Al despedirnos, un impulso inesperado me llevó a tomar su mano. Su piel era suave, cálida. Fue un gesto simple, pero cargado de significado. En ese instante, supe que no quería que nuestra conversación terminara. Ella tampoco parecía quererlo. Nuestros dedos se entrelazaron, y en ese contacto, sentí una conexión profunda, una promesa tácita de algo más.
Los días siguientes fueron una mezcla de nerviosismo y anticipación. La universidad se convirtió en un escenario de encuentros furtivos, miradas furtivas, sonrisas tímidas. Cada encuentro casual, cada conversación breve, alimentaba la llama que comenzaba a arder entre nosotros. Hablábamos durante horas en la cafetería, compartiendo libros, ideas y sueños. Ella, con su mundo de privilegios, y yo, con mi lucha constante por mantenerme a flote con la beca, encontrábamos un terreno común en la pasión por el conocimiento y la búsqueda de algo más allá de la superficie. Pero nuestra conexión iba más allá de la intelectualidad; había una chispa, una tensión palpable cada vez que nuestras miradas se cruzaban.
Un día, después de clases, me armé de valor y la invité a dar un paseo por el campus. Caminamos por los jardines, rodeados de la belleza serena de la universidad. Hablamos de todo y de nada, pero la conversación fluía con una naturalidad que me sorprendía. Había una complicidad entre nosotros, una comprensión tácita que iba más allá de las palabras. En un momento de silencio, mientras observábamos el atardecer pintando el cielo con tonos rojizos y anaranjados, ella me tomó la mano. Fue un gesto simple, pero cargado de significado. Su mano era suave, cálida, y su contacto me transmitió una corriente de electricidad que recorrió todo mi cuerpo.
En ese momento, supe que no podía seguir ocultando mis sentimientos. Me detuve, mirándola a los ojos. "Isabella," dije, mi voz apenas un susurro, "me gustas mucho. Mucho más de lo que jamás pensé que fuera posible."
Ella sonrió, una sonrisa tímida pero radiante. "Daniel," respondió, su voz suave como la seda, "yo también… yo también siento lo mismo por ti."
Nos besamos bajo el cielo anaranjado, un beso lento y apasionado que sellaba nuestra conexión. Era un beso que trascendía las palabras, un beso que expresaba todo lo que no habíamos podido decir. Era un beso que hablaba de sueños compartidos, de una conexión profunda que iba más allá de las diferencias sociales y económicas. Era un beso que sellaba el comienzo de algo nuevo, algo especial.
Después de ese beso, todo cambió. Nuestros encuentros se volvieron más frecuentes, más íntimos. Caminábamos tomados de la mano por el campus, compartíamos secretos y risas, y nos encontrábamos a escondidas en la biblioteca, leyendo juntos, nuestros cuerpos rozándose accidentalmente, nuestras miradas llenas de una pasión contenida. Un día, mientras estudiábamos juntos en su habitación, ella me miró con una sonrisa traviesa. "Sabes," dijo, "creo que nuestra conexión es algo especial, algo mágico."
"Yo también lo creo," respondí, acercándome a ella. "Es como si hubiéramos estado destinados a encontrarnos."
La besé, un beso tierno y apasionado, un beso que sellaba nuestro amor, un amor que había florecido en medio de las estrellas, en un campus universitario, entre dos mundos diferentes, pero unidos por una conexión innegable. Un día, mientras caminábamos por el campus, bajo un cielo despejado y estrellado, me detuve. Mirándola a los ojos, le dije: "Isabella, ¿quieres ser mi novia?"
Sus ojos se llenaron de lágrimas de alegría. "Sí, Daniel," respondió, abrazándome con fuerza. "Sí, quiero."
Y así, bajo un cielo estrellado, en medio del campus de Blackwood, dos mundos diferentes se unieron, sellados por un amor que había florecido en medio de la casualidad, la conexión y la magia de un encuentro inesperado. Un amor que había comenzado con una conversación en una fiesta, y que había culminado en una declaración bajo las estrellas, un amor que prometía un futuro lleno de sueños compartidos, de risas, de complicidad, y de un amor que trascendía cualquier barrera.