Capítulo 32: El Silencio de los Gritos
Ryuusei limpió la saliva sanguinolenta de sus zapatos con un suspiro de fastidio. Daichi nunca aprendía. Nunca se rendía.
—¿Sabes? —murmuró Ryuusei, girando la navaja entre sus dedos con la tranquilidad de un carnicero experimentado—. A veces me pregunto… ¿qué demonios te mantiene vivo?
Daichi escupió otra vez, su respiración pesada, su cuerpo tembloroso, pero sus ojos aún ardiendo con la intensidad de un condenado que se niega a caer.
—La jodida certeza… —jadeó, cada palabra goteando veneno— de que un día, uno solo, me voy a largar de aquí… y te voy a destripar como el maldito perro que eres.
Ryuusei sonrió, primero con una mueca burlona y luego con una carcajada real, profunda, oscura, como si acabara de escuchar el mejor chiste del mundo.
—Oh, Daichi, Daichi… aún no entiendes, ¿verdad? No te tengo aquí porque te necesito. No te tengo aquí porque temo que te vayas.
Se inclinó hacia él, rozando su oreja con los labios en un susurro venenoso.
—Te tengo aquí porque me divierte verte sufrir.
Y entonces, sin previo aviso, Ryuusei hundió la navaja en su abdomen.
No fue una puñalada simple, no. Fue un corte lento, calculado, perforando carne y músculo con la precisión de un cirujano que sabe exactamente dónde duele más. La hoja penetró justo debajo de las costillas y luego giró, desgarrando el tejido interno con un chasquido nauseabundo.
—¡AAAHHH! ¡MALDITO BASTARDO! —El grito de Daichi fue tan desgarrador que hasta las paredes parecieron estremecerse.
Pero Ryuusei no se detuvo.
Sacó la navaja con un tirón lento, dejando que la sangre brotara en espesas oleadas. El líquido caliente salpicó su mano, resbalando hasta la muñeca. Daichi convulsionó, su cuerpo entero en llamas de dolor, pero su maldita regeneración ya estaba cerrando la herida.
—¿Lo ves? —susurró Ryuusei con un tono meloso, deslizando un dedo cubierto de sangre por la mejilla pálida de Daichi—. No puedes morir. No puedes escapar. Solo puedes seguir sufriendo.
Daichi jadeó, su cabeza cayendo hacia adelante, su sudor mezclándose con la sangre en su rostro.
—Un día… —susurró con voz rota, pero aún llena de odio—. Un día te voy a destripar, Ryuusei. Y cuando estés agonizando, le voy a contar a la Muerte todo lo que hiciste.
Ryuusei ladeó la cabeza, fingiendo sorpresa.
—Oh, ¿la Muerte? —se llevó una mano al pecho en un gesto teatral—. ¿Acaso crees que la Muerte no sabe?
Dio un paso más, su sombra devorando la figura encadenada de Daichi.
—Nosotros no matamos en su nombre, Daichi. Nosotros somos la Muerte. Somos los titiriteros de este mundo podrido.
Tomó un cuchillo de la mesa de mármol negro y lo giró entre sus dedos.
—Y si la Muerte decide que tu existencia aún le divierte… bueno, supongo que seguirás gritando un poco más.
Los ojos de Daichi se abrieron con furia y, por primera vez en mucho tiempo, miedo.
—Eres un jodido psicópata.
Ryuusei sonrió.
—Y tú eres mi juguete.
Entonces, con un movimiento limpio y calculado, levantó el cuchillo y lo hundió en su muslo, atravesando carne y hueso hasta la otra cara de la pierna. Daichi sintió cómo la hoja vibraba dentro de su cuerpo, desgarrando nervios, convirtiendo cada latido en una tortura insoportable.
El ático se llenó de un grito animal.
Horas después, Ryuusei bajó las escaleras con la camisa aún húmeda de sangre. Su rostro, sin embargo, estaba impecable, su expresión serena, como si nada hubiera sucedido.
En la sala, Aiko aún estaba con sus amigos. Habían vuelto a relajarse después del extraño sonido de antes, convenciéndose de que solo había sido su imaginación.
Ryuusei pasó una mano por su cabello, acomodándolo con calma antes de unirse a ellos.
—¿Todo bien, Ryuusei? —preguntó Aiko, mirándolo con una mezcla de sospecha y resignación.
Él sonrió.
—Por supuesto. Solo un pequeño… asunto pendiente.
Aiko frunció el ceño, pero no insistió. Después de todo, en esta casa, algunas preguntas no debían hacerse.