Me quedé a dormir en un hotel cercano, Isabella me siguió así que alquile una habitación para los dos, El silencio del amanecer pintaba la habitación con tonos suaves de gris y azul. Isabella dormía plácidamente a mi lado no hicimos nada más que dormir pero debo admitir que estaba muy feliz, su respiración tranquila y rítmica, un contraste con la tormenta que aún habitaba en mi interior. La cena con sus padres había sido una prueba de fuego, una humillación sutil pero profunda. Pero al mirar su rostro sereno, el dolor se mitigaba, reemplazado por una ternura inmensa. No iba a dejar que la amargura de la noche anterior empañara la belleza de este momento.
Me levanté con cuidado, evitando despertarla. Fui a la cocina y preparé el desayuno: café recién hecho, tostadas con mermelada de fresa, su favorita. Mientras colocaba todo en una bandeja, mis pensamientos volvieron a la noche anterior. La frialdad de sus padres, sus miradas penetrantes, las preguntas hirientes… Pero esos recuerdos se desvanecieron al ver a Isabella despertar, estirando sus brazos con un bostezo perezoso.
Le llevé la bandeja a la cama, y mientras ella desayunaba, le leí un poema de Neruda, uno que hablaba de amor, de ternura, de la belleza de los momentos simples. Su voz, al recitar los versos, era suave, melodiosa, como una caricia al alma. Sus palabras, llenas de pasión y dulzura, me transportaron a un mundo donde solo existíamos nosotros dos, donde el dolor y la humillación de la noche anterior se desvanecían en la inmensidad de nuestro amor.
Después del desayuno, la llevé a dar un paseo por el parque. El sol brillaba, las hojas de los árboles danzaban con el viento, y el aire estaba lleno del aroma de las flores. Caminamos tomados de la mano, en silencio, disfrutando de la belleza del mundo que nos rodeaba. No hablamos de la cena, no hablamos de sus padres. Nos concentramos en el presente, en la belleza de los momentos simples, en la alegría de estar juntos.
Mientras nos sentábamos en un banco, bajo la sombra de un viejo roble, le escribí un poema en un trozo de papel. Era un poema sencillo, pero lleno de amor, un poema que expresaba todo lo que no podía decir con palabras. Se lo entregué, y mientras ella lo leía, vi una lágrima rodar por su mejilla. Era una lágrima de emoción, de ternura, de amor.
"Es hermoso, Daniel," dijo, su voz llena de emoción. "Es… perfecto."
La abracé con fuerza, sintiendo su cuerpo temblar contra el mío. En ese abrazo, en ese silencio compartido, encontré la paz que había estado buscando. El dolor de la cena aún estaba presente, pero se había mitigado, reemplazado por la ternura, el amor, la belleza de los momentos simples. Habíamos superado otro obstáculo, y habíamos salido victoriosos, juntos. Y en ese momento, en ese abrazo, supe que nuestro amor era más fuerte que cualquier barrera, más fuerte que cualquier prejuicio, más fuerte que cualquier humillación. Nuestro amor era un poema, una sinfonía, una obra maestra escrita en el lenguaje del corazón.