La Ruptura del Destino

El cielo ardía con un fulgor apocalíptico. Relámpagos dorados y oscuros danzaban en el firmamento, como heraldos de la inminente destrucción. En el centro de la devastación, Kai Solis se mantenía firme, su aura vibrando con una intensidad insondable. Frente a él, el Emperador se alzaba con una presencia que deformaba la realidad misma. Sus ojos resplandecían con un fulgor dorado, llenos de la arrogancia de un dios que jamás había sido desafiado.

—Eres audaz, Kai Solis. Pero la audacia sin poder solo es insensatez.

Kai no respondió. Su mirada era un abismo insondable, reflejo de un destino que solo él podía escribir. Su Conciencia de Flujo Total expandió su percepción más allá del tiempo y el espacio. Cada movimiento del Emperador, cada vibración de energía en el entorno, todo estaba a su alcance.

El aire tembló cuando el Emperador levantó una mano. Una esfera de llamas negras y doradas se formó en su palma, pulsando con una energía lo suficientemente densa como para reducir continentes a cenizas. Con un simple gesto, la esfera se disparó hacia Kai como un cometa maldito.

Pero Kai ya no era el mismo.

En un instante, desapareció. No hubo sonido, no hubo advertencia. Solo un destello y el Emperador sintió la hoja de Kai rozando su garganta.

—No hay imperio que perdure ante la tormenta del juicio.

El Emperador sonrió. Un estruendo resonó mientras su propia aura explotaba, arrojando a Kai varios metros atrás. Pero este aterrizó sin dificultad, su espada vibrando con una luz tan intensa que incluso la oscuridad titubeó ante su resplandor.

—Eres digno de morir por mi mano —declaró el Emperador, su voz reverberando en todas las dimensiones.

El suelo comenzó a agrietarse, y de las fisuras emergieron llamaradas doradas que consumían todo a su paso. Kai observó con calma, sin inmutarse, mientras la presión del Emperador alcanzaba niveles insondables. Las montañas circundantes se desmoronaron, los océanos se agitaron y la propia realidad pareció gemir ante la presencia de aquel ser.

Pero Kai sonrió.

—He derribado dioses más grandes que tú.

La respuesta del Emperador fue una explosión de furia. Su figura se desdibujó en un vendaval de destrucción pura. Apareció detrás de Kai, su puño envuelto en un fuego que podía devorar galaxias. Kai giró en el último instante, desviando el golpe con la base de su espada, pero la onda de choque destrozó todo a su alrededor.

El combate trascendió la velocidad de la luz. Eran sombras entrelazadas en un baile mortal, cada choque de sus armas producía tormentas y desgarros en el espacio. Kai se movía con una precisión absoluta, cada ataque una sentencia de muerte, cada esquiva un despliegue de maestría. Y aun así, el Emperador se mantenía firme, como una fuerza imparable.

Entonces, Kai elevó su espada. Su energía se condensó, su presencia se magnificó hasta que el mismo cielo pareció inclinarse ante él.

—Este será tu final.

La espada descendió. Un tajo que no solo cortaba la carne, sino la existencia misma. La luz y la oscuridad se partieron en dos, el sonido se extinguió y por un instante, todo quedó en silencio.

El Emperador jadeó. Una grieta luminosa se extendía por su pecho. Su mirada, antes llena de certeza, ahora mostraba incredulidad. Pero no cayó. Sonrió, y con una carcajada, liberó su poder final.

El mundo entero tembló.

Kai no retrocedió. Sabía que este era el momento definitivo. Con un rugido que estremeció los cielos, se lanzó una vez más al combate.

La batalla por el destino del mundo había alcanzado su clímax.