadie volvería a ser el mismo.

Llamas del Ocaso

El fuego no es un arma. Es un hambre insaciable.

Ryuusei no lo entendió hasta que fue demasiado tarde.

La primera vez que invocó las Llamas del Ocaso, no fueron sus enemigos los que ardieron. Fue él.

El poder surgió de sus palmas como una bestia descontrolada, envolviendo su piel en lenguas de negro y carmesí, consumiéndolo desde los dedos hasta los codos. La carne chisporroteó, el olor a piel quemada llenó sus pulmones antes de que pudiera siquiera gritar. Sus músculos se contrajeron, los tendones se retorcieron como cables al rojo vivo, y en su desesperación, trató de apagar las llamas con sus propias manos.

No sirvió de nada.

La regeneración actuó de inmediato, pero no como un alivio. Cada centímetro de carne quemada se reconstruía… solo para ser devorado otra vez. Era un ciclo sin fin, una tortura que lo atrapó en un infierno personal donde la única certeza era el dolor.

No podía desmayarse. No podía morir.

Solo podía arder.

Los segundos se convirtieron en siglos.

En algún punto, dejó de ser humano. Se convirtió en un ser de puro sufrimiento, reducido a cenizas y rehecho en un parpadeo, sintiendo cada centímetro de carne regenerada volverse a carbonizar, sintiendo sus huesos expuestos al aire solo para ser envueltos otra vez en llamas crueles y hambrientas.

Cuando la energía finalmente colapsó y las llamas se apagaron, no quedó nada de él salvo una figura temblorosa cubierta de ceniza.

Cayó de rodillas, jadeando, con los pulmones llenos de humo y sangre. Sus dedos, aún humeantes, se retorcieron como si todavía estuvieran envueltos en fuego.

—No otra vez…

Su propia voz era un susurro ahogado, un eco de algo que había sido devorado por las llamas.

Pero no podía rendirse. No podía temerle al poder que debía dominar.

Lo intentó de nuevo. Y de nuevo.

Y de nuevo.

Cada fracaso lo sumergía en un nuevo círculo de dolor, pero no se detuvo. Aprendió a resistir el ardor. Aprendió a soportar la regeneración sin que su mente colapsara. Aprendió a escuchar las llamas, a comprender su hambre, a domarlas sin dejarse consumir.

Hasta que, finalmente, las Llamas del Ocaso le obedecieron.

Cuando las invocó por última vez, las lenguas de fuego bailaron en sus manos sin devorarlo, enroscándose como serpientes de sombra y sangre. Extendió los brazos, y el infierno se desató sobre sus enemigos.

El primero en ser alcanzado no tuvo tiempo de gritar. Su piel se abrió en grietas ardientes, sus ojos se licuaron en sus cuencas, su carne se desprendió en jirones de ceniza, y cuando su esqueleto cayó al suelo, las llamas lo devoraron hasta que no quedó ni el polvo de sus huesos.

Los otros corrieron, suplicaron, intentaron escapar.

Pero no había escape.

Las llamas se arrastraban por el suelo como garras vivientes, subiendo por sus cuerpos, hundiéndose en sus gargantas, reduciéndolos a espectros de puro sufrimiento antes de convertirlos en nada.

Ryuusei los observó arder.

Su mirada no tenía furia, ni placer, ni compasión.

Solo tenía la certeza de que el fuego ahora era suyo.

Y que si el mundo debía arder, sería él quien encendiera la llama.

Distorsión del Destino

El destino es frágil. Solo basta un pequeño empujón para cambiarlo todo.

Pero Ryuusei pronto descubrió que no era un simple hilo que podía cortar a voluntad.

Era un nudo de serpientes, siempre moviéndose, siempre dispuesto a estrangularlo si no tenía cuidado.

La prueba comenzó con un puente a punto de colapsar.

El viento rugía a su alrededor, levantando nubes de polvo y ceniza. Bajo sus pies, las tablas carcomidas crujían, advirtiéndole que un paso en falso lo enviaría directo a la muerte.

Y al otro lado, esperaban sus enemigos.

Arqueros con ojos afilados, flechas ya tensadas en sus arcos. Guerreros sedientos de sangre, con armas listas para despedazarlo. Si intentaba correr, lo acribillarían antes de llegar a la mitad del puente.

Si se quedaba quieto, las tablas podridas lo devorarían como una fosa hambrienta.

No tenía opción. Tenía que forzar al destino a inclinarse a su favor.

Respiró hondo. Activó la Distorsión del Destino.

Todo cambió en un instante.

Las flechas volaron… pero fallaron por milímetros, desviadas por una corriente de aire impredecible.

Los enemigos avanzaron… pero el puente crujió en el momento exacto, obligándolos a dar un paso en falso y resbalar hacia el abismo.

Las tablas bajo sus pies parecían sostenerlo justo el tiempo necesario, mientras que los escombros caían en sincronía perfecta, aplastando a los enemigos que intentaban seguirlo.

Ryuusei sonrió.

Había roto las reglas del mundo.

Pero el destino no era tan fácil de engañar.

El primer error llegó cuando su confianza creció demasiado.

Aceleró el paso, creyendo que la suerte seguiría a su favor.

Pero el puente se quebró repentinamente bajo su peso, y casi cayó al vacío. Se sujetó de una viga astillada, sintiendo cómo la madera cortaba su palma hasta el hueso.

Los enemigos dispararon de nuevo.

Esperó que fallaran. No lo hicieron.

Una flecha le atravesó el hombro, otra se clavó en su muslo, y el dolor explotó en su cuerpo como un relámpago cruel.

Intentó alterar la suerte otra vez, pero ahora… era él quien tropezaba, era su visión la que se nublaba, eran sus fuerzas las que lo traicionaban.

El mundo se reía de él.

El destino había cambiado de manos.

Y ahora quería devorarlo.

El puente colapsó en el momento más cruel. La madera se astilló bajo sus dedos, el suelo desapareció de sus pies, y su cuerpo cayó en picada hacia la muerte.

El viento le desgarró la piel, el eco de su propia respiración era lo único que escuchaba mientras la oscuridad del abismo se acercaba cada vez más.

Iba a morir.

Todo se volvió negro.

Pero entonces…

Un último cambio.

Su cuerpo golpeó algo. No el suelo.

Una roca sobresalía del abismo, justo en el punto exacto donde podía sostenerse.

Su cuerpo se destrozó contra ella, huesos rotos, piel arrancada, sangre cubriendo la piedra como una maldición carmesí.

Pero estaba vivo.

La Distorsión del Destino no lo había abandonado.

Solo le había cobrado un precio.

Ryuusei jadeó entre la agonía, sabiendo que había cruzado la línea.

El destino podía manipularse.

Pero si jugaba demasiado con él…

El destino también podía devorarlo.

Regeneración Dolorosa

La Muerte no le enseñó a sanar.Le enseñó a sufrir.

Le enseñó a romperse.

Le enseñó a desear la muerte y, al mismo tiempo, negársela.

El castigo comenzó sin advertencia.

Una lanza le atravesó el pecho.

El acero destrozó su esternón, desgarró sus pulmones y lo dejó clavado contra el suelo como un insecto indefenso. Sangre espesa burbujeó en su garganta, ahogando su grito antes de que pudiera escapar.

No podía moverse.No podía respirar.No podía hacer nada excepto morir.

Pero la Muerte no lo dejó ir.

Su cuerpo empezó a rehacerse.

Sintió cómo su carne desgarrada se tejía de nuevo, fibra por fibra.Sintió cómo sus costillas rotas se volvían a soldar, crujiendo como si fueran dobladas a la fuerza.Sintió cómo su piel lacerada se cerraba centímetro a centímetro, como si alguien la cosiera con hilos de fuego.

El dolor fue inhumano.El dolor fue infinito.El dolor fue lo único que existió.

Cuando por fin terminó, aún jadeaba en el suelo, temblando, su cuerpo empapado en su propio sudor y sangre.

Y entonces, la lanza volvió a atravesarlo.

El tormento se repitió cientos de veces.

Espadas cortaron su carne en tiras.

Martillos aplastaron sus huesos hasta convertirlos en polvo.

Llamas negras lo consumieron hasta que no quedó nada más que cenizas… y aun así revivió.

Cada vez, su cuerpo sanaba.

Cada vez, el dolor era peor.

No era un don. Era una maldición.

El sufrimiento se volvió su única compañía.

Los días dejaron de existir. Los años se diluyeron en un océano de agonía.

Pero Ryuusei no suplicó.

No lloró.

No pidió piedad.

Sobrevivió.

Y en esa resistencia absoluta…

Descubrió su verdadero poder.

Cuando su entrenamiento terminó, ya no era un simple humano.

Ahora podía regenerarse de cualquier herida.

Podía caminar entre cuchillas sin temor.

Podía atravesar un campo de batalla sin importar cuántas veces lo atravesaran a él.

Pero cada vez que su carne sanaba, cada vez que su sangre volvía a fluir…

El dolor seguía ahí.

Siempre estaría ahí.

Porque la Muerte le había enseñado la lección más cruel de todas:

El precio de la vida… es el sufrimiento eterno.

Poderes de Paz Para balancear su lado oscuro, entrenó sus dones de Yang.

Aura de Resistencia

Hubo una vez donde la muerte lo envió a una misión y para divertirse creo bestias salvajes de tres metros de alto para que vayan a "jugar" con Ryuusei. Pero su forma de divertirse era algo salvaje. 

El primer golpe le destrozó la clavícula.

El segundo le pulverizó las costillas.

El tercero lo lanzó contra la pared de huesos, partiéndole la mandíbula y haciéndole escupir sangre oscura.

Las bestias infernales lo rodearon. Sus cuerpos eran montañas de carne podrida, músculos hinchados y garras como espadas. Sus alientos eran veneno y su mirada, puro instinto asesino.

Ryuusei no podía moverse.

—Levántate.

La voz de la Muerte resonó en su mente. No era una orden. No era un consejo. Era un hecho.

Si no se levantaba, moriría.

El siguiente golpe llegó. Pero no cayó.

Su cuerpo soportó la fuerza bruta del impacto.

Sus huesos no se rompieron esta vez.

Su carne no cedió.

El Aura de Resistencia lo envolvió, endureciendo su piel como acero, reforzando su voluntad más allá del dolor.

Las bestias rugieron y atacaron de nuevo.

Pero Ryuusei siguió en pie.

Curación Ajena

Salvar a otros…

¿Para qué?

Ryuusei siempre había luchado junto a Aiko, pero la mayoría de misiones siempre las hacia solo. Pero algunas veces confiar en alguien significaba ser traicionado, ser abandonado, ser usado.

Pero la Muerte no le dio opción.

Le lanzaron un compañero moribundo a sus pies, el pecho perforado, el aliento débil, la vida escapando con cada segundo.

—Cúralo.

La energía fluyó de sus manos. Era diferente a la regeneración. No dolía. No quemaba. Pero cada vez que sanaba a otro, sentía cómo su propia fuerza se drenaba, cómo su cuerpo se debilitaba.

El instinto gritó que se detuviera.

La lógica susurró que lo dejara morir.

Pero la Muerte observaba.

Ryuusei presionó las manos sobre la herida y dejó que el poder fluyera.

Cada sanación robaba un poco de su vida.

Cada vez que salvaba a otro, su cuerpo se desmoronaba un poco más.

Entendió, entonces, la verdadera crueldad del poder.

Salvar no era una elección.

Salvar era un sacrificio.

Zona de Equilibrio

La primera vez que utilizo esta habilidad lo llevo a otra dimensión.

Una arena vacía.

Un enemigo frente a él. Al parecer su habilidad había escogido a alguien cercano por la zona, y si fuera coincidencia donde había utilizado la habilidad era cerca de una prisión.

En esta dimensión ambos no tenían poder.

Este era el duelo más brutal. No importaba cuán fuerte se hubiera vuelto, cuántas habilidades hubiera dominado. Aquí no era nada más que su propio cuerpo y su propia mente.

— No se quien mierda eres pero te matare — Dijo el prisionero

Ryuusei se lanzó al ataque.

Pero el enemigo también lo hizo.

Ambos sintieron el impacto de los puños en sus mandíbulas.

Ambos sintieron el dolor de las costillas fracturadas.

Ambos cayeron de rodillas, sangrando, jadeando.

No había ventaja.

No había destino asegurado.

Solo un combate puro, donde el más fuerte no era el más poderoso, sino el más determinado.

Y Ryuusei se levantó primero. Volviendo a la normalidad.

Eco de la Vida

Este fue el peor de todos.

Las visiones lo devoraban.

Vio el pasado:

Un niño llorando entre cadáveres.

Un guerrero sosteniendo a su hermano muerto.

Un anciano solo, esperando un final que nunca llegaba.

Vio el futuro:

Ciudades ardiendo en llamas negras.

Amigos cayendo uno a uno, llamándolo con las manos extendidas.

Un mundo vacío, sin nadie que recordara que alguna vez existió.

El Eco de la Vida no solo le mostró la verdad.

Se la hizo sentir.

Cada muerte fue su muerte.

Cada sufrimiento fue su sufrimiento.

Los gritos nunca se detenían.

El dolor nunca terminaba.

Por primera vez…

Ryuusei deseó dejar de existir.

Pero la Muerte le susurró:

—No hay escapatoria.

No podía huir de estos ecos.

No podía olvidar.

Así que aprendió a soportarlos.

Aprendió a vivir con el peso de todos aquellos que habían caído y de todos aquellos que aún caerían.

Y cuando las visiones finalmente se disiparon…

Ryuusei abrió los ojos.

Había cambiado.

Ya no era el mismo hombre.

Ya no era un hombre en absoluto.

Era alguien que había visto el horror de la existencia misma…

…y aún así había decidido seguir adelante.

Tras meses de brutalidad, Ryuusei finalmente se levantó como un guerrero consumado, su cuerpo marcado por cicatrices imborrables, su mente afilada como una espada.

Había dejado de ser solo un joven desafiante. Ahora era el Heraldo Bastardo, forjado en el caos y la paz, listo para desafiar incluso a la Muerte misma.