Los días en Blackwood se sucedían entre clases, estudios y encuentros furtivos con Isabella. Hablábamos durante horas en la cafetería, compartiendo libros, ideas y sueños. Ella, con su mundo de privilegios, y yo, con mi lucha constante por mantenerme a flote con la beca, encontrábamos un terreno común en la pasión por el conocimiento y la búsqueda de algo más allá de la superficie. Había una sinceridad en ella que me sorprendía, una vulnerabilidad que me cautivaba. Había dejado de ser la princesa arrogante de la fiesta, y se había convertido en una mujer compleja, inteligente y con una sensibilidad que me conmovía profundamente. Me esforzaba por comprender su mundo, escuchando atentamente sus historias, sus preocupaciones, sus sueños, intentando conectar con ella a un nivel más profundo que el simple intercambio de palabras.
Un día, mientras charlábamos animadamente sobre un proyecto de astrofísica que ambos estábamos desarrollando, una conversación casual desvió nuestro rumbo. Hablábamos de nuestros planes para el futuro, de nuestras aspiraciones. Isabella mencionó una fiesta de cumpleaños que planeaba organizar para celebrar el cumpleaños de su hermano menor.
"Cumplirá dieciocho años el próximo mes," dijo, su voz llena de cariño. "Es un poco más joven que yo, pero es mi mejor amigo."
La información, aparentemente trivial, me hizo detenerme. Con una sonrisa nerviosa, dije: "Es curioso, yo también cumplo años pronto." No quería revelar mi edad directamente, temiendo su reacción. Pero Isabella, con su agudeza habitual, captó mi vacilación.
"Daniel, ¿cuántos años tienes?", preguntó con una dulzura que me desconcertó. No era la pregunta inquisitiva de la fiesta, sino una expresión genuina de interés.
Con un suspiro, confesé: "En unos meses, cumplo dieciocho."
Un silencio se instaló entre nosotros, pero no era un silencio incómodo. Era un silencio reflexivo, un espacio para procesar la información. Isabella me miró, no con sorpresa o desaprobación, sino con una mezcla de comprensión y una nueva intensidad en sus ojos. En lugar de alejarse, se acercó un poco más.
"No me importa la diferencia de edad, Daniel," dijo con firmeza, su voz suave pero llena de convicción. "Lo que importa es lo que sentimos el uno por el otro. La conexión que hemos construido. La comprensión que hemos compartido. No quiero que esto cambie nada entre nosotros."
Sus palabras me inundaron de alivio y una profunda admiración. Su madurez, su capacidad de ver más allá de las convenciones sociales, me conmovió profundamente. No era solo una mujer hermosa e inteligente; era una persona con una gran sensibilidad y una capacidad de amar que superaba cualquier barrera. En ese momento, comprendí que mi preocupación había sido infundada. Isabella no se dejaba llevar por prejuicios superficiales; ella veía más allá de la edad, veía mi alma. Y eso, más que cualquier otra cosa, me hizo enamorarme aún más de ella. La diferencia de edad, que antes me había parecido un obstáculo insalvable, ahora se desvanecía en la inmensidad de nuestra hermosa reunión además sabía que ella tendría más o menos mi edad seguro tendrá ya sus 18 o casi 19 pero no importa seguiré con ella aún que la diferencia sea de millones de años.