Rebelión contra el Cielo - Part 34

Capítulo 34: La Muerte No Espera a Nadie

La eternidad no tenía sentido del tiempo.

Meses, días, segundos… todo se mezclaba en el reino de la Muerte.

Desde su trono de obsidiana y cenizas, la Muerte observaba con paciencia. Su dominio estaba lleno de murmullos etéreos, voces de almas antiguas que narraban historias de tiempos olvidados. No todas eran tristes. Algunas eran incluso divertidas.

Sus heraldos, aquellos que habían encontrado un propósito en su servicio, le traían relatos de batallas, informes de destinos cumplidos, y en ocasiones, pequeñas distracciones para entretenerla.

—Mi señora —dijo un espíritu con la apariencia de un viejo bufón de la Edad Media—, hoy he compuesto un poema sobre la inevitabilidad de su abrazo.

La Muerte ladeó la cabeza con una expresión de interés.

—Sorpréndeme.

Recostándose en su trono, permitió que su voz adquiriera un matiz de diversión. Los demás heraldos se acomodaron, expectantes.

El bufón carraspeó y comenzó su recitación con una exagerada reverencia:

"Cuando la Muerte llega, no puedes correr,"

"Puedes suplicar, pero te hará caer.""

El rey, el mendigo, el héroe también,"

"Todos en su sombra se postrarán bien."

Un breve silencio siguió al poema.

La Muerte entrecerró los ojos, sopesando las palabras con fingida seriedad.

—Mmm. Le falta ritmo. —comentó al final con una sonrisa burlona.

El salón estalló en carcajadas. Algunos heraldos se golpearon las rodillas con sus esqueléticas manos, mientras otros se inclinaban hacia adelante, riendo sin sonido.

El bufón puso las manos en la cintura, indignado.

—¡Maldito sea el ritmo! ¡No me juzgue tan severamente, señora! ¿Acaso tiene mejor poesía?

Los ojos de la Muerte centellearon con una chispa traviesa.

—Aquí tienes una mejor: Todo muere. Fin del poema.

Las risas resonaron como un eco en la inmensidad de su reino.

Incluso los heraldos más serios esbozaron una sonrisa. La Muerte, por mucho que fuera temida, no carecía de humor.

Pero la atmósfera se quebró cuando un heraldo entró apresurado, su forma espectral temblando con ansiedad.

—Mi señora… —jadeó, como si aún tuviera pulmones—. Daichi ha escapado.El Escapista de lo Inevitable

La Muerte frunció el ceño con una mezcla de sorpresa y desinterés.

—¿Daichi? —repitió con calma.

El heraldo asintió con nerviosismo.

—Sí… ¡se cortó sus extremidades para liberarse! Pero… de alguna manera, estas se regeneraron.

Las llamas de las antorchas en el salón titilaron, como si la propia existencia contuviera la respiración.

La Muerte alzó una ceja.

—Interesante.

Los heraldos se miraron entre sí. Nadie escapaba de la Muerte. Nadie.

El heraldo tragó saliva, aunque no tenía garganta.

—Y ahora… ha invocado a uno de nosotros para que lo traiga aquí.

La Muerte apoyó el mentón en su mano, pensativa.

—¿Él pidió verme?

—Sí… dice que tiene una propuesta.

El silencio cayó como un manto sobre la sala.

Un humano no debería poder hacer tal cosa. Un alma destinada a su reino no debería tener el poder de alterar su destino.

Y sin embargo, Daichi lo había logrado.

La Muerte sonrió.

—Muy bien. —Su voz era un murmullo de estrellas lejanas—. Traedlo ante mí.

Porque, después de todo, la eternidad podía permitirse un poco de diversión.