Eohedon avanzaba en su travesía, despojado de vacilaciones y temores, como quien pisa una senda marcada por la fatalidad inevitable, tal como el héroe inmortal que se enfrenta al destino con la cabeza erguida, sin esperar la venia de los dioses ni la sonrisa de los hombres.
No buscaba honra ni gloria; su alma, aunque plácida en su superficie, albergaba una maraña de dudas que solo anhelaban la estabilidad de un principio eterno, un aprecio inmortal que no se desvaneciera con el tiempo, tal cual la estrella que brilla más allá de los confines de la muerte.
Los vientos, su único confidente, susurraban secretos que solo los errantes, aquellos que pisan la senda de lo desconocido, podían comprender, y él, impasible, continuaba su marcha, sin prisa ni tregua, como el río que no se detiene ni ante las rocas más grandes, guiado por el inexorable cauce del destino.
El universo se desplegaba ante él como un vasto tapiz que se extendía sin fin, no mostrando la gloria de los hombres, sino la reflexión amarga de aquellos perdidos en su eterna lucha contra un destino que nunca abandonaba su pecho, tan feroz como el rugir del mar contra las costas desoladas.
Sus pasos resonaban en el vacío, marcando la tierra de manera imperceptible, como si todo estuviera ya decidido antes de que su pie tocara el suelo, como el eco de un viajero sobre aguas profundas, cuyas huellas jamás quedarán en la memoria del mundo.
En una comarca lejana, donde la gloria se disolvía en la podredumbre del poder, Reinlgeick, un hombre de ambición callada, recibía una misiva cuya autora era la noble Katherine, cuyo linaje estaba marcado por secretos y traiciones que trascendían las fronteras del tiempo y la carne, tal como los ecos de antiguos imperios que caen en el olvido.
La carta no hablaba de riquezas ni de conquistas terrenales; mencionaba, en cambio, a un errante llamado Eohedon, cuyo nombre ya era un eco perdido entre las sombras, y cuyo destino parecía estar atado a un futuro aún más sombrío, como la sombra de un sol que ya ha caído y cuya luz nunca más tocará la tierra.
Sin embargo, Eohedon, ajeno a las voces del mundo, marchaba en solitaria serenidad, como el sabio que recorre un sendero de piedra en el que las sombras no lo tocan.
Su marcha, impasible ante las miradas humanas y divinas, era la de un alma que ya no se dejaba tocar por las urgencias del efímero mundo, tan inmutable como la montaña que se enfrenta a la tormenta sin mover una roca de su cima.
No obstante, algo le decía que lo que estaba por venir no sería solo la continuación de su jornada; lo sobrenatural, la fuerza que mueve las estrellas y arrastra las mareas, había comenzado a susurrar.
De repente, el silencio fue roto por una voz, un susurro inhumano que cortó la calma como una espada afilada, nacida del abismo mismo, de las profundidades donde solo la oscuridad más antigua y terrible tiene cabida.
Era profunda y resonante, como el canto de los antiguos, como el eco de la creación misma. No pertenecía al reino de los vivos, ni obedecía las leyes conocidas por los hombres o los dioses.
—¡Oh, tú, alma errante! ¿Puedes oírme? —clamó la voz, sonando como el retumbar de un trueno que despierta a los muertos.
Eohedon se detuvo, no por temor, sino porque, como el monarca que recibe la declaración de un súbdito impío, sabía que algo mucho más grande que él mismo se cernía sobre su destino, como la espada que caerá sobre el cuello del rey sin que pueda evitarlo.
—¿Quién osa nombrar al mago Eohedon? —demandó, su voz como un trueno que retumbaba en las entrañas del vacío, haciendo que la propia tierra temblara bajo sus pies.
Una risa quebrada, mezcla de desesperación y burla, rompió la quietud, como el sol que se oculta tras una nube oscura, mostrando solo un destello de lo que una vez fue.
—Ah, Eohedon... nombre dado por azar, como el viento que borra la huella del pie del caminante.
Portador de destinos olvidados, ¿serías capaz de conceder un atisbo de compasión a esta sombra errante? ¿Un poco de luz para liberar esta alma condenada? —la voz retumbó, tintada con la amargura de siglos de sufrimiento.
Las palabras flotaban como niebla, teñidas de un dolor ancestral que provenía de otro tiempo, de otro lugar, más allá de la muerte misma, como las leyendas perdidas que solo se susurran en las sombras de los templos en ruinas.
Eohedon, impasible, dejó que el silencio ocupara el espacio, mientras sus ojos, como espejos de sabiduría antigua, observaban el abismo, viendo más allá de lo que la mirada común podría comprender.
—Dices conocer mi nombre, pero el tuyo es el de un espectro sin rostro. No hablas de ti mismo; solo exiges clemencia sin identidad.
¿Crees que el mundo confiere su favor a quienes no se definen, a quienes se desvanecen como el polvo llevado por el viento? —respondió, su tono resonando con la fuerza de los sabios que han vivido más de una vida, desentrañando la esencia de la existencia.
La voz, que antes oscilaba entre burla y desesperación, adoptó un tono más sombrío, más acentuado por la carga de la condena, como la voz de los dioses en su ira infinita.
—Mi nombre es nada. Un eco perdido en el tiempo.
Pero mi desdicha es real, tan real como las montañas que marcan el paso del tiempo.
Si lo que pides es un nombre, llámame como quieras.
Solo te pido una cosa, viajero: líbrame de lo que me persigue, o comparte mi sufrimiento, eterno como la noche más oscura.
El aire se tornó denso, como si las propias estrellas hubieran detenido su curso, como si la realidad misma estuviera a punto de quebrarse.
Y aunque las sombras seguían siendo oscuras, Eohedon supo que su viaje había dado un giro definitivo.
Lo sobrenatural ya no era algo distante, algo de lo que los hombres solo susurraban en sus leyendas y mitos; había tocado su alma, y ahora, como un espectro emergiendo de las tinieblas, la sombra se presentaba ante él, llevando consigo la misma carga que él mismo portaba.
—Con nombre, todo cobra forma; sin nombre, reina el caos.
—La voz de Eohedon resonó ahora, profunda y clara, como el eco lejano de antiguas sabidurías, como el canto de un sabio que ha cruzado todas las puertas del destino.
Su mirada penetraba más allá de las palabras del espectro, sondeando su alma más allá de la forma.
—¿Qué eres, si ni siquiera tu nombre puedes reclamar? ¿Acaso te has perdido en la oscuridad, como la estrella que se apaga sin dejar rastro, sin que nadie sepa que alguna vez brilló?
El espectro vaciló, como si las palabras de Eohedon hubieran desbordado su existencia, como el río que se enfrenta al océano sin esperanza de retornar.
Y entonces, como una sombra que se revela al ser nombrada, el espectro habló, finalmente mostrando su verdadero rostro.
—Mi nombre fue Eltrouhides, y en él descansaban la confianza de reyes y la traición de dioses.
Fui conocido, pero solo en la oscuridad de mi propio destino.
Ahora soy solo un eco, un reflejo de lo que fui, un eco de las decisiones que tomé, de las decisiones que nunca pude deshacer.
—Eltrouhides, tú que en noble pasado justicia imparcial partiste, ahora por la misma eres ajusticiado.
Si solo en sombras hallas consejo, pues un lugar en la mía habrás de ganarte.