Aquel que nace por encima de los hombres carga una condena:
no puede descender sin traicionarse,
ni elevarse sin consumirse en soledad.
El mundo lo admira, pero no lo comprende;
él lo contempla, pero no lo habita.
-Inspirado por Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra (1883-1885)-
Eohedon, al profundizar en la magia de los hombres, no la veía como una debilidad, sino como una manifestación pura de la capacidad intrínseca de la especie para superar sus limitaciones. Aunque su magia elemental nacía de un pensamiento casi instintivo, reconocía la complejidad y la tenacidad de los sistemas, cánticos y escrituras que a través de siglos se habían creado.
Esos logros, aunque menospreciados por especies más afortunadas, eran prueba irrefutable del ingenio y la persistencia humana.
A pesar de su superioridad natural, Eohedon aprobaba silenciosamente esos esfuerzos, entendiendo que la verdadera grandeza no siempre residía en la facilidad, sino en la capacidad de adaptarse y crear a través del esfuerzo constante. Sin embargo, ese método ya le ofrecía poco que descubrir.
A su corta edad, dominante tanto en lo teórico como en lo práctico, si existiera otro mago en Magistic que se atreviera a elogiarlo, lo llamaría genio; y ese reconocimiento no sería un cumplido vacío, sino la aceptación de una verdad sublime.
Pero allí residía su límite: por mucho que lo intentaran, los caminos humanos seguían siendo un medio falso, incapaz de compararse con la grandeza innata de Eohedon o de aquellos de igual magnitud. Tal vez esa era la razón de la desdicha humana frente a dragones o elfos: no importaba cuánto persistían, siempre había una barrera insuperable.
Harto de esa reflexión, salió de su estudio con pasos firmes, decidido a acabar con aquello que lo reducía a una sombra de lo que era.
Sin embargo, en su pecho se agitaba algo más profundo: un vacío que ni su inmenso poder, ni su vasto conocimiento podían llenar.
Al cruzar la puerta, encontró a Ehdia, su madre, sentada frente al ventanal que daba al jardín.
La luz del día acariciaba sus facciones serenas, pero su expresión parecía tallada en piedra, imperturbable y distante, como si su mera presencia juzgara todo a su alrededor.
Eohedon avanzó hacia ella con determinación. Su voz resonó como un trueno en el aire, cargada de fuerza y desesperación.
—¡Ehdia! ¡Hasta cuándo! —exclamó, con los puños cerrados y el pecho ardiendo de frustración—. ¡Ilumíname, aunque sea lo mínimo, sobre mi propósito o el sentido de mi existencia! ¿Por qué me trajiste a este mundo cruel, solo para distanciarme de todo?
La mirada de Ehdia se desvió lentamente hacia él, cargada de un peso que hacía que el aire pareciera más denso.
Finalmente, su voz cortó el aire con precisión, afilada como una daga:
—Eohedon, desperdicio de magnificencia, excusa de Gracia. Tú, dotado con un conocimiento vedado para el hombre, ¿te atreves a presentarte ante mí despojado de humildad?
¿No comprendes el límite entre el mar y la tierra?
Tu actitud, tan vacía y pedante, no es más que un reflejo de tu miserable ser. No me hables de debilidad mientras tu alma esté tan podrida.
Cada palabra atravesó el orgullo de Eohedon, desgarrando su identidad. Sus labios temblaron, incapaces de formar una respuesta. Algo en su interior, hasta entonces inquebrantable, se rompió.
¿Cómo podría su ego tolerar tal insulto?
¿Cómo podría su historia marcada por desdicha tolerar tal insensatez?
-Esto era el Estocolmo-
El desdén de Ehdia rasgó su espíritu, hurgando en lo más profundo de su ser. En su pecho, algo visceral comenzó a despertar: ira.
El aire, ligero hasta ese momento, se volvió cortante, como si cada molécula de viento llevara un filo invisible.
Las nubes, antes tranquilas en el cielo, comenzaron a ennegrecerse, arremolinándose en un caos furioso que cubría el sol y oscurecía la tierra.
Las flores a su alrededor, vibrantes y llenas de vida, se marchitaron al instante, cayendo como cenizas.
Incluso la tierra, sólida y firme, tembló bajo sus pies, como si respondiera al despertar de ese sentimiento inédito.
Tal era la influencia de Eohedon sobre el mundo, que este parecía reflejar su interior.
Cada elemento natural compartía su sentimiento, amplificando el impacto de su ira.
Sin embargo, Eohedon mismo no entendía lo que sucedía.
No sabía si el mundo reaccionaba a él, o si él ahora formaba parte de ese caos.
Lo único claro era que algo dentro de él había cambiado para siempre.
Las calles de Magistic estaban vacías, como si el pueblo entero hubiera contenido la respiración. Eohedon avanzó con paso firme, su manto ondeando como una bandera negra. Las ventanas se cerraban a su paso, y los murmullos de los aldeanos se ahogaban en el eco de sus botas sobre la nieve.
—Eohedon —llamó Katherine, su voz como un hilo de seda en el viento—. No tienes que hacer esto.
Él se detuvo. Por un instante, el mundo pareció contener la respiración. Las palabras de Katherine resonaron en su mente, despertando un eco que no podía ignorar: el recuerdo de una noche fría, cuando ella le ofreció una taza de té y él, por primera vez, sintió que alguien lo veía.
—El poder no es un escudo —continuó ella, avanzando un paso—. Es un espejo que refleja tu miedo a ser humano.
Eohedon cerró los ojos. Quería volverse, abrazarla y pedirle que lo salvara de sí mismo. Pero el orgullo, como un muro de hielo, lo mantuvo en su camino.
—Adiós, Katherine —murmuró, y siguió caminando hacia el horizonte, donde el cielo y la tierra se fundían en un abismo de posibilidades.
Así como quien se ve expulsado del Edén se lamenta, Eohedon no sintió más que cansancio.
Cansancio de Ehdia, Katherine, Magistic, los pobladores, cansancio de todo lo que no comprendía su grandeza y menguaba su elocuencia.
Por otro lado, Ehdia, quien en su reconocimiento cedió a la marcha de Eohedon, no podía sentirse más mal consigo misma.
Sin saber nunca expresar amor, ni con cualquier cosa lidiar, siempre fue su lengua tan afilada como una lanza.
¿Por qué otra cosa sino sería tan infame?
"Eohedon no sabía si su ira lo elevaba por encima de los hombres... o lo hundía en la misma hybris que destruyó a Aidglan".